Todos queremos a Emma Thompson. El paso del tiempo, lejos de apagar su expresividad, ilumina todavía más algunos de sus rasgos y viste de maduro y distinguido encanto la belleza natural de una figura que jamás necesitó ayudas exteriores para lucir siempre hermosa.
Por eso resulta imposible imaginar a cualquier otra actriz en la piel de esa docente viuda, muy flemática y muy británica, que reconoce haber pasado toda su vida adulta sin un solo momento pleno de satisfacción sexual. Como quiere saldar esa deuda decide contratar los servicios de un trabajador sexual (Daryl McCormack) para que la ayude. Al hombre, que se hace llamar Leo Grande, le sobra apostura. Sabe moverse con una mezcla de desprejuicio y discreción ideal para cumplir con los requerimientos de una dama demasiado expuesta en este terreno a la autoflagelación.
Toda la historia transcurre en el interior de la habitación del hotel (condicionamientos de un rodaje hecho en tiempos de Covid-19) en el que Nancy y Leo comparten las cuatro sesiones de esta suerte de “terapia sexual”. Solo salen de allí para una breve secuencia en el bar del mismo hotel que no hace más que acentuar con una carga todavía más forzosa la visible y llana dependencia teatral que tiene la puesta en escena elegida por la realizadora Sophie Hyde.
Todo se hace previsible y, lo peor, cada vez más sofocante en esa atmósfera de encierro que solamente sirve para que los dos personajes, frente a frente, conduzcan sus diálogos de manera inexorable hacia un calculado ejercicio de catarsis recíproca. Un psicodrama que parece responder al armado deliberado de un algoritmo que determina por anticipado cuál es el momento y el modo en que se enuncian y exponen cada una de las culpas, miserias, engaños y simulaciones de este vínculo.
Thompson, que sabe todo lo que hay que saber en materia de actuación, hace un admirable esfuerzo para escapar de tanta planificación. Sabe darle profunda sensibilidad a su personaje cada vez que se anima a provocar a su partenaire o cuando decide volver a protegerse dentro de un caparazón lleno de pudores y cargos de conciencia. McCormack le sigue el juego todo el tiempo con gran desenvoltura. La sinceridad de los dos intérpretes es lo más auténtico de todo el relato. Pero ni uno ni otro pueden frente a un planteo demasiado rígido que parece haber calculado de antemano los tiempos, los ritmos, las reacciones, cada avance y cada retroceso.
El desenlace resulta engañosamente satisfactorio porque, como todo lo demás, es el resultado de una estrategia preconcebida. Todo lo que se insinúa y lo poco que se muestra también parece diseñado de antemano para justificar ese final tan anticipado con el desnudo frontal de Thompson, que en todo este contexto suena más estudiado que natural. Como todo lo demás. Pocas se animarán a repetir lo que ella hace a sus 63 años, pero la gran actriz británica viene entregando desde hace tiempo varias muestras de audacia y valentía mucho más genuinas y menos premeditadas.