Es una de esas películas políticamente correctas, que luchan contra el racismo enraizado en zonas de EEUU, como Alabama, hasta donde llega un brillante abogado afroamericano graduado en Harvard, que pudo haber tenido un futuro de éxito y dinero, pero que por convicción decide revisar los casos de los hombres condenados a muerte que no tuvieron una defensa justa, y funda una famosa organización. El se centra especialmente en el caso de Walter McMillian, sentenciado a la silla eléctrica por un crimen que no cometió. Un indignante caso real que insufla al fin la heroicidad de enfrentar al poder y al odio, un David contra un Goliat discriminador e impune. Pero el filme de Destin Daniel Cretton, protagonizado por Michel B. Jordan como el abogado y Jamie Foxx como el convicto, sigue minuciosamente cada esperanza y cada frustración, cada pliegue judicial y nuevo revés, antes de dar con una trama de corrupción y falacia indignante. En ese itinerario largo, hay un compromiso de convicción política frente a un caso que indigna, pero no con un espectador no familiarizado con el caso que se siente abrumado con tanto detalle y tan poco desarrollo dramático de los personajes. Aun así el caso es tan injusto, que impregna de emoción al film y las actuaciones de Jordan y Foxx son muy buenas. Por eso, a pesar del relato tradicional de los hechos, de la extensión del film, tiene los elementos de denuncia, de situaciones que aún persisten, que lo hacen valioso. La organización del protagonista el abogado Bryan Stevenson ha desafiado con éxito 125 condenas a muerte injustas. Por algo el arzobispo Desmund Tutu lo llamo el “Mandela de Estados Unidos”.