Un verano con la vitalidad y el desconcierto de una adolescencia que se acaba, o situada justo en ese momento donde los juegos de la infancia empiezan a ser recuerdos nostálgicos de un pasado idealizado. A sus diecisiete años, Isaac se aleja de la escuela para iniciar una serie de desventuras ínfimas, pero sin rumbo y sin mapa, sellando su amistad con Ben y su novia, Lila. La ópera prima de Zach Weintraub retrata la luz de un verano iniciático, pero sin ningún énfasis, a través de un blanco y negro que logra velar todo el sentimentalismo, pero no sustrae el valor de la emoción de la libertad de semejante experiencia. Weintraub hizo esta película tras salir de Tisch, la misma escuela donde estudió Jarmusch (cuyos rastros pueden verse en Bummer Summer como un punto de partida radical). Y en la acertada herencia de síntesis formal, con una narración de depuración visual, se aleja de todo efectismo dramático y estético del cine estadounidense –incluso de ciertos vicios del panorama independiente actual– para ir al encuentro del desafío de un cine primitivamente revelador.