Una secuela que cumple con su propósito por obra y gracia del carisma interpretativo de su actor protagonista.
Una cosa quedó clara: cuando los 00?s probaron no tener grandes referentes actorales del cine de acción y ningún candidato aparente para ocupar dicho trono, Luc Besson nos dio dos y bastante inusuales. Por un lado, Jason Statham y su trilogía de El Transportador, que lo único que tiene de inusual es la pelada, y por otro, Liam Neeson, que sí es verdaderamente inusual, principalmente porque a diferencia de la mayoría de los héroes de acción que empiezan su carrera actoral como tales, él ya gozaba de un sólido currículum como excelente actor dramático, interpretó a Darkman, interpretó a Oskar Schindler (siendo nominado a un Oscar por ello), e interpretó a Qui-Gon Jinn, el maestro de Obi-Wan.
De la mano del título de 2008, Taken, una de las muchas historias concebidas por Besson, que por su simplicidad narrativa y excesos grandilocuentes de estética, podría haber pasado sin pena ni gloria y, sin embargo, encontró en Neeson al gran héroe de cine de acción de este nuevo milenio. El actor irlandés tomó un modelo de historia y de personaje, ambos clichados in extremis, y con carisma, con profesionalismo y con mucho oficio involucraron al espectador con la historia y le dio una carnadura dramática que, y en esto hagámonos cargo, Besson solía tener (Nikita, Leon, El Quinto Elemento) pero ya perdió hace tiempo.
¿Cómo está en el papel?
La cosa va así, resulta que Bryan Mills (Liam Neeson) se va a Estambul por laburo (seguridad personal de alguien con mucha guita as always), e invita para una vacación improvisada a su ex-mujer (Famke Jansen), que no está pasando un buen momento con su nuevo cónyuge y a su hija, cuyo nuevo novio le quita un poco el sueño a Bryan. Pero como esto es Taken y no una película de Nancy Myers, algo tiene que pasar. Ese algo son los mafiosos de la primera peli que quieren venganza por lo que Bryan le hizo a sus seres queridos en la primera película.
A nivel guion, el team Besson está concientizado que si llegaron a hacer una secuela es íntegramente por el carisma de Neeson. Así que Besson, y su guionista Robert Mark Kamen (Habitual co-guionista de Besson, y de títulos como Arma Mortal 3) tomaron el mismo molde de la primera película y le hicieron cambios y vueltas, pero estando lo suficientemente atentos al desarrollo del personaje de Neeson, para darle al caballero algo jugoso con que trabajar.
Eso sí, no se puede negar que hay un pequeño intento de tema en la película y ese es el de la confianza. La confianza en el otro, sus ventajas y desventajas, poniendo el acento en la que existe entre padres e hijos. Lo difícil que es dejarlos seguir su camino. Una exposición temática que aunque escueta, alcanza y queda demostrada, a pesar de ciertas inverosimilitudes, en el personaje de la hija de Neeson en un momento puntual del segundo acto. Es un intento chiquito, pero intento al fin, que muchas otras películas dejarían de lado. Aunque, y en esto no hay que ser chantas, tanto en Taken como en esta secuela, el tema es uno solo, claro e indiscutible:
NO SE JODE CON LIAM NEESON. NI EN PEDO LE SECUESTRES UN FAMILIAR PORQUE TE BUSCA, TE MATA, Y HASTA CREO QUE ES CAPAZ DE USAR TUS DIENTES COMO TECLAS DE ACORDEON.
El tratamiento de los villanos me hace acordar a un dispositivo empático utilizado en la película El Pacificador, el de tomar al antagonista y hacernos sentir mal por la tragedia que le pasó, justificando así sus acciones hacia el protagonista. Los que no vieron Taken dicen “Ah, pobrecitos, cuánta violencia que hay en este mundo” y compramos por un tiempo la agonía. Pero los que sí vimos Taken sabemos mejor y decimos “¿De qué pobrecitos me estás hablando flaco? Eran parte de un círculo de trata de blancas y estaban bastante bien armados. Pobrecitos, mis huevos”. Pero más allá de que el espectador esté en uno u otro bando, este dispositivo en apariencia tridimensional se resquebraja y desaparece a medida que avanza el metraje, y el antagonista frase a frase se hunde en el barro de la incredibilidad. Pero hay una frase que cuando se la oigan decir se les va a detonar la irrefrenable ansia de que este “dolido” personaje encuentre un deceso lo más violento posible. Sentís que lo humanizaron al divino botón.
¿Cómo está en la pantalla?
Del mismo modo que en Taken, Besson pone a alguien de su confianza a dirigir; en este caso, al señor Olivier Megaton (nombre artístico de Olivier Fontana, que se puso dicho apelativo por haber nacido en el vigésimo aniversario del bombardeo en Hiroshima), quien ya ha capitaneado dos películas Bessonianas, Colombiana y El Transportador 3.
La estética es lo que se pueden imaginar, muchos planos aéreos, muchos planos por escena; sobreexpuestos, sobreiluminados, con flares artificiales; todos yuxtapuestos por un montaje superhiperquinético pero que acá, así como el París de la primera película, incluye mucho de los paisajes de Estambul.
Párrafo aparte merecen aquellos que están a cargo de las escenas de riesgo. La persecución automovilística en la que Liam Neeson está en un Taxi con la hija estuvo muy bien coreografiada y se pueden apreciar todos los detalles. Pero quien realmente merece un aplauso es el caballero que se encargó de las coreografías de combate mano a mano, ya que supieron dosificar entre los dobles y los verdaderos actores para que creamos que son una misma persona, cuando desde ya hace varios años errores de continuidad como estos no los mosquean ni un poco.
En el plano actoral está todo dicho. Neeson la vuelve a romper y si les gustó en la primer peli, acá también les va a gustar. Famke Jansen y Maggie Grace, esposa e hija de su personaje, están a la altura del desafío pero nada más. Rabe Serbedzija, aquel legendario Ivan Tretiak de El Santo de Phillip Noyce, hace lo que puede, pero su personaje tiene tan poca dimensionalidad en el papel que ni sus mejores intentos para emocionarse sirven para sacar a flote su personaje.
Conclusión
Aunque hay momentos que a los espectadores más exigentes les van a parecer risibles, yo propongo que hay que tomar a Taken 2 con el mismo espíritu con que abrazaron la primera: como una desprejuiciadamente pochoclera montaña rusa de 90 minutos, que tal vez no tenga mucha profundidad u originalidad, pero que vale la pena por la carismática interpretación que propone su actor protagonista.