MOJADAS DE OREJA EN EL PACÍFICO Cuando leí que se estaba haciendo una nueva versión de la batalla de Midway me pregunté por qué dejaron pasar tanto tiempo desde que se usara el evento bélico que diera pie a otro blockbuster multiestelar en 1976, con Charlton Heston, Henry Fonda, James Coburn y Toshiro Mifune, entre otros. Película que, sin ser una maravilla y atendiendo el contexto, me alucinó desde la pantalla de mi TV blanco y negro en sábados de súper acción a muy temprana edad. Luego recordé aquella soporífera versión de la historia más cercana que fue Pearl Harbor de Michael Bay y entendí por qué la historia “durmió” unos años más, al menos hasta que la encontrara Roland Emmerich e intentara aggiornar los hechos a una aventura bélica menos solemne pero, al mismo tiempo, más fidedigna en cuanto a la identidad de los personajes, que tienen sustento real más allá de la caracterización a cargo de los actores más de moda en el género de acción. Midway: ataque en alta mar narra la historia del desenlace del conflicto desatado luego del ataque de la flota japonesa a la base militar de Pearl Harbor y cómo llegan varios de los hombres del ejército norteamericano al combate describiendo su temperamento y habilidades por medio de sus problemas personales. Al mismo tiempo se cuenta el diálogo entre líderes (por Japón y EE.UU.) intentando llevar a buen “puerto” al conflicto aunque se les haga difícil desde lo diplomático y se da una breve mirada sobre el punto de vista japonés, al que se trata respetuosamente lejos de demonizarlo o de mostrarlo como a los villanos despiadados, más allá del patriotismo que el director imprime en la película. Este tipo de películas suele ser coral, y podría presumirse eso a partir del elenco, cuyos integrantes acostumbran ser por lo general protagonistas de sus propios films (Ed Skrein, Patrick Wilson, Woody Harrelson, Luke Evans, Aaron Eckhart, Dennis Quaid, entre otros), pero la realidad es que la estelaridad pasa por el personaje de Dick Best (Skrein) y su temeridad que al principio es un problema de conducta aunque termina siendo la salvación de muchos. Luego las participaciones del resto se va dosificando como para construir una historia en la que lo único importante es que el espectador empatice como mínimo con cada uno, como para que le duela lo que vaya a sucederles, aunque no necesariamente se trate de un desenlace trágico. Desde ya que no falta la pirotecnia y los efectos especiales en plena batalla, algunos excelentes, otros bastante notorios en el “truco” digital, pero disfrutables en su construcción y resolución final. Los vuelos de ataque y rasantes desde la cabina no son tan agobiantes ni tan realistas como en Dunkerque de Christopher Nolan, pero tampoco es la intención de Emmerich (El día después de mañana) hacer un alegato hiperrealista, sino una aventura bélica más digna de aquella que veía, como comencé diciendo, en aquellas tardes de sábado de súper acción. En definitiva, Midway: ataque en el mar no será recordada como un hito en la despareja carrera del director, que lejos quedó de clásicos de sci-fi como Stargate o la discutida pero taquillera Día de la Independencia, pero tampoco merece ser sepultada con críticas desfavorables cuando sólo se trata de una película bélica en la que lo que importa es el ruido de los casquillos, las ametralladoras y las explosiones cubriendo nuestros oídos al tiempo que nos enceguecemos con el fuego en la pantalla, promovido por nuestros actores taquilleros favoritos.
