El Hijo Pródigo Regresa
Y un día, el verdadero Steven Spielberg decidió dejar de lado aquello que todos esperan ver de él, para hacer el cine que realmente admira y ama.
Y cuando el director de El Imperio del Sol recobra esa mirada de niño inocente, curioso y soñador que lo impulsaron a convertirse en realizador cinematográfico se pone detrás de una cámara haciendo gala de toda su inteligencia, conocimiento cinéfilo, magia narrativa, estilización audiovisual, meticulosidad en la puesta en escena, pulcritud en la elección de un elenco, donde lo que principalmente amerita es la calidad interpretativa y no el nombre, donde los efectos se ponen en función de la historia, y el dramatismo se combina con el humor y la aventura, para generar un producto reflexivos, espiritual y sentimental, entonces podemos considerarnos afortunados de estar frente a una obra maestra.
A diferencia de lo que consideran muchos, exceptuando la trilogía de Indiana Jones y E.T. mis obras preferidas de Steven son aquellas que no tuvieron tanta repercusión inmediata, y que hoy en día gozan de admiración. Tales son los caso de Inteligencia Artificial, su obra más metafórica y personal, en donde realmente le importó poco y nada, la reacción del público, y El Imperio del Sol. A estas 6 obras, agrego Encuentros Cercanos del Tercer Tipo. Es imposible no reconocer al pequeño Steven en cada una de ellas. Caballo de Guerra se suma a este grupo de películas.
Más allá de las apariencias, la película no habla sobre la Primera Guerra Mundial. O sea, no es una excusa la trama para poder hacer una película de la guerra con superproducción, sino por el contrario, la guerra, al igual que Rescatando al Soldado Ryan, sirve de metáfora para hablar del tema por excelencia de la filmografía Spielbergiana: la separación de los hijos de sus padres.
No hay obra, incluso Tintin, que no incluya este tema en mayor o menor medida. Acaso, la más obvia, pero con momentos fascinantes fue Atrapame Si Puedes. En Caballo, lo extraordinario es que lo tenemos por partida doble:
Por un lado, Joey, el verdadero protagonista, un semental admirable y hermoso, es separado de la madre al poco tiempo de haber nacido. Por otro lado tenemos a Albert, su joven dueño y entrenador, que debe enfrentarse a un padre alcohólico, veterano de guerra, que no lo respeta por no haber vivido una guerra.
Tanto la historia de Joey como la de Albert se van a ir entrecruzando numerosas veces en la historia, y Spielberg se destaca analizando la camaradería y amistad entre humanos y caballos… en forma separada.
Estamos frente a un Spielberg pura sangre y poético, que aprendió de errores del pasado y prioriza esta vez el poder de las imágenes para contar más que el de las palabras y diálogos. No sería desacertado mencionar que se trata del film menos hablado de su director. El poder de miradas entre humanos y equinos es admirable. Aquel que conozca la estética visual de Steven podrá reconocer enseguida cada travelling, zoom in o primer plano, provocando emotividad, no solamente por la belleza que genera y simboliza, sino también por lo que rodea al mismo extra cinematográficamente.
Janusz Kaminsky se destaca nuevamente y John Williams, a cargo de la banda sonora, son parte fundamental del talento de Spielberg. El montaje de Michael Kahn, la dirección de arte de Rick Carter. Acompañado por sus habituales colaboradores, Spielberg nos lleva a la Inglaterra y Francia de la Primera Guerra con un nivel de detalle asombroso. Las capturas y persecuciones aéreas permiten disfrutar el espectáculo panorámico en que fue pensado el film.
Cuánto se ha nutrido Spielberg de maestros del cine épico como David Lean, Akira Kurosawa o John Ford. No hay palabras que describan la belleza de las imágenes de un batalló saliendo en medio del trigo en un atardecer. El film rememora las raíces fordianas, que como bien mencionó mi compañero Matías Orta, nos recuerda a El Hombre Quieto o Que Verde era Mi Valle, pero no solamente los escenarios pertenecen a Ford, también los personajes. El padre de Albert que compone con aspereza Peter Mullan, acaso el actor más subvalorado del año por su trabajo en Tyranosaurio, se puede entender como un Victor McLagen (fetiche de Ford) contemporáneo. Esa brutalidad, violencia, pero a la vez compasión y culpa del irlandés es tremendamente habitual en las sutiles expresiones de Mullan, quien acompañado por la siempre admirable y versátil Emily Watson, componen dos personajes antológicos. Y al igual que Ford y Kurosawa, Spielberg permite infundir humor y cariño hacia los mismos.
