El título podrá parecer genérico, y si bien su desarrollo narrativo podrá serlo también para los más versados y exigentes, La extorsión plantea una trama de suspenso apropiadamente ejecutada que sigue los principios hitchcockianos elementales del suspenso, en particular aquellos que determinan la diferencia entre cuánto sabe el personaje y cuánto sabe el espectador, siendo este último la prioridad. Esta crítica no apunta a comparar al guionista o al director de esta película con la figura de Hitchcock, pero sí busca dejar claro que ellos dejaron de manifiesto lo imperecedero de las máximas del maestro. La cosa no pasa por imitar o superar al director inglés, sino aplicar sus principios para hacer de forma eficiente un cine que no tenga otra intención que la de entretener, de mostrar esa vida con las partes aburridas cortadas, o más en concreto, esos pedazos de pastel. Una eficiencia que, convengamos, suele ser más la excepción que la regla en el cine nacional. Sin embargo, en su concepción del suspenso es donde la comparativa con el director de Psycho puede llegar a tambalear, porque es en su desarrollo de personajes -o por lo menos, de la forma en la que son presentados- se aleja bastante de la máxima de que el personaje tiene que ser alguien con quien se identifique el espectador, alguien que ellos deseen ser, y dudo seriamente que el espectador desee ser un mitómano mujeriego capaz de fraguar un informe médico como es el caso del piloto aeronáutico que encarna Guillermo Francella. O que por lo menos no se animan a admitir si alguna vez lo fueron. También cabe decir que fue precisamente Hitchcock quien exitosamente hizo que nos preocupáramos si un auto con un cadáver adentro se hundía en el pantano o no. Ahora bien, este no es un concepto único a Hitchcock, sino un concepto general del Drama, que fue abordado por distintos nombres grandes. David Mamet tiene su teoría de las tres preguntas (¿Qué tiene que hacer el personaje? ¿Qué pasa si no lo consigue? ¿Por qué ahora?), pero hay uno más contundente y más breve, que es el aportado por el director Andrew Stanton durante una charla TED en 2012: Make Me Care, que en inglés significa “Hacé que me importe”. ¿Por qué me debería importar que Carlos Portaluppi abra o no la valija de Francella? ¿Por qué me debería importar que Andrea Frigerio se entere o no de lo que hace Francella? ¿Por qué me debería importar lo peligroso que es el personaje de Pablo Rago? Y, la pregunta más importante de todas, hasta podríamos decir la que engloba todas estas en una sola: ¿Por qué debería importarme si a Francella le va bien o mal en lo que desea lograr? Mal que les pese a algunos, La extorsión contesta todas esas preguntas, pero no son respuestas directas, secas y monosilábicas, sino que son estiradas lo suficiente, aportando a la tensión, y es ese estiramiento lo que hace que valga la pena. La rudeza sería un curso de acción a tomar para esta reseña si sintiera que busca redefinir lo establecido por Hitchcock, romperlo o buscarle una nueva vuelta, pero me rehuso a analizar a La extorsión en esos términos porque salta a la vista que no se lo propone. Busca involucrar al espectador con lo que atraviesa el personaje de Guillermo Francella valiéndose de las armas, no diré las más nobles, pero sí las más esenciales para contar una historia. Mis palabras pueden parecer un altar a la mediocridad, pero no puedo dejar de reconocerle a Martino Zaidelis y a Emanuel Diez que tienen muy claro que el entretenimiento, puro y simple, no pasa por la pirotecnia sino por atraer y sostener el interés. No hablemos de aciertos históricos, sino de aciertos y punto, y el de ellos lo es.