SE NECESITAN DADORES DE ÚLTIMA SANGRE En los últimos años, Stallone se ha dedicado a tener una suerte de gira despedida de sus personajes más queridos (y no tanto) en producciones de mediano presupuesto y algunas que rozan la Clase B como algunos policiales lamentables recientes. Lo logró con ambas entregas de Creed en las que fue capaz de entregar un cetro, al mismo tiempo que convertía a su personaje, Rocky Balboa, en un legítimo donante de experiencia e inspiración. Y con Rambo venía teniendo consistencia hasta la cuarta entrega, que no dejó de reunir los elementos típicos de la saga, aunque retornaba con el mensaje anti-belicista de la primera. Pero lo que sucede en Last blood es el peor final. En principio, la película se plantea como un drama detectivesco con una salida sangrienta. Y quizás el “detectivesco” le quede demasiado grande si nos ceñimos a la sagacidad del investigador en cuestión, un John Rambo que no sólo se ha aburguesado y formado una pseudo familia con hija/sobrina adoptiva y todo, sino que no es capaz de sostener un sentido de alerta mínimo como para no reconocer cuando puede ser emboscado y asesinado por una pandilla de no menos cincuenta oponentes. Lejos está de ese soldado invisible capaz de perderse entre los matorrales y matar con el borde de una hoja; evidentemente, la vejez no viene sola. Todo comienza cuando su protegida, una adolescente que no parece ni demasiado rebelde ni demasiado difícil de manejar, tiene la inquietud de ir a ver a su padre tras de la frontera mexicana, a pesar de que él mismo ha negado querer tener trato con ella. El bueno de John, que está más verborrágico que nunca, le aconseja que no lo haga, pero luego, en lugar de permanecer alerta y evitarlo, se verá obligado a ir a buscarla temiendo lo peor. El conflicto central pasa por un caso de trata de personas, que no está lo suficientemente desarrollado y ni siquiera luce a sus villanos como para disfrutar de esa tensión necesaria. De hecho cuenta en el elenco con el mítico “Luisito Rey” (Oscar Jaenada), el actor que interpretó al padre del cantante Luis Miguel en su serie y que sedujo a todos con su intrínseca maldad, y fue absolutamente desaprovechado. Lo mismo sucede con Paz Vega, la actriz española que merecía un poco más que los dos casi “cameos” que tiene para lo poco que hace y aporta en ese lugar en el que habitualmente recae un coprotagónico. Pero no sólo allí está el problema, cuentan las malas lenguas que el guión fue reescrito varias veces y el corte final reeditado por pedido del mismo Stallone, que no estaba para nada convencido por el resultado. Y honestamente no queda claro qué lo convenció al final, porque se nota que la película no es más que un pasticho de escenas pegadas en las que nada se construye como debiera. Hasta en Búsqueda implacable el tema de la trata está mucho mejor desarrollado. Quizás si se hiciera un video deep fake colocando la cara de Stallone en la de Liam Neeson todo cobraría mayor sentido. O yéndonos al entorno mexicano fronterizo, hasta Sangre de mi sangre con Mel Gibson tiene mucho más de eso que se necesitaba para resucitar a este ícono de los 80/90. No obstante, hay que reconocer que si bien tarda en arrancar, y todo se aglutina mayormente en la tercera parte del film, que apenas dura 90 minutos, las escenas de mayor violencia nos dan todo lo que esperamos de una película con Rambo de protagonista. Sangrienta, despiadada, con armado de trampas caseras y decenas de víctimas que simplemente merecían caer bajo el fuego o el filo de nuestro recordado soldado favorito. Probablemente a varios les alcance esta suerte de final de Mi pobre angelito versión psicópata asesino vengador, pero eso no deja de pasar por una gran subestimación a quienes venían esperando una última sangre bien espesa y se encontraron con este milkshake de frambuesa.
EN LAS PROFUNDIDADES DEL TEDIO ASFIXIANTE Cuando hace unos años se estrenó A 47 metros con un modestísimo presupuesto que seguramente se basaba en los salarios de Mandy Moore y Matthew Modine como costo mayoritario, y a pesar de tener unos efectos CGI pasables, tuvimos la oportunidad de ver un film medianamente entretenido, de premisa simple, basada en la mala experiencia de dos chicas que quedan atrapadas en una jaula a merced de tiburones hambrientos a la distancia de profundidad que indica el título. A mi entender, la única razón que ameritaba la producción de una secuela como Terror a 47 metros, el segundo ataque, era la relación costo beneficio de la película, por lo cual también volvió a convocarse al mismo director y a reformularse la historia para justificarla, aunque más debiera considerarse un spin-off ya que no tiene conexión alguna con la anterior. En este caso las únicas “estrellas” conocidas en el cast son John Corbett y Nia Long, siendo las cuatro adolescentes que más tiempo pasan en pantalla totalmente ignotas. Desde ya que ese no es el problema, sino la falta de sustento en la historia que mueve a risa sin que sea esa la intención. Todo comienza cuando Nía (Sophie Nélisse) se ve obligada a compartir su vida con una familia ensamblada que armó su padre (Corbett) con su nueva esposa e hijas (Long) en México, lugar en que está trabajando en unas ruinas bajo el agua. La hermanastra de Nia le propone pasar una tarde en ese lugar en el que se puede bucear entre grutas y descubrir verdaderos tesoros arqueológicos. Las cosas se complican cuando merced a un accidente quedan encerradas en esos túneles en los que habitan unos tiburones ciegos que no necesitan de ese sentido para intentar devorar a sus potenciales víctimas. El resto de Terror a 47 metros, el segundo ataque, unos 80 minutos más, sucederá bajo el agua y con las chicas peleando contra la falta de oxígeno que se acaba en sus tanques, y los escualos que parecen más deseosos de asustarlas apareciendo de pronto junto a ellas, que intentando comerlas con unos colmillos que adolecen del mismo problema que tenían los cocodrilos en la reciente Infierno bajo el agua: parecen de goma espuma y no son capaces de dejar secuelas aunque arrastren a alguna de las protagonistas como si fuese un títere. Aunque nobleza obliga, hay que aclarar que la mencionada Infierno… es muy superior. No hay una sola escena que nos pueda parecer el “punto alto” de la realización, ni siquiera la secuencia del final, que se pasa de ridícula con ese torniquete forzado de tres conclusiones en el que ni siquiera arriesgan un sacrificio que “duela” en el espectador, si es que a esas alturas ha podido empatizar al menos un poco con los protagonistas. En resumen, muy poco se rescata de esta producción más allá del escenario paradisíaco y algunos planos subacuáticos que no se ven muy a menudo, como no sea en algún video turístico. En este caso, se recomienda quedarse en la superficie.
