Que la persecución no termine nunca.
Más que director y productor, Luc Besson es una especie de gerente general de franquicias cinamatográficas lucrativas. La industria le debe una larga lista de éxitos contagiosos, como Nikita, Taxi, El transportador y Búsqueda implacable. Su concepción del negocio consiste en extraer la máxima ganancia posible de un producto y su imaginación parece programada y configurada para la invención serial.
No hace falta decir que la serialidad es lo contrario de la originalidad. Sin embargo, como se sabe desde la época de las novelas por entregas, para que una fórmula funcione es necesario equilibrar la ecuación entre repetición y variación. Siempre hay alguien dispuesto a vender la misma historia, pero no siempre hay alguien dispuesto a comprarla una y otra vez.
Besson es un genio para apreciar la potencialidad de un personaje y un contexto básicos. En el caso de Búsqueda implacable, cuya tercera parte, dirigida por Olivier Megatón, se estrenó esta semana, los factores que transforman una idea simple en un máquina de hacer millones son el magnetismo de Liam Neeson (tal vez el más creíble y el menos irónico de los actores de acción) y la rara combinación, inherente a su personaje de Bryan Mills, entre su identidad secreta de exagente especial y su identidad cotidiana de padre afectuoso y sentimental.
En las tres entregas, en el fondo sucede lo mismo: la parte vulnerable de su vida entra en tensión con la parte invulnerable. Y el resultado tiene la forma de un estallido. Peleas, tiroteos y, la gran especialidad de la factoría Besson, persecuciones. Esta vez, no se trata de una intrincada capital europea, como París o Estambul, sino de la híper automovilística Los Ángeles, cuyas calles y autopistas son un escenario ideal para destrozar vehículos lanzados a toda velocidad.
De hecho, la persecución es el esquema narrativo básico de Búsqueda implacable, la estructura del juego del gato y el ratón, la incesante pelea entre Tom y Jerry, aunque con varios millones de dólares más en los rubros escenografía y efectos especiales. ¿Se la puede definir, entonces, como un dibujo animado para adultos?
Sí, pero también es algo más. Y ese algo tiene que ver con la contrafigura de Neeson en esta tercera entrega. Nada menos que Forrest Whitaker, ese enorme actor al que todas las películas desde Bird le han quedado estrechas. Sus 150 kilos de talento están al servicio de la composición de un detective respetable, diferente a esa caracterización sumaria de los policías que en las películas bressonianas suelen ser presentados como variantes humanas de simios (tal vez el único rasgo francés de sus productos "americanos").
Si bien la confrontación entre ambos personajes no llega ni siquiera al grado de competencia intelectual –pues no hay tiempo para esas sutilezas–, tiene la virtud de tejer una trama psicológica paralela a la de la acción brutal y continua que la historia propone desde el principio.
Ese elemento de honorabilidad o caballerosidad, ausente en las dos películas anteriores, vuelve menos tenebroso el mundo donde se mueve Bryan Mills y hace que su violencia ficticia no pueda verse como una justificación de ninguna violencia real.