Después de nueve años de ausencia, el director australiano de Las aventuras de Priscila vuelve con esta comedia de costumbres basada en una novela de Noel Coward, que tuvo su primera versión cinematográfica en manos de Alfred Hitchcock en 1928, curiosa e inteligente adaptación, pues el maestro inglés la rodó en tiempos de cine mudo siendo una novela articulada en su discurso. Lúdica y liviana, Buenas costumbres organiza su centro narrativo a propósito de la visita del único hijo varón de una familia aristocrática inglesa, quien regresa a casa con su nueva esposa, una norteamericana, no solamente mayor, sino también con una traumática experiencia matrimonial previa. El encuentro entre suegra (Kristin Scott Thomas) y nuera (Jessica Biel, en un papel hecho a su medida) sintetiza una colisión cultural, o más precisamente entre la moral de la época victoriana tardía y otras reglas de conducta, más libertarias y menos tradicionalistas, características de lo que Francis Scott Fitzgerald denominó la “era del jazz”. Buenas costumbres se sostiene en sus diálogos y en la eficiencia dramática de sus intérpretes, aunque por momentos parece convertirse en una obra teatral filmada, algo que Elliott advierte y que intenta conjurar apostando a encuadres menos convencionales y algún que otro plano elegante (la mayoría involucra espejos o, en su defecto, el reflejo de Scott Thomas en una bola de billar). Su humor esquemático y el inverosímil y poco lógico toque edípico de su epílogo, precedido por un ridículo tango argentino, no impiden que Buenas costumbres funcione como un pasatiempo legítimo, sin dejar por esto de ofrecer un bosquejo de la decadencia aristocrática y las consecuencias de la Primera Guerra Mundial en la intimidad de sus personajes.