BAJO LA LÍNEA DE POBREZA, PERO MEJORANDO Ya tuvimos dos oportunidades de ver al agente Mike Banning jugando a ser el protector ideal y todopoderoso del presidente, que también era casi su mejor amigo. En Londres bajo fuego y Ataque a la Casa Blanca, se trató de Benjamin Asher (Aaron Eckhart) pero ya en esta tenemos el resultado decantado con total lógica de que el sillón (no de Rivadavia como ocurriría en Argentina) lo ocupe Ronald Trumbull (Morgan Freeman), que ya había encarnado al máximo mandatario norteamericano en Impacto profundo y a Nelson Mandela en Invictus. Este dato “de color” (me quedó servida) no sería relevante si no fuera porque el plus que le da Freeman al personaje coincide con la suba en calidad del producto final en cuanto a su realización integral. Es decir, se esmeraron más y dejaron de subestimar tanto al público con las animaciones feas propias de películas de bajo presupuesto como Sharknado. En Presidente bajo fuego la historia va por el lado de una trampa que le tienden al pobre Banning cuando está en plena custodia de Trumbull y se retira para tomar un descanso. La idea es intentar asesinar al presidente y presentar al agente como único culpable. Sí, la historia se parece demasiado a El Fugitivo, cambiando esposa por presidente, pero el punto de partida es ese. El agente, con serios problemas de salud y ganas de retirarse para disfrutar con su esposa (Piper Perabo) y su pequeño hijo, se verá enfrentado a una cacería legal gracias a su condición de sospechoso. Su único aliado podrá ser su padre (Nick Nolte) a quien no ve desde hace muchísimo tiempo y con quien no tiene la mejor relación. Luego no hay demasiadas sorpresas y la trama va por los lugares comunes que uno esperaría: la agente especial recta al estilo Samuel Gerard (Jada Pinkett Smith), el amigo que no se sabe para qué lado patea (Danny Huston, repitiendo un personaje en el que ya se lo ha encasillado) y un presidente a lo Freeman que ya sabemos que es todo lo que está bien cuando suena la marchita. Las mayores diferencias, como mencionaba antes, están en la factura, ya que no tienen un espectáculo grosero en los momentos explosivos, y la acción esté bien coreografiada aunque no se trate de John Wick. La primera escena de acción, que tiene como protagonista a una nube de drones armados, logra la tensión necesaria, que además se hace palpable y real porque esos bichitos pasaron a ser parte de nuestra cotidianeidad y sabemos el daño que pueden provocar al ser manipulados desde el anonimato. Luego el resto es una suerte de caza al estilo gato-ratón que no necesita de mayor despliegue, ya que intenta manejar un poco más el suspenso y el dramatismo que no tienen las otras entregas, y allí es donde quizás se diferencie para mejor, aunque ni siquiera sea necesario ponerse al día con las anteriores de la saga para disfrutarla con moderación.
