Negar la capacidad que posee Steven Spielberg, de su saber de cómo se debe contar una historia en el cine, sería entre snobismo barato y/o suicida, el mismo efecto que puede producir a esta altura poner en duda la genialidad histriónica de Marlon Brando.
Lo que se debe aclarar que desde siempre el “Rey Midas” del cine (por esta cuestión de las recaudaciones) apunto con sus realizaciones a la taquilla, o bien a los premios de la academia de Hollywood.
Superada una lucha que tuvo con Hollywood, finalmente logro, después de mucho tiempo, sendas nominaciones con “La lista de Schindler” en 1993.
Este año el bueno de Spielberg estreno en nuestro país un film animado, “Las aventuras de Tintín”.
Respecto a la producción que nos ocupa en esta ocasión, el problema es que estructuralmente, en cuanto al desarrollo de la historia y al relato fílmico, me recordó constantemente a “La Cadena Invisible”, dirigida por Fred M. Wilcox, el problema es que entre ambas hay un espacio de tiempo de sesenta y ocho años (68), pues esta producción es de 1943, y fue la segunda en la filmografía de Elizabeth Taylor junto al también jovencísimo Roddy McDowall.
Cuenta la historia del cariño entre un joven y su perro Lassie, codiciado por un terrateniente criador de canes, abuelo del personaje interpretado por la bella Liz Taylor. Ambas tienen como protagonistas a un animal, pero con el cambio de un perro, “Lassie”, por el caballo, “Joey”. Mientras la primera es una bella e ingenua historia de amor, esta última es en principio sólo ingenua, por no decir naif.
Es así que “Caballo de Guerra” cumple con todos los requisitos de ambas variables, apuntar a los premios y no perder de vista los réditos económicos. Es un filme bellamente filmado, con escenas realmente impactantes en cuanto a la construcción de los planos, de la mano del fotógrafo Januz Kaminski, no así la relación de la imagen con la banda de sonido, específicamente la música compuesta por John Williams, que sólo aporta melosidad al relato pues ni siquiera podría catalogarla de empática.
Esto no sería tan grave si no fuese que todo el filme es extremadamente previsible, además de ser realmente un catalogo de lugares comunes, con el agravante que donde debería de haber algo de sentimiento o sentimentalismo recibimos un golpe bajo, que apunta a la lagrima fácil. A mi entender, uno de los grandes déficit del director es ese, poder plasmar sentimiento sin caer en la sensiblería.
Pero en este caso recurre a artilugios insospechados. La narración abre con un gran plano general, bellamente fotografiado, haciendo casi un homenaje al gran John Ford, icono del genero del western en el cine, para dar paso al nacimiento de nuestro héroe equino, con plano y contraplano de este hecho (gracias a Dios que tuvo el tino de no exhibirlo impúdicamente) a la mirada atenta de un joven que parecería ser el dueño del potrillo pero, por cuestiones de índole dramática, no es así, debe generarse un conflicto para que el sustento de la relación entre el joven Albert Narracot (Jeremy Irvine) y el caballo se efectivice.
Ted Narracot (Peter Mullan), el padre de Albert es un pobre granjero que embelezado por la prestancia del caballo gasta todo lo que tiene en adquirirlo en una subasta, poniendo en riesgo la propiedad en la que vive junto a su hijo y a Rose (Emily Watson).
La historia tiene su inicio al comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y la debacle económica hace que, contra de los deseos del joven, el caballo pase a manos de un oficial ingles. Ergo el equino se transforma en un soldado y de allí al frente hay un paso. Para llegar a ser casi un héroe de guerra va pasando de mano en mano, y de bando en bando, hasta llegar a apogeo de lo ridículo cuando dos soldados, uno alemán y otro ingles, en el espacio entre las dos trincheras en el frente de battala, espacio que se conoce como “Tierra de Nadie”, salvan al caballo atrapado en alambres de púas, para luego sorteárselo con una moneda.
Más allá de las bondades y/o los aciertos de esta producción, como es un film para toda la familia nos ahorro el ser testigos de violencia glamorosa y excitante a la que es tan afecto el realizador, recordemos la primera secuencia sin sentido y sin justificación posterior de “Rescatando al soldado Ryan” (1998).
No obstante la ya destacada dirección de fotografía, extendido a toda la dirección de arte, muy buenos efectos especiales, montaje impecable y buenos actores, a pesar de todo esto, el filme no logra salir de la mediocridad.
Sin entrar demasiado a dilucidar lo que se da por considerar el “humanismo” de Spielberg, aquí ese concepto esta en las patas y el corazón de un equino, no de un humano. Para ser sinceros ese tan mentado calificativo no cumple ni con la concepción renacentista del término ni con la estructura filosófica del mismo
Nunca fui un gran admirador del cine de Spielberg, eso no quita que esta producción no configure para mi otra decepción.