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Al momento de ver Caballo de guerra (War Horse, 2011) el espectador no debe confundir algunas intenciones. La necesidad de Steven Spielberg de complacer a su público con los facilismos emocionales no es tan grande como la búsqueda de la conmoción genuina. La cristalización de los horrores de la guerra no es tan grande como la trágica universalidad de la misma y los deja-vú fílmicos no son sino intencionales y efectivos. Spielberg no tiene consideración ni reparos con las réplicas mediáticas y escupe este producto hábil que paga un solemne tributo al cine que alguna vez lo enamoró.
Ted Narracot (Peter Mullan) se enfrenta a un importante terrateniente del pueblo durante una subasta. El objeto de la disputa es un caballo. El granjero Narracot ofrece una suma que lo dejará en la miseria y se hace con el caballo, bautizado Joey, quien pronto será culpado por toda la miseria de la familia. Quien lo acoge es Albert (Jeremy Irvine) quien apuesta su confianza y decide entrenarlo. La primera guerra mundial se desata, y ante la desesperación económica, Ted Narracot vende a Joey a la infantería británica. Albert, devastado, decide enlistarse en el ejército para reencontrarse con su caballo de guerra.
James Beradinelli, en su crítica a Caballo de guerra menciona que en la novela sobre la cual está basada la película, los hechos se narran desde la perspectiva del caballo. Al sumirse en el trabajo de Spielberg, se percibe al animal como protagonista pero el énfasis con frecuencia migra hacia los personajes humanos. Si bien Beradinelli lo plantea como un problema de estructura, no es sino una resolución narrativa, adecuada al lenguaje cinematográfico, que se encarga de reemplazar y sustentar la ausencia de un narrador en tercera persona. Que tanto esta novela, como muchas otras, utilizan como recurso estructural. En esta línea, la inclusión asidua de interacciones humanas llena el vacío y permiten el desarrollo del argumento sin la tediosa necesidad de sumar a una voz en off. Si bien la atención podría dispersarse con la multiplicidad de personajes introducidos en los distintos segmentos de la historia, no lo hace porque sigue en todo momento la presencia latente del caballo. De esta manera, y al igual que en la novela, el caballo funciona como hilo conductor del relato, aunando interconexiones lejanas y reposando la atención en lo que realmente interesa. La gran declaración sobre la naturaleza tierna y deferente de la condición humana. Un grito de esperanza entre alaridos agónicos y estruendos armamentales.
Muchas veces, los reclamos de la crítica y colegas apuntan al empleo indiscriminado de convenciones cinematográficas. Ya sea el joven perseverante cuya confianza posibilita al animal superar todas las adversidades, el carácter hosco y descorazonado del padre, la ternura incondicional de la madre, la personalidad artera del patrón de las tierras, la idiotez infantil del mejor amigo, la frialdad de un alemán, la buena educación de un inglés. En el plano de lo técnico, ya sea por las secuencias de batalla, los acordes tristes de John Williams (quien es una convención de por sí), los horizontes filmados durante el amanecer. Todo es convención. ¿Hay algo reprochable en eso? No. Nada puede reclamársele a alguien que conduce todas las convenciones con maestría. Nada puede objetársele al tradicionalismo cuando apoya humildemente sobre la mesa todas sus cualidades. Humberto Eco dijo alguna vez que la grandeza de la película Casablanca (Casablanca, 1942) se debía al uso excesivo de lugares comunes. Lo mismo puede afirmarse sobre El hombre quieto (The Quiet Man, 1952) de John Ford a quien seguramente este tributo fílmico va dirigido.
Atrás quedó Las aventuras de Tintín y delante espera Lincoln. Caballo de guerra marca el regreso de Spielberg al género bélico y su continuación por la senda prometida.