UNA COMEDIA DRAMÁTICA DESMEMORIADA Un hombre en apuros está basada en un libro biográfico sobre la vida de un director de Peugeot y el cambio drástico que tuvo en su vida luego de sufrir un accidente cerebro vascular, pero uno puede imaginarse muchas otras historias que sin trascender en libros o películas tienen un cariz similar. Mientras la veía llegaban a mi mente películas como Una segunda oportunidad -drama con Harrison Ford en el que un exitoso y desalmado abogado recibía un balazo en la cabeza, que al tiempo que lo incapacitaba para ejercer su profesión lo humanizaba y acercaba a su familia-, La escafandra y la mariposa -en la que el director de un magazine de moda y playboy quedaba cuadripléjico y se reencontraba con sus afectos- y la mucho más reciente Amigos intocables, ya con tres versiones en su haber (siendo la original francesa) con otro discapacitado millonario y poderoso que se reconcilia con la sencillez de las cosas simples de la vida. Lo cierto es que Un hombre en apuros no sale de ese planteo básico del hombre omnipotente, egoísta y a la vez talentoso que se ve obligado a aprender cómo se debe vivir a la fuerza. Y no está mal que se cuente una vez más esta historia, pero atendiendo sus predecesoras e inequívocas referentes, debió ser más esmerada. Nada que decir de la interpretación de Fabrice Luchini en el personaje del director (al que curiosamente me imaginé con un Guillermo Francella en una probable versión argenta), que le dio todos los matices posibles para que resulte creíble, ni de sus compañeros, muy a la altura para que esta comedia dramática quede bien balanceada. Los momentos más divertidos, y también incómodos, son los que registran al personaje intentando hablar luego de quedar con una dislexia de nivel muy grave y literalmente decir cualquier cosa menos lo que su intención requiere con desesperación. Claro que esas “cosas” están muy bien manejadas desde el guión para que los equívocos sean el blanco perfecto de gags que no siempre resultan orgánicos. Luego los episodios dramáticos llegan con la otra secuela de la enfermedad, las lagunas de memoria que lo llevan hasta perderse en la calle estando a metros de su casa, y por último, los más emotivos que tienen que ver con la relación con su hija, con la especialista en lenguaje que tiene una subtrama paralela, y con su perro al que apenas tenía en consideración antes del incidente. En resumen, una historia que tiene sus momentos, que no se hace tediosa amén de los clichés y que alcanza a dibujarnos de vez en cuando, una sonrisa, a pesar de su evidente mediocridad.
LA NOVENA QUE MEJOR SUENA Si tuviese que definir en una sola palabra a la novena producción escrita y dirigida por Quentin Tarantino, esta sería evolución. Y no con esto me atrevo a decir que el director demuestra en Había una vez en… Hollywood una suerte de aprendizaje, sino que pareciera que ha decidido hacer una película que deja un poco de lado el ego para entrar en ciertas convenciones que evitan perder espectadores. Me refiero puntualmente a lo que, en lo personal, más me incomoda en sus películas, como lo son esos diálogos interminables y muchas veces triviales y absurdos, que si bien naturalizan situaciones y le dan credibilidad y humanidad a sus personajes, a la larga se hacen tediosos. Los descubrí y aprendí a disfrutar en Tiempos violentos, los padecí un poco en A prueba de muerte y casi me hacen caer dormido en Los 8 más odiados, en la cual también me molestó la duración de planos y escenas en general. Claro que entiendo que los excesos y licencias que se toma Tarantino se deben simplemente a que puede hacerlo y sus fans lo celebran de modo incondicional. Podría estrenar una película de ocho horas sin cortes y estoy seguro de que llenaría salas con gente que no se despegaría un minuto de la butaca. Y lo sabe. Por eso tengo la impresión de que con Había una vez en… Hollywood va por un espectador más clásico, más convencional, de menos paciencia y también menos complaciente. Y su habilidad radica en que para ello no tiene que descuidar a su audiencia más ortodoxa, porque funciona para todos como un mecanismo de relojería. Había una vez en… Hollywood cuenta algunos años en la vida de Rick Dalton (Leonardo Dicaprio) un actor de cine y series de TV que comienza, quizás, a declinar en su carrera y aún no ha logrado una posición de privilegio