La libertad en la sangre
Documental que rescata, con justicia poética y amplitud creativa, la figura de Miguel Abuelo.
Sobre el final de Buen día, día leemos en un pasacalles: Todo lo que ata es asesino.
La frase, incluso más certera que bella, o tan certera como bella, de la canción Oye niño , nos libera de la inmensa lista de sustantivos y adjetivos con que se suele evocar a Miguel Abuelo. Nos habla, también, del modo en que vivió y murió. Y además, del documental con que Sergio Costantino y Eduardo Pinto le permiten otra módica victoria sobre la nada. Abuelo se merecía este tributo, un tributo sin solemnidad: ambiguo, rabiosamente lírico, sin afán de nostalgia ni oscuridad, festivo y libertario.
A pesar del clasicismo de su cronología narrativa y de sus cabezas parlantes, Buen día...
se permite el vuelo cinematográfico, la nota disonante, lo fuera de norma. Sus imágenes no son simples ilustraciones de un guión; su montaje está trabajado a modo de collage por momentos psicodélico; su relato es reordenado o quebrado por la inclusión de Gato Azul, hijo de Miguel Abuelo, que atraviesa una vacía madrugada porteña en moto, en blanco y negro, como si buscara rastros de su padre. Es claro que el duelo no está hecho: “Mi padre fue un genio y un desastre. Me faltó darle una buena paliza antes de que falleciera”, dice Gato, con media sonrisa joven y triste.
Lo principal: la voz en off de Miguel Abuelo, extractada de viejas entrevistas, es la que va narrando la película, su vida. Un efecto envolvente, intimista, exquisito, estremecedor, como el que Rodrigo Espina usó/construyó en Luca Prodan , otro gran documental. ¿Podrían los realizadores de Buen día...
haber prescindido de las otras voces? La respuesta es otra pregunta: ¿para qué, si tienen peso propio? Spinetta dice que su poesía no existiría sin la de Abuelo; Calamaro lo llama Mi trampolín, y compara su despliegue con los de James Brown o Mick Jagger.
Recordemos que, sobre los escenarios, Abuelo fue atacado por parte del público de rock. Este fascismo, constitutivo de tantos argentinos que -para peor- lo niegan, parece muy lejano: no lo es. En todo caso, en aquellos tempranos ‘80, Abuelo sacó pechito, alzó el mentón y siguió adelante, eléctrico, con su música ecléctica, su coraje callejero, su (sólo) aparente levedad vanguardista, su envidiable libertad interior, su lección involuntaria.
La imagen de su párpado cortado por una pedrada del público, la sangre rodando mejilla abajo como una lágrima roja, mientras seguía cantando, aparece como una pincelada: un síntoma, un emblema, una sutil y contundente alegoría.
El documental crece con la participación de Krisha, la viuda de Abuelo, la que vivió un romance tormentoso con él, la que dice extrañarlo porque él fue -y lo dice tras un largo silencio, en el que no condesciende a la emoción- gente como uno . El inflexible asfalto que recorre Gato Azul va dejando paso al dúctil mar meciéndose. Y en él, con él, las cenizas de Abuelo, libre, como en vida, de toda atadura.