Cuando mi nombre ya no exista.
Miguel Abuelo fue un genio. De algún modo, el documental de Sergio “Cucho” Constantino y Eduardo Pinto dice eso y también establece, de paso, un credo conmovedor a través del cual es posible leer con cierta transparencia un mito de origen del rock argentino. El rock se hace con estilistas de la vanidad y el coraje, como Miguel: hay que saber curtir la ansiedad caminando sobre una cuerda floja (o nos matamos o ganamos, después vemos); hay que surfear los vaivenes del azar y sacar la cabeza a tiempo, boqueando para no quedarse sin aire. Tanguito, por ejemplo, que casi no dejó obra, no se privó de lanzar dulces alaridos que apuntaban sólo al futuro, convirtiéndose acaso en el perdedor más hermoso del rock de estos lados.
En cambio Miguel Abuelo estaba llamado a producir. El músico, objeto central de esta película, parece acceder al rock de sopetón, como saltando cercas desde un arrabal, y no termina nunca de amoldarse del todo al protocolo de la “música beat”, como se la llamaba a mediados de los años sesenta. “Creíamos que era un cantor de folklore”, dice alguno de los entrevistados, certificando la naturaleza esquiva, casi incorpórea del homenajeado. Buen día, día gira alrededor de un fantasma: el fantasma de Miguel Abuelo, que era un personaje difícil de asir, que tenía pocas pulgas y a la primera de cambio disolvía grupos y se mandaba a mudar, cambiando de estilo musical y de aspecto. Pero lo malo es que prácticamente no hay imágenes del músico, como casi no las hay de los comienzos del rock en la Argentina. Los realizadores suplen esa ausencia con fotos borrosas, con tomas de actuaciones que se cortan, con animaciones pespunteadas de arrebatos psicodélicos más bien infantiles y, bastante lógicamente, con entrevistados: desfilan Spinetta, Alfredo Rosso, Pipo Lernoud, Juan Alberto Badía (responsable de gran parte del material exhibido en la película), muchos de los músicos que lo acompañaron en las distintas formaciones de Los abuelos de la nada y su mujer de casi toda la vida, la madre de su hijo Gato Azul.
Pero afortunadamente hay audios, detalle nada despreciable si de lo que se trata es del retrato de un músico, aunque en este caso lo que le toque es hablar. Ahí sí, la voz de Miguel, extraída de entrevistas radiales o de grabaciones destinadas a reportajes para medios gráficos, se convierte inopinadamente (siempre se espera poder ver perfomances en vivo de un artista de rock, y aquí hay algunas, pero no son suficientes) en el motivo principal de interés de la película. Volvemos al principio: Miguel Abuelo en sus propias palabras parece habitar como ninguno otro ese ballet febril del rock en sus comienzos; esa tierra yerma en la que uno, casi sin darse cuenta, se encontraba con un contrato discográfico en la mano y ya podía ir pensando en pedir medialunas para acompañar el café con leche. El relato de cómo Pipo Lernoud y él se hicieron con ese primer contrato de grabación es verdaderamente exquisito y está atravesado por una gracia feroz. Otra vez: Miguel Abuelo ejemplifica ese carácter pionero de lince, de “náufrago” arrebatado ante la primera oportunidad que se presente. Sus lecturas salteadas, de un enciclopedismo brutal, quizás muy sesentas, se combinaban magistralmente con el desenfado más absoluto, cuando no con la simple desfachatez y hasta con una valentía física a la que su proverbial contextura de bailarina no parecía hacer mella. La película de Constantino y Pinto muestra a una persona extraordinaria en un contexto que también lo es.
Claro que las aventuras de este músico singular e irrepetible no terminan en aquellos años mozos: mediante el testimonio sobre todo de su mujer se intenta reconstruir su larga estadía en Europa, el vital nomadismo que lo llevó por Inglaterra, España y Francia; la grabación de su elegante e inclasificable disco francés (¡pero cantado en castellano!) bajo el título de Miguel Abuelo et Nada, y la prolongada temporada en una cárcel también francesa. Pero la película parece fijar domicilio, quizás a su pesar, en esa zona entrañable, dulcemente tormentosa de los comienzos. A la manera sanguinaria de una flor salvaje, sin el menor requiebro, Miguel pareció vivir hasta el fondo, sin miramientos. El documental le hace justicia sólo en parte, un poco apremiado por la escasez de material disponible, pero termina comentando, medio como sin querer aunque con una devoción que tiembla en cada plano y en cada fragmento sonoro, el perfil invencible de la década que alumbró el rock en nuestro país.