En la misma línea de humor zarpado de la primera, pero con menos eficacia humorística, esta segunda parte encuentra a la familia feliz de Seth Rogen y Rose Byrne a punto de vender la casa cuando un grupo de alocadas adolescentes decide alquilar la de al lado. Ellas quieren armar su fraternidad, fuera de las restricciones sexistas que imponen ciertas reglas universitarias. Así se replica la situación de la primera parte pero esta vez con un grupo de niñas fumonas que hacen fiestas en bikini, por supuesto muy ruidosas. Pero si el argumento es excusa para el humor, los guionistas no logran elevarse más allá de la repetición de situaciones y chistes que vuelven una y otra vez, sin merecerlo.
Todo se ve forzado: el mal gusto insistente para que quede claro que es una comedia loca, las bajadas de línea sobre la igualdad de género, el matrimonio igualitario y lo que significa ser buenos padres, el rol mecánico de los personajes secundarios. Incluso el divertido núcleo de la saga -poner a un matrimonio joven frente al espejo de que ya no lo son más- está aquí tan sobreexplicado que ni los realizadores parecen muy convencidos de sus imágenes (ni de la memoria de los espectadores). El corazón de la película se limita a la presencia de sus buenos comediantes y algunas secuencias físicas con el imperfecto Rogen y el musculoso Zac Efron, los mejores personajes. Ahí sí regala algunas risas esta secuela poco inspirada.