El folclore de cada país tiene sus figuras icónicas: Japón tiene al Samurai, Estados Unidos tiene al Cowboy y Argentina tiene al Gaucho. En Gauchito Gil (2020) se plantea la conexión, al menos desde la narrativa cinematográfica, entre estos dos últimos, proponiendo un Western alrededor de una de nuestras figuras míticas. Gauchito Gil: el hombre antes de la leyenda El western, si bien relata un segmento de la historia muy propio de su país de origen, fue uno de los géneros con el cual el cine de Hollywood inició su penetración cultural en el imaginario mundial y que perdura al día de hoy. Presenta conceptos claros: algunos generales, tales como la justicia, la violencia, la redención (no pocas veces en forma de mujer), la culpa por los errores del pasado y la lealtad; y otros específicamente autóctonos como la Guerra Civil Norteamericana, la conquista de un terreno y la confrontación con la figura de los indígenas. Si bien no le rehúye al aura religiosa que rodea a la leyenda, Gauchito Gil (2020) decide contar cómo llegó a serlo valiéndose de los códigos del western, y por ello el resultado es una película bastante dinámica. Se mantiene fiel a los códigos establecidos del género, pero sabe adaptarlos al verosímil histórico argentino donde se originó la leyenda. Acá se reemplaza la Guerra Civil Norteamericana por la Guerra con el Paraguay, las partidas de Póker son reemplazadas por partidas de Truco, el Sheriff es un Policía Gaucho y el paisaje del Monumental Valley cambia por el Litoral Correntino. Hay una clara intención desde el principio de mostrarnos al hombre detrás de la leyenda. No es sino hasta que la película se aproxima a su desenlace que la leyenda como la conocemos hoy, y el aura que la rodea, empiezan a tomar forma. Cabe señalar que el modo en el que muestra a la mujer está más asociado al western revisionista que al western clásico. El protagonista tiene dos intereses amorosos a lo largo del film: una de ellas brevemente desarrollada, pero que cobra más sentido con su deceso a causa de la fiebre amarilla (casi al estilo de la esposa de William Munny en Los Imperdonables); otra que cautiva al protagonista con su actitud y seguridad. Roberto Vallejos se carga el protagónico titular valido de una gran fuerza expresiva, tanto facial como física. Su labor es apoyada por Claudio Da Passano, en el rol de una nada simpática figura de autoridad, y Paula Brasca, en el papel de la dueña de una estancia, al cual la actriz compone con segura austeridad. Por el costado visual, Gauchito Gil (2020) presenta ricas composiciones de cuadro en formato Cinemascope, con el cual se capturan los amplios paisajes del litoral correntino y ajustadas piezas de acción como peleas cuerpo a cuerpo o el conciso tiroteo del tercer acto. Tal desenlace cuenta con una escena final que es la que más poesía evoca de todo el film.
En materia cine, cuando se trata de contar las pequeñas historias, las de nuestra intimidad, las que develan toda nuestra humanidad, resulta un gesto valiente (y de una gran confianza hacia el espectador) el sacarle toda hipérbole dramatizable y comunicar su tema con la más extrema sutileza. Catorce es una de esas historias. Catorce: las aguas del tiempo que separan En un principio, uno podría asumir que la narración puede tomarse mucho tiempo para establecer el quid de la cuestión, y que los personajes no están haciendo mucho salvo hablar y fumar. Sin embargo, esa estaticidad deja de serlo conforme recibimos mas información y conocemos a estos personajes in media res, como si fuésemos observadores parciales de la involución de su amistad. Aunque la relación de amistad entre las dos protagonistas es el foco de la historia, también lo es el desafío que implican los problemas de salud mental que padece una de ellas. También es sobre las distintas parejas que tienen a lo largo del tiempo, al igual que cómo sus vivencias y madurez (o la ausencia de ella) afectan la estabilidad de las mismas. El paso del tiempo y lo que hace con una relación es uno de los temas de Catorce. Es de destacar cómo las acciones de los personajes son las que determinan en qué momento de su historia estamos, más que un calendario en la pared o un recordatorio de los personajes en el dialogo. Es la misma madurez de los personajes la que vemos desfilar a lo largo de la hora de película. Es una historia sobre cómo incluso las amistades más antiguas, más duraderas, pueden evaporarse con el pasar de los años; y no por una decisión consciente, sino por las distintas cosas que los involucrados buscan y las responsabilidades que asumen en ese periodo de tiempo. Sin embargo, los recuerdos quedan, y esos recuerdos pueden volverse bellos al extremo de ser un lindo cuento antes de dormir para sus hijos, o motivar un breve instante de culpa dejándolas pensar que pudieron haber hecho más de lo que hicieron por esa persona amada. La sutileza en el guion cinematográfico de Catorce es complementada por una economía de planos en la puesta en escena, que si bien está al servicio de un trazo escénico bastante estático, queda en ella demostrada la enorme confianza que el realizador deposta en el rango expresivo de sus dos actrices principales. Dichas actrices llevan el peso de la película sobre sus hombros, no tanto por la química de una amistad de varios años que ofrecen y hacen real, sino por la caracterización que emplea cada una por separado. Tallie Medel entrega una interpretación muy contenida que refleja lo retraído de su personaje. Todos sus gestos están milimétricamente meditados. Como si esa mesura nos permitiera ver lo que piensa el personaje, más que lo que hace o dice. Por otro lado, Norma Kuhling, quien interpreta a su alterada amiga, tampoco abandona la sutileza pero planteando una composición más inquieta, incluso explosiva; un lenguaje corporal que nos informa la inestabilidad de su personaje aunque diga que se encuentra bien.