que lo haga ser considerado como un ícono de la industria. De hecho el productor Marvin Schwarz (Al Pacino) le ofrece la oportunidad de filmar en Italia una serie de westerns spaguettis para desencasillarse de un rol de villano que comienza a serle cada vez más familiar. Pegado a él está su amigo y compañero Cliff Booth (Brad Pitt), cuya vida transcurre en los lapsos en los que Rick no lo necesita como doble de riesgo, sin que por ello se sienta menos ni le quite personalidad. Mientras Rick decide qué hacer con su futuro y cómo comunicarlo a su empleado, una pandilla de jóvenes reclutados por el clan de Charles Manson pulula por allí sin tener una real conexión con la dupla, ni con sus vecinos, a pesar de habitar en la misma villa. Será la dulce, sexy y desenfadada Pussycat (Margaret Qualley) la que, intento de seducción mediante con Cliff, y exhibición de pies desnudos en alto como podemos anticiparlo en el trailer, traiga el primer atisbo de cruce de historias, entre el ancla de la realidad de los sucesos de aquellos años y la fantasía de la introducción de estos nuevos personajes. Eso mismo y el deambular de la hermosa y Sharon Tate (Margot Robbie), fascinada por su participación en la nueva película del agente Matt Helm a cuya proyección asiste sola, es lo que nos mantiene en suspenso a lo largo de toda la historia esperando lo prometido, sin que en ningún momento aparente ser lo más apasionante del relato. Porque Había una vez en… Hollywood aprovecha para hacer hablar a los próceres de aquellos años, por boca propia y de terceros, como en el cameo de Steve McQueen (Damian Lewis) o las apariciones casi furtivas del director Roman Polanski (Rafal Zawierucha) y Sam Wanamaker (con la perlita de ser interpretado por Nicholas Hammond, el primero que diera vida a Spiderman en la TV). En esas voces Tarantino expone cómo funciona la industria, para dónde va y las incertidumbres de los actores de fama volátil y múltiples inseguridades como Rick. Dalton es un tipo hipersensibilizado, esclavo de su baja autoestima que necesita del reconocimiento para funcionar paso a paso, casi una caricatura de lo que debe ser un actor sin una base emocional que lo contenga de aquellos tiempos y probablemente también de hoy. Cliff, por el contrario, es alguien que deja que la vida lo lleve, que tiene una fortaleza física tan grande como su seguridad y también poca paciencia para aguantar lo que le moleste (la escena que tiene con un Bruce Lee petulante es antológica). En ese punto y en la manera en que se define a ambos personajes, la película cumple en lo que debe tener una buddy movie aunque no lo sea. Incluso coquetea permanentemente con el western, mostrándonos escenas completas del rodaje de uno y, a modo de cajas chinas, sin tampoco serlo, para terminar coronando todo con elementos típicos de un slayer, aunque, desde ya tampoco lo sea. Pero en medio de todo eso, para cuando nos acostumbramos a las desventuras de Rick y Cliff, juntos o por separado, casi que ni esperamos que vaya a suceder lo que históricamente sabemos, porque ya todo es interesante en ese Hollywood de fines de los 60 tan preciso y detallado que nos pintó el director. No será mi función delatar qué tan apegado es a la realidad de lo elegido como anécdota, pero bastará con recordar lo que hizo con Bastardos sin gloria como para saber que todo es posible en las implicancias (hasta verlo a Dalton quemando nazis con un lanzallamas en una auto-referencia brutal de la nombrada película). Había una vez en… Hollywood no es épica en el sentido estricto de la palabra, ni siquiera completa un “camino del héroe” que sirva para pintar el aprendizaje de un personaje heroico o falto de heroicidad, es una aventura pequeña en un marco inmenso y con un desenlace que no decepciona en absoluto. Lo importante, lo esencial, es que de ninguna manera es una más de la filmografía tarantinesca. Tiene todo para serlo, pero no le sobra nada, lo cual a veces parece el resultado de un corte de productor para que “funcione” en todos los targets. Y curiosamente y como pocas veces ocurre cuando se aplica, lo hace de maravillas. Y si esta no es la cereza del postre en la filmografía de Quentin Tarantino, no puedo imaginar qué nos espera en la décima (prometida como la última), que no puede dejar de serlo elevando la expectativa como solo sabe hacerlo el director.
