LOS OJOS DEL AUTOBOT
Hay que reconocer que la vara que tenía que superar Bumblebee era muy baja: de la mano del infame Michael Bay, la saga de Transformers ya había nacido, desde su comienzo, ruidosa, prepotente e inconsistente; nunca había aflojado en esa tónica (salvo en contados pasajes, como el prólogo de El lado oscuro de la Luna); y había alcanzado cumbres de aturdimiento, berreteada y aburrimiento en El último caballero. Por eso que al film de Travis Knight (que venía de dirigir la estupenda Kubo y la búsqueda samurái) no le cuesta mucho imponerse como la mejor entrega de la franquicia, con un puñado de decisiones lógicas e interrelacionadas.
La primera es concentrarse, esencialmente, en los personajes, o más precisamente, en el dúo protagónico: el Autobot Bumblebee, que escapa de Cybertron rumbo a la Tierra con instrucciones de Optimus Prime para instalar una base aliada, pero perdiendo la memoria en el camino y encontrándose por accidente con Charlie (Hailee Steinfeld), una joven que luego de perder a su padre trata de sobrellevar su solitaria adolescencia dedicándose a la mecánica amateur y ahorrando dinero con un mediocre trabajo de verano. El cruce entre estas personalidades marcadas por la pérdida y la dificultad para expresarse (literal y psicológicamente) es el foco central de la película, que se va configurando como una reversión apenas ajustada de relatos como ET, Los Goonies, El gigante de hierro y hasta Super 8, con la década del ochenta como referente.
Las siguientes decisiones vienen de la mano de la primera: configurar una estructura narrativa mucho más simple y directa, sin demasiadas complicaciones vinculadas a la mitología de los Transformers o hechos puntuales de la historia mundial, donde lo relevante es el cuento de amistad, aprendizaje y crecimiento; y establecer unos pocos pasajes marcados por la espectacularidad, con una selectividad que alienta una preocupación por armar una puesta en escena consistente (de hecho, es la primera vez que en una película de la franquicia podemos entender las peleas y escenas de acción).
Las ambiciones de Bumblebee como película son pequeñas y su relato en cierto modo funciona como una recopilación de viñetas típicas de las aventuras de ciencia ficción de los ochenta: el grupo protagónico marcado por la amistad y la lealtad; el núcleo familiar un tanto distante pero en última instancia empático; la banda de jóvenes populares despreciable y fácilmente repudiable; el poder militar amenazante; los antagonistas despiadados; la otredad con la cual se encuentran puntos de contacto; la banda sonora capaz de pintar una época y diversos estados de ánimo; el humor marcado por lo físico y destructivo (hay una escena donde se demuele un auto que es notable); y claro, el recuerdo y la carga de lo que se perdió o está ausente. La diferencia puntual parte del hecho de que el personaje principal es una mujer (que, hay que decirlo, se maneja en contextos marcados por la masculinidad), a la que Steinfeld le otorga la humanidad exacta desde su mirada y gestualidad.
Pero lo femenino sería apenas un gesto para la tribuna si el film de Knight no exhibiera una real preocupación por lo que está narrando, en vez de ser una mera acumulación de estereotipos estéticos y genéricos. Ese cuidado a veces se expresa de maneras sutiles, que van más allá de lo discursivo, compensando aquí algunos baches narrativos o personajes algo desdibujados. En este caso, la sutileza expresiva va por el lado de los ojos, particularmente en los del Autobot amarillo: de un brillo celeste y fulgurante, atraviesan una variedad de emociones que crean una empatía instantánea por un guerrero que no deja de ser un niño. Esos ojos, capaces de decir todo sin recurrir al habla, dicen mucho sobre las virtudes de Bumblebee como película imperfecta pero honesta, y de las potencialidades que se abren para la saga de Transformers.