Los vientos de aceptación que soplan en la actualidad afortunadamente son otros, pero también son bastante recientes. El Maestro es una historia que viene a recordarnos algo: aunque la homofobia ha recedido, todavía existe y sigue a tiempo de asomar su corrosiva cabeza. El Maestro: Pueblo Chico, Infierno Grande El Maestro tiene muy en claro su tema; para ilustrarlo, se anima a recorrer avenidas poco transitadas. Es una narración de cocción lenta, donde si bien hay un notorio desarrollo de personaje en cuanto a su protagonista, el acento está puesto en cómo lo ven los demás. Un “pueblo chico, infierno grande” que en realidad pinta un lienzo mucho más amplio: el de toda una nación, el de toda una época que parece lejos y hace tiempo pero en realidad está casi fresca en la memoria. En El Maestro la cuestión de la homosexualidad del personaje no es obvia desde el vamos; no es sino hasta mitad del film, aproximadamente, que nos queda claro. Hasta esa instancia, lo vemos como lo que es más allá de su orientación sexual: un maestro dedicado, que busca sacar lo mejor de sus alumnos, se preocupa por ellos y por nutrir sus mentes. Por otro lado, lo que se desarrolla, lo que se construye progresivamente desde el primer minuto, es el “chusmerío” de pueblo, el “qué dirán” corrosivamente intolerante y puesto en boca de algunos personajes que habitualmente no tienen mucha autoridad moral. Muestra el daño a largo plazo que una mentalidad de colmena puede provocar. El deseo de ilustrar ese daño es lo que hace posible que el mensaje de la película llegue a calar hondo, a pesar de que los personajes no experimentan ningún cambio interno; ese es en cierto modo el punto: mostrar lo que pasa cuando las actitudes negativas de nuestra sociedad no solo no cambian, sino que se normalizan. Es sobre saber reconocer el daño que semejante gesto puede hacer en un niño; condenarlo a vivenciar –y perpetuar– el mismo prejuicio, autoengaño e infelicidad. No por nada, la obra que los niños interpretan en un acto escolar es una teatralización de El Principito, de Antoine de Saint Exupery, cuya frase memorable “Eres responsable para siempre de lo que has domesticado” interpela al espectador sobre lo que mucho que hemos cambiado, lo mucho que todavía queda por corregir y lo que nunca debemos perder de vista. En materia actoral, si la medida sutileza de la película llega a buen puerto, se debe a la fluida y segura labor interpretativa de Diego Velázquez, apoyado por las labores de Ezequiel Tronconi y Ana Katz. En materia visual, El Maestro posee abarcativas composiciones de cuadro en formato Cinemascope, que no pocas veces evocan a la puesta de una obra de teatro. Eso dicho en el mejor de los sentidos, ya que ayuda a plantear la ventana al pasado reciente en el que se enmarca el film.