A LAS ARMAS LAS CARGA EL BABA YAGÁ Por mucho que se llegue tarde a este fenómeno casi instantáneo que es John Wick, no puede dejar de recomendarse que se arranque por la primera parte y no se omita la segunda. No porque el desarrollo argumental sea demasiado intrincado, sino porque es la forma de justificar la escalada de violencia y de sentir que el personaje ve cómo el peligro lo va invadiendo de manera sofocante, a pesar de su natural “sobrehumanidad” para enfrentarlo. De todos modos no está demás poner en situación al espectador que por alguna razón decide comenzar por esta tercera parte omitiendo las anteriores. John Wick (Keanu Reeves) es un ex asesino a sueldo, parte de una organización internacional, que en determinado momento colgó los guantes para casarse. Luego enviuda y cuando parece que podrá sobrellevar la soledad y el dolor con un pequeño cachorro, regalo póstumo de su moribunda esposa, el hijo de un mafioso local decide matar al animal y robar su auto por puro entretenimiento. Wick no tiene otro remedio que regresar con todo y desatar un infierno, porque él no era un asesino más o como le decían algunos “el hombre de la bolsa”, sino a quien llamás para matar al hombre de la bolsa. La segunda parte, que comienza unos días después que la anterior, ya se encarga de desplegar toda la mitología y trasfondo del universo de este personaje y lo coloca en un punto de no retorno, aquel el cual será “excomunicado”, lo que significa que su cabeza tiene precio y ni siquiera tendrá un lugar como terreno neutral para no ser atacado, a la hora que sea. Y allí es, minutos después de que concluya esa historia, que arranca Parabellum, con un John Wick corriendo bajo la lluvia con su nueva mascota, y esta vez por su vida. Y quizás esa sea una de las novedades en cuanto al perfil de estos asesinos que no tienen nada que perder. Wick ha perdido a su esposa, al perro que le regaló y luego a su condición de retiro pero no se rinde. Esta vez lucha por su vida y lo que intenta es sobrevivir, aunque se agregue también como motivación, el desmantelamiento de la Organización de la Orden Suprema que regentea a los Continentales, una cadena internacional de hoteles -de la que se viene una serie- cuya finalidad principal es la de albergar a esta casta de asesinos tan particulares sin que puedan agredirse ni hacer correr sangre en alguno de ellos cuando se encuentran alojados allí. Claro que la travesía de JW no se limita a Nueva York, en donde cada persona, por inocente que se vea, parece pretender el premio de 14 millones de dólares por su cabeza, sino que también viajará en busca de un salvoconducto. Y bajo esas condiciones es que irá tocando a esos secundarios que vemos de gran nombre, como Anjelica Huston o Halle Berry, cuyos personajes son bastante reducidos en participación, casi como armando historias breves o etapas de un videojuego. Lo cual transforma esta fiesta de acción en algo que también se parece a una aventura. No hay demasiado de nuevo en las coreografías de acción, aunque se agradece el agregado del humor y la creatividad en las maneras de matar que tiene Wick. En la segunda parte se comenta que en un bar mató a varias personas sólo con un lápiz, pero nunca anticiparon que lo veríamos usar a un caballo de escopeta o a un libro de hacha, entre otras cosas tan creativas como hilarantes. Las carcajadas vencen al morbo de lo sanguinario de las ejecuciones, al punto que un fan hizo un conteo por el cual descubrió que John Wick mató a más personas que Michael Myers de Halloween y Jason Voorhes de Martes 13 juntos, en todas sus sagas. Y lo peor de todo, es que no nos resulta excesivo. Pero también hay que reconocer que las relaciones entre personajes son otra perla en sus rápidos ida y vuelta, como los que tiene el propio Wick con el gerente local del Continental Winston (Ian McShane) o Bowery King (Laurence Fishburne), que van de la lealtad a la traición y viceversa con una facilidad pasmosa. Y así es como, merced a la rapidez con que se dan vuelta esa clase de relaciones, nos encontramos con un final que sorprende pero que sube aún más la vara, como si se pudiera. Los riesgos de aquí en más son grandes al haber renunciado a cerrar la trilogía, aunque los fans de la saga ya dejaron las pretensiones de lado porque claramente, sólo quieren divertirse.
QUEMÁ ESAS CARTAS DE UNA VEZ Pocas veces puedo calificar, y con lo que me resisto a hacerlo, a una película con una sola palabra. En este caso no puedo menos que decir que Los papeles de Aspern me resultó insoportable desde sus primeros minutos. Puede que la clave para que esto suceda haya sido la exasperante sobreactuación de Jonathan Rhys Meyers, que por momentos parece un Derek Zoolander del siglo XIX. Pero no lo responsabilizo en absoluto, ni a él ni a la pobre Joely Richardson, que hace lo que puede con su estereotipado personaje, o a la sólida Vanesa Redgrave que no necesita más que un par de gestos para dotar de intensidad a la escena. La culpa la tiene el director debutante Julien Landais, que no dota a la historia del ritmo necesario como para que despegue y se transforme en el drama romántico que debió haber sido, o en el thriller erótico y transgresor en el que se pudo haber convertido. Lejos de eso, Los papeles de Aspern es un melodrama cuyo mayor enigma es el recurso menos interesante de la historia de los poetas muertos y por nacer. Todo comienza cuando Morton Vint (Meyer) visita a la dama de sociedad Juliana Bordereau (Redgrave) quien vive con su sobrina Tina (Richardson) y les pide alquilar parte de su mansión para escribir poesía y cultivar sus descuidados jardines. La dueña de casa acepta luego de pedir una buena suma de dinero, pero desconociendo el real motivo de Vint. El caballero quiere, en realidad, obtener las cartas del poeta fallecido Jeffrey Aspern, que presuntamente están en custodia de la que fuera su amante. Y a partir de allí todo será un escarceo entre Vint y Tina, la cual sucumbe lentamente a sus galanteos pero sin dejar de estar a la sombra de su dominante tía, que prefiere manejar todo desde las sombras y con el mayor recelo. El problema pasa porque los diálogos son tan rígidos, tan poco orgánicos, tan de obra de teatro de secundaria que pueden hasta resultar divertidos, aunque apenas alcance para una mueca. Y como las situaciones tampoco avanzan ni logran encausar el interés, que no rebasa la obsesión de Vint por obtener esas cartas, todo se hace pastoso y hasta excesivamente extenso a pesar de los 90 minutos que dura el largometraje. Henry James es uno de los escritores más influyentes de su generación, y gran inspirador de parte de la producción audiovisual desde que se inventara el cine. De hecho ya casi hay una docena de títulos que han sido llevados a la pantalla. Su Otra vuelta de tuerca ha sido adaptada y plagiada hasta el hartazgo con disímiles resultados, pero nunca pasando desapercibida. Claro que puede intuirse que Los papeles de Aspern no tienen ni por asomo el mismo grado de interés de la anterior, pero no sería justo adjudicarle a esta película el mal de la elección de su fuente de inspiración. En definitiva, sin ánimos de adelantar lo que le deparan a las cartas del pobre Aspern, solo me resta decir que el enigma prometido puede ser todo lo que se imaginen, menos interesante.
