En el marco del reverdecer del cine coreano de los años 90 apareció una cita recurrente en las películas: la masacre de Gwangju, un hecho de represión estatal contra la población civil que dejó una fecha indeleble en el calendario coreano, el 18 de mayo de 1980. Dentro de aquella camada de directores entre los que luego destacó Bong Joon-ho gracias al éxito de Parásitos, el más veterano y el que –paradójicamente- entró más tarde al cine fue Lee Chang-dong. Había sido poeta y novelista, pasó brevemente por la función pública como Ministro de Cultura, y como cineasta exploró la ficción como materia reflexiva sobre el pasado de su nación. Su segunda película, Peppermint Candy (1999) –conocida por estos lares gracias a su paso por Bafici en 2011- tenía como enclave traumático de su protagonista aquella tragedia que había dejado tantos muertos y desaparecidos. La memoria era tanto un acto de reparación como de rebelión y justicia.
Un cineasta como Im Heung song, nacido en Corea del Sur 15 años después de Lee Chang-dong, recoge las mismas demandas. La necesidad de lidiar con los traumas sociales del pasado como tarea obligada del presente. Y la concreta a través de dos caminos: el primero, una reformulación del documental que aspira a tensar sus componentes sin un hilo conductor que guíe la interpretación sino liberando al espectador a un personal recorrido por las imágenes; y el segundo, la internacionalización de aquella tragedia en otras que replican su accionar y profundizan sus efectos. Buena luz, buen aire condensa en su título esa estructura espejada que propone la película entre la realidad coreana y la argentina: dos ciudades en los extremos del globo que han vivido procesos traumáticos de los que todavía quedan heridas.
Gwanjiu, ciudad de luz, fue marcada por aquella represión del gobierno dictatorial coreano con un saldo de miles de muertos, desaparecidos, familias destruidas, un esqueleto edilicio que parece atesorar esa memoria. Ante la erosión del olvido, familiares de las víctimas y sobrevivientes quieren afirmar allí su memoria. El espejo es Buenos Aires en Argentina, donde lo ocurrido en la última dictadura revela un proceso complejo que reivindica la memoria, la verdad y la justicia también en las voces de quienes lo han vivido y no lo han olvidado. Im Heung song comienza con los espacios, la casa de gobierno en Gwanjiu y la ESMA en Buenos Aires, sigue con los tiempos atesorados en fotografías, objetos, disparadores de recuerdos que sus entrevistados exhiben y analizan, para concluir con las personas, las que han vivido el horror en el pasado y los jóvenes que hoy deciden recordarlo.
El abismo constante en el documental es la dispersión, la sensación de que esas múltiples aristas que desgranan el tema pueden extraviar su unidad. Desde las actividades de un taller para adolescentes que unen a Gwanjiu y Buenos Aires, a las tareas de exhumación de restos por parte de antropólogos forenses, pasando por los relatos de las madres coreanas y las Madres de Plaza de Mayo, la historia asume muchas curvas, habilita excesivos desvíos, sacrifica concentración en virtud de la ambición de incluirlo todo sobre el tema. Pese a ello, lo valioso en la mirada de Im Heung song es el hallazgo de ese otro con quien pensar la propia historia, siempre singular pero también compartida, haciendo de la memoria un camino colectivo.