Que lo primero visto en Canela sea la imagen de una obra en construcción no es una casualidad propia del oficio de su protagonista. Nos tratan de advertir, sutilmente, que lo que vamos a observar es toda una construcción, o mejor dicho, la reconstrucción de una identidad, de la búsqueda de la felicidad. Canela: la reconstrucción del ser Los detalles que en la mayoría de los documentales serían información fría y distante, casi siempre en la forma de una entrevista, encuentran en Canela una manera más fluida y espontanea de ilustrar su punto. Si bien su estilo visual y puesta en escena pueden llegar a ser más propios de una ficción, ayudan crucialmente a quitarle una solemnidad excesiva al sujeto y nos permite ver su frescura, su naturalidad y su calidez. Al extremo de que no pocas veces sentimos que estamos viendo al más natural de los actores, cuando en realidad no lo es. Precisamente eso logra que sea tan disfrutable de ver. Canela transmite exitosamente la idea de que incluso con las incomodidades y dilemas que nos aquejan, más allá de la permanencia o la transformación física, el personaje está cómodo dentro de su piel. Sus dilemas, incluso de cara a algo tan particular como un cambio de sexo, son los de todos: el debate en la mesa familiar sobre mantener un negocio durante una baja médica prolongada, el ayudar a nuestros mayores, el día a día laboral, las sesiones de terapia y la búsqueda del amor. Un momento destacable del film es un charla cinéfila que Canela tiene con su hijo mientras ven El Juego de las Lagrimas, de Neil Jordan. Cuando aparece el big reveal de esa película, uno está pendiente de la reacción que va a tener su hijo cuando la vea. Sin embargo, lo que compra al espectador es la anécdota de Canela: al ver la película en el momento de su estreno, se quedó dormida durante esa escena. Este detalle ejemplifica de lleno el espíritu del film. Específico a la transición hacia el cambio de sexo que atraviesa la protagonista, se ponen de lleno detalles sobre la necesidad que tendrá ella de ser cuidada por sus hijos en la etapa post-operatoria, pero más específicamente el factor de riesgo implicado por su edad, las dudas sobre el desempeño sexual y, particularmente, el factor psicológico, tan o más crucial que el mismo proceso físico. Siendo la historia de una arquitecta, el estilo visual se muestra a la altura del desafío. La riqueza en la composición de los encuadres está presente desde la primera escena. Son encuadres diseñados, pensados, que se valen de recursos inteligentes como el uso de reflejos, las rejas, encuadres dentro del encuadre, el uso de objetos desenfocados en primer término para evocar una idea, el uso de capas y crear la sensación de un espacio. Es también en este apartado donde se manifiesta el detalle de la identidad, a través de la camioneta de Canela, de un color tan característico que consigue destacar hasta en el más amplio de los planos. Es algo interesante que, mientras conduce su camioneta por las calles de Rosario, Canela escucha y canta Ring of Fire, de Johnny Cash. Un apropiado simbolismo de lo que está por decidir, por atravesar, por vivir. Un camino riesgoso, pero sabiendo que es mejor a la alternativa de no poder ser ella misma.
Las protestas, por disruptivas y caóticas que puedan parecer, no pocas veces fueron la piedra fundacional de cambios en la sociedad. Si bien es habitual verlas integradas por ciudadanos o trabajadores que se sienten abusados, al ser ejecutadas por estudiantes es cuando la cuestión adquiere otra perspectiva. Jóvenes, algunos prácticamente adolescentes, que crecen de golpe al verse obligados a dar una batalla sin cuartel por sus derechos. Espero tu (Re)Vuelta es una de esas historias. Espero tu (Re)Vuelta: Retrato de una Denuncia Espero tu (Re)Vuelta presenta una factura visual bastante nítida, tanto de su material grabado en vivo (varias veces en circunstancias extremas) y el material de archivo. Por otro lado, debe decirse que es un documental que busca denunciar más que entretener, y debe ser visto con ese planteamiento en mente. El documental busca conmover al espectador con la enorme desventaja social que atraviesan los estudiantes brasileños de escuelas públicas, con el empujón final hacia el abismo que supondría el quitarles la educación, la única manera que ellos ven de salir adelante o poder sobrellevar mejor la desigualdad en la que se encuentran. Todo esto, por no decir lo que supone la presidencia de Jair Bolsonaro como mordaza que apunta a callar estas protestas. Ello no es solo un planteamiento que hace el film y sus sujetos, sino una evidencia indiscutible (cortesía de un selecto material de archivo) en donde se ve y se oye claramente al mandatario llamar a cualquier tipo de activismo (estudiantil o no) un “flirteo con el socialismo y el comunismo” Sin embargo, por noble y necesario que sea su propósito, incluso si la idea es denunciar, el interés del espectador debe ser sostenido. No es la lucha lo que se está criticando acá ni tampoco el lado que claramente están tomando, sino cómo se está contando la historia de esa lucha utilizando el lenguaje cinematográfico y el ritmo narrativo. En lo primero destacan, pero en lo segundo es donde la cuestión se complica. Siendo un documental que tiene como marco de referencia años específicos, e incluso históricos, una progresión en la narración es fundamental. Espero tu (Re)Vuelta parece seguir esa progresión en un principio, pero hacia la mitad del film esa organización se pierde, volviéndose un rejunte. Se va de lo particular a lo general como bola sin manija, rematando cada tanto con imágenes de inconfundibles represiones policiales, alternadas con imágenes de hermandad entre estudiantes. Hay verdad, hay honestidad, hay compromiso, pero también paciencia desafiada. Esa que dice “esto ya lo mostraste, puedo recordarlo”. Un ejemplo es la información de cuantas meriendas escolares vale una granada de gas lacrimógeno. La estadística, mencionada una vez, provoca impacto en el espectador; reiterarlo significa no confiar en él. No confiar en que está escuchando tu denuncia. En Espero tu (Re)Vuelta las partes conmueven: su denuncia llega, su sufrimiento se comprende, la inactividad e indiferencia de los funcionarios electos se palpa, el exceso de fuerza de las autoridades duele. Estamos hablando claramente de un objetivo cumplido. Es el funcionamiento de esas partes como un todo lo que le juega en contra al producto final.