SECUELAS DEL PASADO A veces me pregunto si la madurez en la evolución del cine actual se corresponde con la del espectador. Porque no se puede estar todo el tiempo viendo hacia atrás e intentando revalorizar esas películas que hicieron historia como lo fue la saga de Rocky -al menos hasta su cuarta entrega- y colocarlas, primero por un tema nostálgico y luego cualitativo, en un pedestal al que se hace muy difícil llegar con la oferta de hoy. El tema es que no son las añoranzas personales del espectador promedio, sino los gestores y también partícipes de aquel cine, que quieren hacernos volver a llenar sus bolsillos con los mismos recursos que utilizaron entonces, pero por demás de pasteurizados. Y se los dice alguien a quien no le incomoda ver entregas de nuevas sagas a las que muchos consideran infumables y encontrarles algo de magia. Me acaba de ocurrir con la maravillosa Bumblebee a pesar de que Michael Bay me hizo desarrollar una suerte de alergia muy agresiva a todo lo que llevase Transformers como título. Y hago mención a esto porque lo mío no va ni por el lado del prejuicio ni por las expectativas, Creed 2: defendiendo el legado es una película mediocre, olvidable y que desperdicia recursos valiosos que, bien utilizados, hubiesen hecho aullar de emoción hasta a un espectador poco exigente. La primera entrega (Creed) tenía ese estímulo de ver de nuevo a nuestro Rocky Balboa cerca de un ring, y si bien la nueva estrella a la que acompañaba estaba lejos de ser un personaje entrañable, su background bien tramado y construido a partir del emblemático Apollo Creed, fue bastante acertado. Incluso tuvo sus momentos, tal vez demasiado ostentoso y sobrevalorado el plano secuencia de la pelea, pero aún así el viejo “Rock” hacía que valga cada momento de su aparición en pantalla para reflotar al poco carismático Michael B. Jordan, que no tiene ni para empezar a capturar el brillo del Creed original, Carl Weathers. Y en Creed 2: defendiendo el legado esos problemas de falta de empatía y de seducción del personaje central se agudizan. Porque para traer a Iván Drago al ruedo no sólo hace falta la excusa de un deseo atrasado de revancha. Eso bastaría como disparador, pero nunca como motor principal de una historia floja y remanida, de guión perezoso y recurrente. Si Jordan tiene poco carisma en relación a su “padre”, el hijo de Drago es una piedra con respecto al suyo. Y no hablamos de dotes actorales, sino de presencias que atemorizan, que roban cámara, que hacen pensar que al contrincante que le coloquen en frente, hay que ir tallándole la lápida para no perder un segundo de tiempo. Ivan Drago era eso, no sólo desde lo imponente de su físico, sino desde su mirada, desde un rostro esculpido por la madre Rusia. De hecho Rocky 4 valía la pena sólo por los cruces de miradas entre ambos contendientes. ¿Ven algo parecido aunque sea en el poster de Creed 2? Ya sabemos que el contexto histórico era otro y eso ayudaba, pero eso no quita que el mérito del director de casting de ese entonces fuera cien veces superior al actual, dados los resultados. Y si en 1985 eran ese asesino implacable en el ring y el tipo que ganaba con el corazón, y que como motivación debía, nada más ni nada menos, que vengar a su amigo, hoy son dos actores mediocres, sin alma, que juegan a recrear un show de músculos brillosos que sus predecesores ya no pueden lucir. Y con una historia que no hace más que repetir esquemas. El boxeador falto de motivaciones que tiene otras cosas en la cabeza y el que viene de afuera a llevárselo puesto porque tiene objetivos claros, la esposa que sufre pero lo banca a pesar de las idas y vueltas, el tema de la paternidad como para darle el toque sensiblero. Como contrapunto se muestra la frialdad del oponente ruso y esa relación singular de su famoso padre con la madre de su hijo, cuya aparición no tiene más sentido que el de apelar a la nostalgia del seguidor de la saga previa. No voy a decir que no me produce una alegría enorme ver a Stallone haciendo el personaje que le dio su carrera, una vez más y a más de 40 años de estrenarlo, pero este legado no le hace justicia. No lo modifica en el recuerdo, no lo hace crecer en la memoria. No suma más que divisas y se nota. Intuyo que si un Michael Jordan debe quedar en el recuerdo, hasta ahora es esa bestia del básquet que supo flirtear en el cine con Space Jam, y no quien encarna a este boxeador que lo único que logra es que se extrañe cada fanfarroneada de Carl Weathers jugando a su Apollo Creed hasta el golpe que le diera el final. Por favor, no defiendan más legados, que saben hacerlo solos.
