La premisa y un avance pésimo prometían lo peor: otra película de la post-post-Nueva Comedia Americana que deja de lado las locuras pasadas de los noventa para hablar de la inexorabilidad de la familia y sus sinsabores cotidianos. Por suerte, Buenos vecinos no tiene nada que ver con películas como Ligeramente embarazada o las últimas de Adam Sandler. De hecho, la cuarta de Nicholas Stoller realiza algo curioso: se hace cargo de manera explítica de la tensión libertad-juventud/crecer-responsabilidad que parece atravesar una buena parte de las últimas comedias estadounidense. Es como si la propia películas tratara de decirnos: mis personajes ya no pueden ser los dementes, irresponsables, freaks que signaron los inicios del movimiento con Wil Ferrel, Sandler o Ben Stiller y que revivieron algunos años después Jonah Hill, Michael Sera o Seth Rogen, pero tampoco quiero que se transformen en las criaturas adocenadas de Judd Apatow, esas que demuestran apenas algún que otro estallido de rebeldía antes de aceptar resignadamente su destino; o que sean como las del último Sandler, que parecen haber olvidado sus comienzos alocados para encerrarse en el estrecho círculo de la familia y algunos pocos buenos amigos (que traen a su vez a las suyas). Stoller no hace borrón y cuenta nueva, no ignora que la tendencia de la comedia norteamericana más interesante en el presente, salvo excepciones como las películas dirigidas por Ben Stiller o algún ovni inclasificablemente feliz como Este es el fin, es la que encabezan unos cuantos comediantes y escritores que tienen alrededor de cuarenta años y que quieren hablar de la vida en familia, de la rutina, de qué significa ser padres. Buenos vecinos toma esos dos polos y los hace convivir, los pone a discutir, como si de ese debate pudiera salir algo que iluminara en parte el camino de una forma de hacer comedia que fue de lo más radical, novedoso y placenterlo que el cine estadounidense haya dado.
La operación del director es lo suficientemente clara como para que nadie se engañe acerca de su proyecto: a la casa de al lado de una pareja absorbida por los cuidados de su beba y por el día a día, se muda una fraternidad de adolescentes fiesteros. Lo que sigue es la colisión obvia de velocidades, volúmenes y horarios que regulan la actividad de cada casa. Pero el director de Get Him to the Greek (lanzada directo a DVD con el título espantoso de Cómo sobrevivir a un rockero) no se queda en ese choque previsible, porque el guión va mostrando de qué manera un grupo influye en el otro, cómo uno anhela (o teme) la circunstancia del otro. Los diálogos lo plantean de manera explícita, pero hay otras cosas, como el cuerpo de Seth Rogen, blanco, fofo, con kilos de más que trata por sí solo, con la aprobación de su dueño o sin ella, de integrarse en las fiestas y los rituales de los chicos de Delta Psi Beta, como si se activara una memoria muscular de películas anteriores. En el fondo (y no tan en el fondo), él y su esposa se mueren de ganas de estar junto a sus vecinos bailando, escuchando música fuerte, tomando alcohol, drogándose y haciendo payasadas. Mac y Kelly no terminan de adaptarse a su nueva vida familiar (como sí hacen los últimos personajes de Sandler) ni resignan del todo la posibilidad de felicidad en pos de cumplir con un mandato que en otras películas (como las de Apatow) se siente irreversible y se vive como una fatalidad. Kelly y Mac no se rindieron todavía, y la primera escena, con los dos tratando de coger con la beba en la misma habitación, muestra la resistencia de la pareja tanto como de la propia película, que reparte una buena cantidad de groserías en unas pocas líneas de diálogo, reclamando para sí el linaje de la NCA más guaranga y desacatada.
Pero la película no se queda con la pareja, también se traslada a la casa de al lado y explora un poco la vida de Teddy y Pete, los líderes de la fraternidad. Stoller se detiene un poco en los rituales, excesos y vida despreocupada de los iniciados y de los aspirantes como quien mira con nostalgia imágenes de un pasado distante. Las actividades de los Psi Delta Beta bien podrían haber sido el tema de alguna de sus primeras películas, en especial de Get Him to the Greek, donde el músico reventado de Russell Brand se las ingeniaba para arrastrar al tímido de Jonah Hill por los caminos del vicio y el descontrol. Si bien el guión hace foco en la pareja de Mac y Kelly, conforme pasa el tiempo la historia se fija cada vez más en Teddy y lo revela como alguien inmaduro, detenido en el último año de facultad, incapaz de imaginar un futuro o de conseguir un trabajo. La película no oculta su incomodidad frente la situación de cada uno de los grupos y se revela fracturada, casi no pudiendo elegir del todo entre uno y otro. Un diálogo final en la cama y la resolución de la trama, sin embargo, dejan ver que Stoller opta por una de las dos opciones. El director sutura una de las dos grandes líneas narrativas (y morales, y filosóficas casi) que alberga su película y permite que continúe la otra, la única que parece poder aspirar a un futuro verosímil.
Pero el caso es que la película no fuerza ese camino por sobre los demás, no plantea que uno es impracticable y que el otro parece el único posible. La forma en que Mac y Kelly sobrellevan la paternidad es una muestra de que Buenos vecinos no obliga a sus criaturas a elegir, sino que les deja un margen de libertad para madurar y ser padres pero también para hacer pavadas y comportarse como dos adolescentes fiesteros y drogones. Seth Rogen nunca abandona su pose de gigante torpe y miedoso pero de buen corazón, y Rose Byrne puede aunar el rol de madre apetecible (sobre todo cuando saca a relucir todo su acento australiano) y de mujer poco apta para las demandas de la vida familiar, que incluso padece físicamente los signos de la maternidad. El sexo interrumpido y accidentado pero no exento de complicidad y cariño de los dos hace surgir algunos de los mejores gags de la la película. El Mac de Rogen se presta como pocos de sus personajes para el slapstick (las escenas con los airbags son antológicas) y el cruel acoso de los estudiantes también dispara algunos chistes muy buenos, como el de la “Robert De Niro’s Party” en la que no falta un Al Pacino infiltrado. La agilidad con la que la película administra la comedia, un gag tras otro, con diálogos veloces (en especial en los intercambios de Rogen y Byrne) y la colaboración siempre justa de los amigos de la pareja y de los miembros de la fraternidad, le imprime a Buenos vecinos un dinamismo y una gracia que revitaliza el tema y no permite que degenere en una película de tesis sobre el hecho de madurar o en un simple comentario acerca de la importancia de la familia.