Si usted, lector, va a considerar ver Los Miserables, con total independencia de lo que tenga que decir esta crítica, debe hacerlo en base a su trailer más que a otra cosa. Es que uno podría pensar inicialmente que se trata de una modernización (a lo Baz Luhrmann con Romeo + Julieta) de la célebre novela de Victor Hugo, que ha contado con sendas adaptaciones en el pasado (la última tiene 7 años de añejamiento). No lo es. El mañana vendrá… Su poster no es lo que podríamos calificar de publicidad engañosa, ya que lo que este retrata son los primeros diez minutos de película y la célebre obra está presente pero intentando acercarse más a su espíritu que a su literalidad. La película del realizador Ladj Ly, si bien presentada como una obra de ficción, tiene un estilo semejante al documental. Muestra la separación entre minorías y policías como un conflicto a punto de estallar. Está presente la necesidad de mostrar el jolgorio y la hermandad que se produce cuando la selección de tu país gana la Copa Mundial de Fútbol (los lectores de mayor edad no van a dejar mentir a quien esto escribe), pero también está esa necesidad de mostrar dicha hermandad como algo transitorio, mostrando el día después, cuando se retoma la triste cotidianeidad. El guion se toma el tiempo para introducir no solo estas cuestiones, también lo hace con el funcionamiento de las fuerzas policiales. Ellas, según lo que propone Los Miserables, tienen un arraigado código de silencio, ante el cual el protagonista dudará desde el primer minuto. El factor identificatorio está: el traslado del protagonista para poder ver con más frecuencia a su hijo y el contraste con sus compañeros que acosan a jovencitas abusando de su autoridad. Una vez establecidos estos elementos, tenemos que hablar de la fluidez y la estructura del guion en sí mismos. Si bien es de apreciar el nivel de detalle y realismo que se le quiere imprimir a la historia, la introducción del universo se vuelve demasiado cansina para su bien. El espectador está expectante a un conflicto que tarda en aparecer. Sin embargo, seamos justos, cuando el conflicto aparece en la forma de un cachorro de león robado y una munición lacrimógena disparada por accidente, la trama comienza a avanzar, y a paso ágil. Vemos la naturaleza de los personajes en toda su plenitud, donde ese cachorro de león, si se quiere, es un pequeño simbolismo de la selva en la que esto puede convertirse. Una vez resuelto ese conflicto, a la mitad del metraje, la película se adentra en otra meseta donde se pueden apreciar pequeños dilemas morales que, para bien o para mal, moral o inmoral, allanan el terreno para un tercer acto que explota en la forma de una revolución de los jóvenes del vecindario contra los policías abusivos. Una resolución que -vale la pena advertir- tiene un leve tinte anticlimático. Al final de la película se imprime una frase de Victor Hugo que intenta dar sentido a todo lo que acabamos de ver; porque las asociaciones con su novela son pocas y muy separadas entre sí. Sí, el joven que roba el cachorro de león sería Gavroche en esta historia. Sí, el antipático policía que lidera la brigada sería Javert. Sí, el barrio que patrullan es donde escribió la novela. A lo mejor plantea que la historia siempre se repite y que estos son miserables de esta época, de este contexto, sin adaptaciones ni asociaciones; un fresco con los dilemas de ahora. Quedará en cada espectador determinar cuáles siente que son las respuestas a tales dilemas.