WIFI CON CONTRASEÑA SEGURA Cada vez que se estrena una película cuyo espíritu es la cultura retro, aunque en definitiva intente el reensamblaje y conexión de la nostalgia con los nuevos tiempos y tecnologías, me pregunto cuándo nos cansaremos. La respuesta es simple porque eso sólo puede suceder si la película en cuestión es sólo buena o mediocre en su alcance. Si se piensa en productos como Stranger things, por ejemplo, se sabe que no es sólo el revival de situaciones, modas, música y peinados, sino la esencia de la historia, el desarrollo de los personajes, el misterio de sugerir algo que es mejor no revelar al completo porque ese mismo suspenso que nos atemorizaba en el pasado, sigue funcionando hoy, aunque hayamos intentado taparlo a puro gore de acción e imágenes vertiginosas. Y con Wifi Ralph inequívocamente sucede eso, la historia es simple pero muy bien escrita, con una relación de amistad entre dos niños (personajes de videojuego en realidad) de una pureza infinita pero puesta en riesgo por su propia evolución individual, por la concreción de vocaciones y anhelos que son más que identificables para cualquiera en todos los aspectos de nuestra vida real. Incluso la historia se da el lujo de no tener villanos terribles o monstruosos, de crear una polaridad que genere tensión, porque lo que sucede en esa “internet wifi” tan particular en medio de routers y cables, es tan desconocido pero familiar a la vez, tan vertiginoso, volátil y peligroso pero tentador, que para ellos, para Ralph (John C. Reilly) y Vanellope (Sarah Silverman), no deja de constituirse en un tobogán de emociones que los empuja a la aventura constante. Y nosotros disfrutamos mientras tanto, de la galería de referencias a las aplicaciones y sitios que más usamos en internet y sus comportamientos “bobóticos” y a los personajes de Disney que aparecen en cameos constantes que son tan efectivos publicitariamente, como divertidos en el recurso. Pero retomando el sentido de la propuesta, Wifi Ralph es un divertido viaje en el que las despreocupaciones irresponsables de estos dos, se unen en una buena causa luego de que Ralph ponga en riesgo la continuidad de Vanellope en su propio juego. Un comedido que salió mal, y que en principio el grandote minimizó porque, en definitiva, ya se había acostumbrado a ser un desempleado, y esperaba que la pequeña también lo haga. Como no fue así, esa incursión en la novedad del Wifi les abre un mundo increíble en el que, desde ya, dejarán su sello. Entre los secundarios destacados está la piloto experta Shank (una Gal Gadot digital que nada le puede envidiar a su inspiradora) cuyo entorno, en ese peligroso juego de carreras que seduce a Vanellope, es una pesadilla por demás de disfrutable, además de desatar el conflicto. Y la cotidianeidad por sí misma, de lo que puede suceder entre dos personas que se prodigan afecto cuando deben comenzar a ocultarse cosas y a guardar secretos para evitar herir susceptibilidades. Tan infantil y tan adulta es a la vez esta Wifi Ralph, que hasta debería agradecérsele esta mano que le puede dar a más de uno en cuanto a cómo manejar las relaciones dejando el egoísmo de lado. Y no es autoayuda pero sí un tirón de orejas a la manera en la que estamos viviendo, que resulta difícil de objetar como lección, más allá de lo divertido que resulta aprenderla.