Robo, rehenes y De Niro de taquito
En un momento del film Buenos vecinos, el líder de la fraternidad Delta Psi Beta (Zac Efron) organiza una fiesta de disfraces bautizada “De Niro’s Party”, en la cual los asistentes deben cumplir una única condición: vestirse como algún personaje de Robert De Niro. Que en esta escena aparezcan invitados caracterizados como varios de los roles más icónicos e identificables de la segunda mitad del siglo pasado (Vito Corleone, de El Padrino; Travis Bickle, de Taxi Driver; Jake La Motta, de Toro Salvaje; Max Cady, de Cabo de miedo, y Jack Byrnes, de La familia de mi novia, entre otros) marca el carácter totémico de un actor cuya trayectoria supo ser durante décadas insoslayable. Pero la cuestión cambió entrados los 2000, cuando empezó a naufragar en aguas turbias, amarrando en proyectos en su mayoría de mediocres para abajo. El regreso a los primeros planos que significó El lado luminoso de la vida –nominación al Oscar incluida– invitaba a presuponer un reencauce artístico, pero Bus 657-El escape del siglo, aun sin ser de lo peor que ha hecho en la última década, valida el hecho de que no, que De Niro quizá no esté de última, pero sí que necesita con urgencia un asesor a la hora de elegir sus trabajos.El encumbramiento y posterior descenso conforman un recorrido similar al de Al Pacino. Claro que si el protagonista de Sérpico, Scarface y Perfume de mujer lidia con esta situación virando su carrera hacia la autoparodia mediante la interpretación de personajes delineados a su imagen y semejanza (el cantante venido a menos de Directo al corazón, el actor al borde de la locura de Un nuevo despertar), De Niro lo hace embarrándose en trabajos genéricos que actúa de taquito, alternando roles secundarios con otros protagónicos, siempre repitiendo tics propios y ajenos. Y eso vuelve a mostrarlo el dueño de un casino que le toca en suerte en este desaforado thriller que transpira grasa noventosa durante hora y media.La excusa narrativa recae sobre los hombros de uno de los crupieres (Jeffrey Dean Morgan, el mismo de la muy buena y todavía en cartel En la mente del asesino), obcecado esposo y padre de una nena con leucemia que necesita 300 mil dólares para continuar con el tratamiento. La posible solución aparece cuando un agente de seguridad del casino le proponga robarle unos cuantos palos verdes al jefe. Verdes y sucios, ya que las ruletas y tragamonedas no son sino la fachada de un negocio de lavado de dinero. El golpe, obvio, no saldrá del todo bien, y la banda terminará huyendo y tomando de rehenes a los integrantes de esa variopinta fauna de estereotipos que conforma el pasaje del colectivo del título. Perseguidos por la policía y también por un asistente de Pope, ellos avanzarán rumbo a Texas sorteando barricadas, intentos de sublevación, bajas y demás imprevistos. La situación remite invariablemente a la nunca del todo valorada Máxima velocidad, pero allí donde ella apostaba a una acción continua y creciente, el realizador Scott Mann –sin parentesco conocido con su colega Michael– lo hace por los giros y contragiros de un guión acuoso y abarrotado de situaciones imposibles, sólo aptas para un espectador dispuesto a suspender la credulidad. Sólo así, quizá, también podría llegar a entenderse la presencia del viejo Robert.