En apariencia, uno podría decir que Unidos es una de las escasas excepciones en donde el título traducido guarda más coherencia que su original, Onward, que en ingles significa “hacia adelante.” Sin embargo, es Pixar de quien estamos hablando. Un estudio que se ha distinguido por el nivel de cuidado que presenta hacia sus guiones, y si lo vemos desde esa óptica nos vamos a dar cuenta que ese “ir hacia adelante” implica algo que va mucho más allá de la ruta que recorren los protagonistas. On the road, again… El atractivo de Unidos está naturalmente arraigado en sus sendas escenas de acción de índole fantástica. A esto se le suman los aspectos cómicos nucleados en la dinámica de pareja dispareja que existe entre los hermanos protagonistas. Dicha comedia también se encuentra en una subtrama que involucra a su madre y una particular criatura, saliendo paralelamente en su búsqueda por un riesgo que no anticiparon. Sin embargo, la solidez del guion de Unidos, aquello que la hace conmovedora, va por otro lado. Para ese mencionado “ir hacia adelante”, los personajes deben soltar algunas cosas y concretar las que dejaron pendientes. O mejor dicho, un personaje es el que debe soltar y otro concretar lo que dejó pendiente. Si bien la búsqueda de los protagonistas está relacionada a su padre, y parece hablar mucho de la hermandad, el acento que pone es en esa gente que estuvo ahí para vos y te enseñó cosas valiosas más allá de que haya un lazo sanguíneo o no. Es sobre el valor, no solo de enfrentar obstáculos físicos (tales como un largo puente invisible), sino también los emocionales (poder decir adiós a un ser querido al que no le queda mucho tiempo). No es ningún accidente que su realizador, Dan Scanlon, se haya inclinado por elegir un mundo fantástico de elfos, magos y criaturas míticas para poner de plano ese tema. Creer en algo muchas veces implica confiar en un instinto, en algo que puede no estar de claro manifiesto ante la simple mirada. Es una creencia que bordea casi lo religioso, donde -desde más de una perspectiva- nos valemos de historias con resoluciones improbables, las cuales tienen mucho de mágico y completamente alejado de lo lógico. Esta religiosidad se puede ver en su paleta de colores, una muy nutrida como cualquier propuesta de Pixar, pero donde lo que predomina es precisamente la gama de azules, presente en los cielos, en la piel de los personajes y crucialmente en las movidas de magia que produce el báculo que heredan los protagonistas. En el trabajo de voces (ello, claro está, si se inclinan por la versión en su idioma original) tenemos a un prolijo Tom Holland expresando las inseguridades de Ian, el hermano menor. Chris Pratt es quien consigue llevarse los aplausos, dándole su voz a su tiernamente temerario hermano Barley. Julia Louis Dreyfus hace un buen trabajo como su madre, pero verdaderamente destaca cuando es complementada por una Manticora, cuya voz pertenece a Octavia Spencer.
El realizador inglés Guy Ritchie vuelve al ruedo. Quedaron atrás, al menos por ahora, los legendarios investigadores y los legendarios monarcas. Ahora con Los Caballeros retoma un género y un universo que supo darle su espaldarazo como cineasta: el de Snatch y Juegos, Trampas y Dos Armas Humeantes. Oficial y Caballero Los Caballeros consigue hacer tres cosas: ser una película entretenida sobre el crimen organizado con personajes de lo más variopinto, ser un recordatorio de los mejores recursos que tiene el cine como arte narrativo, y ser una sutil crítica tanto al fenómeno de las redes sociales como hacia aquellos que se hacen famosos de la noche a la mañana gracias a ellas. Estos últimos dos detalles están aplicados en contraste, porque mientras el segundo se toma su tiempo para crear clima e interés, el tercero se preocupa por el golpe de efecto y lo instantáneo. A ello se le pone tanto énfasis que desafía los límites de la autoconciencia, es decir, el saber que se está narrando. De ejemplo sirve cuando el personaje de Hugh Grant se pone a hablar de detalles de proyección cinematográfica, tales como la relación de aspecto 2.35:1 que casualmente es la que tiene la película. Los protagonistas de Los Caballerosse mueven con elegancia, inteligencia y códigos en un mundo que parece haberlos perdido por un deseo de tenerlo todo, a nivel mundial y en el menor tiempo posible. Tanto la violencia como los disparos están en concreto y para no decepcionar las expectativas correspondientes al género en el que se inscribe, sin