Seguramente quedaron maravillados con Buscando a Nemo hace quince años. Está muy bien porque esa película no solo contaba cómo nace un cuento sino que, además, mostraba el grado de locura creativa de los estudios Pixar. Que siguen estando muy arriba respecto de la tecnología y la creación de imágenes, pero que hace bastante que no nos regala personajes tan queribles como los de Nemo, Toy Story o Monsters Inc. Por eso es que estas secuelas (con la deshonrosa excepción de Cars) están dentro de lo mejor que realiza la firma en los últimos años. Aquí la pecesita Dory, que sigue con sus problemas de memoria, recuerda que quizás haya una familia que la está esperando. Se pierde -es claro-, encuentra nuevos amigos y se establece una aventura cuyo molde no es demasiado diferente del film anterior pero se basa, sobre todo, en los personajes. La gran virtud de esta película es asumir que hay un mundo que ya conocemos, que tiene sus reglas -y las respeta-, y que la innovación pasa por ampliarlo en lugar de jugar a algo demasiado diferente. Y los gags funcionan: Pixar mantiene intacta la habilidad de combinar lo dramático con lo cómico en un tono medio que es de dificultad extrema (y que, dicho sea de paso, es el más cercano al “tono” de la vida real). Hay, eso sí, cierto peso alegórico en relación con las diferencias, con no ser perfecto, etcétera, que a esta altura suenan mucho más como una obligación para justificar la diversión que fruto de la trama. Pero el film, como espectáculo, funciona perfectamente.