A diferencia de algunos de sus últimos trabajos como Ryan, La Guerra de los Mundos, Munich o incluso mi amada Inteligencia Artificial, este Spielberg es lúcido y no tan pesimista. En Spielberg conviven el sentimiento de heroísmo en la batalla (consecuencia de las experiencias de su propio padre en la Segunda Guerra Mundial) con el mensaje antibelicista. Nuevamente esto se presenta en Caballo de Guerra. Pero esta vez, no decide mostrar las muertes. Recurre a diferentes efectos escenográficos, de montaje y fotografía para evadir el golpe bajo y el regodeo sentimentaloide.
Existe el drama, la muerte y la desazón, pero también la esperanza y el sacrificio. Sin recurrir a un discurso obvio ni redundante, Caballo de Guerra impacta porque las imágenes no necesitan más explicaciones.
La presencia humana, nunca genera tanta empatía como la animal. Más allá de contar con Mullan, Watson y un maravilloso Niels Arestrup, los verdaderos protagonistas son los dos caballos. Nunca en mi vida, vi un trabajo físico y emotivo tan espectacular por parte de un caballo como es Joey. Ni siquiera El Córcel Negro. Hay escenas que no se pueden juzgar por su verosimilitud sino por su carga emotiva, y en estas, son Joey y su compañero, los que roban la pantalla.
Muchos acusan a Spielberg de demagógico y manipulador de emociones. En varios es cierto, pero la verdad es que Caballo es una excepción, siendo acaso la más emotiva de todas. Es que las lágrimas no llegan por el forcejeo de crear un efecto, sino porque la historia y la relación nos llevan a eso, y porque lo emociona en este viaje cargado de drama y aventura es lo implícito, el mensaje que nos dan sus autores. Cada soldado es un ser humano, cada muerte pesa en el conciente. En la guerra, son todos peones. No hay verdadero odio entre bandos, simplemente gente manipulado, enviada como carne de cañón hacia la batalla, y ese absurdo es lo que busca imprimir Spielberg. Encontrar la humanidad en aquellos momentos donde se busca la frialdad y la respuesta mecánica. Cada personaje, se enfrenta y reflexiona, piensa dos veces a la hora de mirar a su “enemigo”. No hay buenos ni malos. Solo personas.
No es casual que el personaje más superficial, sea el del casero que compone con una extraordinaria naturalidad David Thewlis. El único villano palpable.
Caballo de Guerra es una obra perfecta de principio a fin. Admito que siempre me interesaron más las películas de la Primera Guerra que de la Segunda. Quizás porque hay demasiadas, pero Caballo me recordó a Sin Novedad en el Frente, La Patrulla Infernal o más cerca, Amor Eterno, un film bastante subvalorado de Jean-Pierre Jaunet, sin duda su mejor film.
Hay elementos visuales extraños, como por ejemplo, los cielos, generados digitalmente, demasiado perfectos, que parecen robados de los decorados de El Hombre Quieto (cuando el cielo es de un azul nítido) o Lo que el Viento se Llevó (el crepúsculo). Molesta porque hoy en día sabemos que un cielo así no existe, pero hay tanta poesía en cada fotograma, que es imposible no admirarlo igualmente. De la película de Victor Fleming (y George Cukor entre otros), también emula varias secuencias relacionadas con las consecuencias de la guerra.
Caballo es un film episódico. Su protagonista, Joey es como el Jamie de El Imperio del Sol, corre de bando en bando a través de la guerra en búsqueda de su dueño (¿padre?). Cada persona con la que se cruza, lo ayudan a crecer y madurar. Albert, interpretado por el novel pero talentoso, Jeremy Irvine, también tiene que atravesar el camino del héroe en ese sentido.
La cohesión de la diferentes historias en forma dinámica durante casi dos horas y media de metraje (que se pasan volando) son mérito del poder narrativo de su realizador.
Gracias al inteligente guión de Lee Hall y Richard Curtis, acompañado por una hermosa melodía irlandesa, leit motiv pegadizo como no podía ser de otra manera, de John Williams, imágenes recargadas en sensibilidad, Steven Spielberg, con perfil bajo, menos pretensiones de las acostumbradas, intimista, marginalizando cualquier atisbo de patriotismo, construye una nueva obra maestra, que quedará esperemos, en la memoria colectiva de todo aquel espectador que disfrute de un relato clásico acogedor.
Steven Spielberg ha regresado a casa.