embargo los diálogos entre sus personajes, tan verbales como no verbales, resultan igual de atractivos. Cuando decimos que la película es un recordatorio de los recursos del cine, nos referimos al montaje. Qué se muestra, qué se oculta, cuándo vale la pena retroceder, acelerar el ritmo, recordar. En concreto, la prestidigitación que dicho oficio hace con la percepción del espectador, algo que entra en juego prácticamente desde la primera escena. El estilo visual de Los Caballeros, sea en entornos elegantes ricos en maderas de caoba, como los más rústicos interiores de concreto, parece evocar ese club de caballeros. Ese entorno que propone un clima de códigos específicos, que deben seguirse a riesgo de expulsión, porque al fin y al cabo muchos ajustes de cuenta del crimen organizado se deben justo a no respetarlos. El plantel de actores entrega prolijos trabajos, pero quienes prueban ser los más afilados son Matthew McConaughey, como un jerarca del tráfico de cannabis, Charlie Hunnamcomo su sicario principal y Colin Farrell como un leal entrenador de boxeo que no quiere que se le descarríe el alumnado. El rol que destaca es el de Hugh Grant, como un oportunista investigador privado, sirviendo prácticamente como narrador de la historia y vehículo a través del cual se manifiesta el elogio a los recursos del cine. Los años de galán de Grant habrán quedado atrás, pero le quedan muchos por delante dando vida a estos personajes particularmente desagradables que se vuelven muy recordables. El carisma y la sonrisa siguen ahí, pero ahora van por otro lado.
El cine de género en la Argentina se sigue abriendo camino. Historias y valores de producción que hasta hace poco nos parecían únicamente posibles en otras industrias, son cada vez más reales y con mayor frecuencia. Estas toman nuestra idiosincrasia y la trasladan a historias que solo pueden ocurrir en la gran pantalla. Es un logro nada menor, tomando en consideración los cada vez más crecientes desafíos presupuestarios que actualmente aquejan a la industria, poniendo a prueba el ingenio de los realizadores. Respira es uno de esos nobles intentos de sacar adelante una historia a base de climas y eficientes actuaciones. Quien siembra vientos… El guion de Respira, si bien plantea desde el vamos su indefectible tono de género, le dedica aún más tiempo a desarrollar sus personajes. Concretamente, son tres los climas que vemos a lo largo de la narración. Climas que actúan paralelamente aparte de motorizar la progresión de la historia, que nos impiden anticipar qué es lo que va a pasar después. El primero, de índole más intimista, sobre el protagonista y su familia, donde vemos su pasión por volar y cómo no pocas veces esa pasión produce fricciones en su matrimonio. Sin ella no hay viaje y no tenemos la potencial pérdida que la vuelve un elemento de riesgo. El segundo clima es un aura misteriosa, incluso de denuncia, sobre el excesivo uso de pesticidas de cosecha, que al parecer matan más de lo que salvan. Si hemos de ser más precisos, el misterio es lo que luego abre paso a la denuncia. El tercer clima, muy de la mano con el segundo pero con los lazos emocionales que ayudó a construir el primero, es de un thriller hecho y derecho, de notable riqueza en las escenas de acción. Una acción con buen manejo de la tensión y que no peca de efectista precisamente por tomarse todas las molestias explicadas anteriormente. A nivel actoral, Lautaro Delgado Tymruk entrega una prolija interpretación que consigue transmitir el amor del personaje por su trabajo como piloto aeronáutico, pero también nos logra transmitir sus convicciones y -algo muy importante para el cine de género- que percibamos que su personaje no es un superhéroe, sino un tipo común arrojado a una situación extraordinaria. En este mismo plan lo acompaña con mucha habilidad Sofía Gala Castiglione. Gerardo Romano y Daniel Valenzuelacomponen a adecuadas figuras opositoras. Leticia Bredice le aporta su histrionismo a un idiosincrático personaje digno de una premisa post-apocalíptica. En el apartado visual, aunque no exento de unos minúsculos problemas de montaje y continuidad, la puesta en escena de Gabriel Grieco es eficaz. Explora las múltiples posibilidades que ofrece el trazo escénico de un actor. Haciendo honor a su título, sabe dejar respirar al encuadre antes de decidir cualquier corte. Sabe utilizar tanto los colores como las sombras para crear climas, y cuándo utilizar la música para evocar una emoción.