Cómo tirar toda la casa por la ventana.
Algo más moralista en su desenlace que la primera entrega, la de Stoller y compañía termina siendo una buena comedia no porque funcione como un todo homogéneo, sino porque está cargada con el genoma de la diversión desaforada.
Pasan los años, los actores, los directores y los guionistas, y la Nueva Comedia Americana sigue manteniendo como principal tara la incapacidad de redondear buenas historias en sus secuelas y de construir personajes femeninos sólidos. Lo primero se da porque los universos de casi todos los films son cerrados y redondos, marcando un arco narrativo inexpugnable y cuya autosuficiencia impide volver a ellos sin caer en la replicación (Ritmo perfecto), el redoble de una apuesta humorística de mecanismos ya conocidos (El reportero: La leyenda de Ron Burgundy) o la pérdida absoluta de todas sus marcas de agua (Zoolander). Lo segundo, porque la NCA está en hecha casi enteramente por hombres que, por desconocimiento antes que misoginia, suelen terminar volcándose hacia sus congéneres/alteregos ficticios aun cuando el relato de turno pida lo contrario. Pero también sigue manteniendo la inventiva a la hora de campear todos los estilos de humor imaginables como máxima virtud, yendo de la blancura al absurdo absoluto y de allí a la escatología y a la guarrada más retorcida sin nunca descuidar el slapstick, al fin y al cabo pilar fundacional de todo el género. Con el mismo plantel de la primera entrega delante y detrás de cámara, Buenos vecinos 2 no es la excepción a ninguna de esas reglas. La buena nueva es que el segundo factor gana de taquito, más tranquilo y holgado que la Argentina contra Bolivia.
El amo y señor de la película es Seth Rogen, un tipo que desde su irrupción en la serie Freaks and Geeks a fines del siglo pasado viene construyendo y depurando un mismo personaje insignia: el gordito simpático, bonachón y medio adolescente que dice lo que piensa sin pensar lo que dice. Aquí vuelve a ser Mac Radner, padre de una beba ahora y con una segunda en camino, que junto a su esposa australiana Kelly (Rose Byrne) habían logrado el cierre de la fraternidad ubicada justo al lado de su casa y encabezada por Teddy (Zac Efron, enorme y quizá el único comediante capaz de hacer un chiste buenísimo con cada uno de sus atributos físicos). La endeblez de la expansión se manifiesta en la idea de replicar esa estructura narrativa, con la diferencia que ahora la pareja no combatirá contra los muchachos, sino contra un grupo de chicas que alquilan la casa para una hermandad, primer escalafón del camino a la fraternidad. Esto porque la casa de Mac y Kelly se venderá dentro de un mes, período en el cual los compradores pueden pasar sin previo aviso para ver qué la inversión sea lo que ellos esperan.
Que una de las cabecillas del grupo de chicas tenga todo para convertirse en uno de esos secundarios lustrosos, salvajes y extremos que suelen habitar este tipo de films –es capaz de salir de cabeza por el parabrisas de un auto sin un rasguño gracias a la ingesta de “muchos analgésicos”, como justifica ella– y sin embargo termine relegada hasta casi desaparecer del relato, es el síntoma más visible de que Buenos vecinos 2 no entiende muy bien qué hacer con ellas ni cómo tratarlas. Tampoco parece casual que Shelby, la líder de las chicas, y el film todo, recurran a Teddy (solitario desde que sus amigos crecieron y él no) para convertirlo en asesor y que vuelva a enfrentarse a Mac y compañía. El director Nicholas Stoller (Forgetting Sarah Marshall, The Five-Year Engagement) y sus ¡cinco! guionistas entienden perfectamente que el fuerte del film no es el relato ni las chicas, y apuestan entonces a una comedia episódica compuesta por escenas casi autosuficientes.
La particularidad es el modo en que lo hacen. Esto es, derramando las características del personaje/franquicia de Rogen hasta todas sus criaturas –los agentes inmobiliarios, el policía negro y racista, la decana universitaria–, y también hasta la mismísima película. Así, Buenos vecinos 2 quizá no sea la comedia con los mejores chistes de los últimos años –aunque los tiene y muy buenos–, pero sí la única con unos de tal grado de despatarre e imprevisibilidad que hace de cada secuencia una suerte de buscapié cuyo lugar y momento de explosión son siempre sorpresivos. Ver sino el reemplazo del aceite de bebé con el que untan a Teddy, el remate de la reunión con los agentes de bienes raíces o todas y cada de las apariciones del amigote de Mac (Ike Barinholtz), quizá el mejor secundario de la NCA desde el periodista retardado de Steve Carrell en El reportero. Algo más moralista en su desenlace que la primera entrega, la de Stoller y compañía termina siendo una buena película no porque funcione como un todo homogéneo, sino porque sus células están cargadas con el genoma de la diversión desaforada.