Uno de los más sólidos directores de comedia del momento, Nicholas Stoller, ha logrado el gran éxito de su carrera con Buenos vecinos. Una recaudación de 130 millones de dólares solamente en los Estados Unidos, con un presupuesto de sólo 18 millones puede cambiar una carrera para siempre (Stoller venía, además, de un fracaso con la muy buena The Five-Year Engagement, no estrenada en la Argentina). Forgetting Sarah Marshall y Get Him to the Greek son otras de sus comedias también recomendables. Ninguna de esas tres tenía un esquema argumental muy transitado. Con Buenos vecinos, Stoller apeló a la fórmula de los vecinos en conflicto, ya usada muchas veces en Hollywood (Los vecinos, con John Belushi y Dan Aykroyd por ejemplo).
La película trata de una pareja con una bebe y de los que llegan a la casa de al lado, una fraternidad universitaria en plan fiesta sobre fiesta. La pareja está integrada por el canadiense Seth Rogen (uno de los mejores comediantes de la actualidad) y la excelsa australiana Rose Byrne (de Damas en guerra); los vecinos están comandados por Zac Efron. Si Rogen es una fuente abundante de comicidad, aquí Efron demuestra que bien marcado puede ser muy efectivo. Contar detalles argumentales no tiene sentido -ya demasiado adelanta el trailer- pero la descripción del humor de esta película debería hacer notar que hay diálogos cortantes, veloces; chistes sobre y desde los modos de hablar (en eso brillan Rogen y Byrne); humor físico con efecto sorpresa perfecto; crudeza en los chistes sexuales; salvajadas varias en términos de humor con drogas y escatología diversa.
Hay chistes, gags, golpes, tácticas y estrategias en un entramado humorístico elaborado, y la película adquiere velocidades diversas: cuando muestra la guerra entre vecinos es pirotécnica, pero fuera de la batalla y las fiestas la película es menos energética. Stoller sabe manejar diferentes compases cómicos, y al desacelerar evidencia por un lado un defecto (el exceso de música que explica la situación, habitual en tantas comedias de Hollywood) y por otro una virtud: su capacidad para contar una segunda historia por debajo de la primera, tan habitual en la tradición clasicista del cine estadounidense. Stoller decide que su film con más apariencia de ser una mera sucesión de chistes no será sólo eso. A esos chistes, que son muchos y no pocos son extraordinarios, Stoller los dispone por encima de una historia sobre el paso de los años, sobre la expectativas sobre el futuro y, sobre todo, sobre diversos límites y posibilidades.
Esa es la magia de una película como Buenos vecinos: diversión salvaje y escatológica con humor adolescente en medio de una mirada que siempre se sabe adulta. De esa combinación nace una película en la que la risa fuerte y la diversión bestial no dejan de lado la lucidez, incluso cierta amargura. Los grandes cómicos siempre tienen zonas oscuras.
La película propone una excursión a algunas de las idiosincrasias más polémicas del sueño americano (el suburbio como encierro doméstico y barrial y la fraternidad como encierro en la adolescencia eterna), las hace chiste y desde el chiste presenta no una sino dos pinturas generacionales, las definidas por los Batman de Michael Keaton y Christian Bale.