Lo que Spielberg se llevó
Hay pocos directores que puedan terminar dos películas en un año y menos aún que puedan hacer dos tan diferentes entre sí. En 2011, Steven Spielberg dirigió Las aventuras de Tintín y Caballo de guerra. La primera, que representa -esta vez en animación- ese oficio para dirigir aventuras increíblemente fluidas que le conocemos desde las Indiana Jones, es mejor que Caballo de guerra, pero previsiblemente ésta es la elegida como candidata al Oscar.
Lo raro es que la historia del chico que pierde su caballo cuando un oficial del ejército se lo compra a su padre para destinarlo al ejército británico en la Primera Guerra Mundial, y la del periodista de jopo pelirrojo que persigue un barco alrededor del mundo se contrastan en un punto: mientras Las aventuras de Tintín usa la técnica de motion capture para generar el efecto más realista posible, muchas escenas de Caballo de guerra parecen filmadas en estudios con fondos de atardeceres rojos altamente artificiosos. De hecho, por momentos, se tiene la extraña sensación de estar viendo una película de animación, o una obra contemporánea a Lo que el viento se llevó, sólo que con 70 años de retraso.
Hay que tener en cuenta esa extrañeza visual, porque si por un lado sostiene a la perfección el primer tramo de la película -la aparición del casi pura sangre Joey en la vida bucólica, placentera pero sufrida, de la familia Narracot, y el nacimiento de su amistad con el protagonista- por otra parte contrasta fuertemente con lo que viene después, en especial con las escenas de batalla que ponen el foco sobre cuerpos y heridas.
De hecho Caballo de guerra está compuesta de tramos muy diferentes entre sí, sobre todo porque la historia -que sigue al caballo y no a su dueño por un destino azaroso y signado por la rapiña que impone todo conflicto bélico- se mueve todo el tiempo del frente de batalla británico al alemán, luego a la campiña francesa y de nuevo al ejército alemán, a la no man´s land entre alemanes y británicos y finalmente a los cuarteles británicos otra vez, según quién se apodere del caballo. Es por eso que la película alterna escenas familiares y relajadas -siempre en el contexto de peligro de una situación de guerra- con escenas bélicas violentas, teñidas de la brutalidad del cuerpo a cuerpo que significó el estilo de combate en las trincheras.
En este movimiento permanente, y con excepción del protagonista, los personajes se nos presentan pero no tenemos tiempo de encariñarnos con ellos o siquiera de conocerlos antes de que desaparezcan -literalmente- de nuestra vista; quizás este sea el punto más amargo de la película (y también lo que la vuelve algo despareja) porque las personas pasan y todo el drama, toda la violencia de la guerra están desplazados al cuerpo del caballo, un cuerpo noble y fuerte, brilloso y resistente que, sin embargo, debe ser asistido por dos soldados de frentes enemigos cuando queda varado entre alambres de púa en una fuga desenfrenada, y que termina lastimado y totalmente cubierto por el barro.
En este sentido, lo que da fuerza a la presencia física del caballo también hace a la debilidad de un relato que por momentos puede ser insulso y hasta aburrir si se tiene en cuenta que el cine clásico, al que apunta claramente Caballo de guerra, basó parte de su potencia en la construcción de grandes personajes secundarios. En cambio, aquí algunos de los personajes “efímeros” por decirlo así -especialmente los hermanitos alemanes que eligen desertar para salvarse la vida- no llegan a tener una presencia significativa, y las secuencias que los tienen como protagonistas se vuelven poco atractivas.
Por eso. por momentos Caballo de guerra no tiene nada de la agilidad narrativa de Las aventuras de Tintín, y sí mucho de melodrama aplastante subrayado por la música y las tonalidades nada sutiles del paisaje. Esa manera de entregarse al sentimentalismo sin redes constituye una apuesta fuertísima de parte de Spielberg y hace que la película, que intenta recuperar esas grandes historias de pasiones y afectos cercenados por una guerra que se muestra como un remolino lleno de salvajismo y confusión, pueda ser una gloria para quienes la miren con los ojos inocentes que demanda Spielberg, dispuestos a dejarse encantar, y un infierno para quienes se resistan a entrar en el juego de las siluetas que se abrazan sobre atardeceres de naranja furioso.
Lo que puede atraer igualmente a unos y otros son las escenas de batalla llenas de potencia física, de galopes trepidantes y soldados jóvenes que se arrastran ciegos con el único deseo de no morir, porque todos sabemos que Spielberg sabe hacer películas.