Sangre, sudor y lágrimas
Steven Spielberg, director problemático si los hay para buena parte de la crítica, ha realizado dos films este año, uno más conflictivo que el otro. Si Las aventuras de Tintín planteaba diversos bretes a partir de tomar la legendaria obra de Hergé (con todos sus fanáticos a cuestas) y llevarla a la pantalla a través del 3D y la captura de movimiento, Caballo de guerra la hace quedar como una obra de consenso.
Es que desde el mismo comienzo, Spielberg pisa el acelerador a fondo con esta adaptación del libro infantil de Michael Morpurgo (que ya tuvo una versión teatral), combinando reminiscencias de todo tipo al cine de John Ford, Stanley Kubrick (el genérico e interesante, no el pretencioso y pedante), Robert Bresson y… al de Steven Spielberg. Y lo que termina construyendo es un objeto desatado, de esos que dividen aguas, al estilo Inteligencia artificial o Munich.
La historia es simple, directa, leal a sí misma y, por cierto, brutal (¿no lo son en el fondo todos los relatos para chicos, que siempre consisten en zambullidas y choques con el universo y las reglas adultas?): el padre del joven Albert, de puro orgulloso nomás, decide pagar una fortuna que no tiene para comprar un caballo llamado Joey. El primero se encarga de domar al segundo, y nace una amistad entre ellos, una historia de amor entre hombre y caballo que es más grande que la vida. La Primera Guerra Mundial los separa, y la historia se centrará en cómo buscarán unirse de nuevo.
Hace ya bastante tiempo, a Steven, jovencito cinéfilo crecido si los hay, le preguntaron por cuáles cineastas lo habían influenciado en su carrera. El periodista que lo había interrogado se anticipó a su respuesta, arriesgando “Stanley Kubrick”, a lo cual el director de Tiburón respondió “sí, puede ser, por suerte tuve el placer de conocerlo personalmente”, para luego comenzar a hablar de John Ford. ¿Esto significa que no le gustaba el cine de Kubrick? Todo lo contrario, de hecho es uno de sus grandes defensores, en especial de películas que este crítico detesta, como 2001: odisea del espacio o El resplandor. Pero se puede intuir en buena parte de su obra que Kubrick es como el punto de partida para sus ideas narrativas y estéticas, mientras que Ford es la cumbre que podría llegar a alcanzar, el maestro absoluto. Y esto se percibe asimismo en Caballo de guerra, donde un film no tan considerado en la carrera de Kubrick como La patrulla infernal sirve como modelo de puesta en escena para las escenas bélicas (planos generales, uso del travelling, un punto de vista distanciado, pero sin descuidar la especificidad de los protagonistas) e incluso los diálogos previos a las batallas (con actuaciones medidas en gestos e intensidad); pero es la filmografía de Ford (con especial hincapié en cintas como El hombre quieto, El joven Lincoln, Más corazón que odio o Fuerte Apache) la que se constituye en eje ético y moral, como si se buscara recuperar otra forma de conceptualizar el cine, lo que significa contar historias, qué se puede representar o no, cuándo introducir el humor, cómo reflejar los lazos de lealtad o amistad entre los protagonistas.
Así Spielberg hilvana una narración donde el caballo Joey hace una especie de vía crucis durante la Guerra, cruzándose en los caminos de ingleses, franceses y alemanes, igualados todos ellos en el idioma (es llamativo cómo la usual táctica hollywoodense de hacer hablar a todos los personajes en inglés en este caso hermana a los personajes en sus acciones, tanto positivas como negativas). El horror sobre el ser humano no se manifiesta, queda casi siempre fuera de campo, pero sí se explicita sobre Joey, un animal que, siendo separado de su amigo, pasando de mano en mano, arrastrando terribles máquinas de guerra, cabalgando por el campo de batalla, enfrentándose a un tanque (puro metal, puro anonimato, pura amenaza), enredándose con alambres de púas, sudando, sangrando, termina cargando sobre su lomo el sufrimiento del mundo entero. Su peregrinar se vincula con el jansenismo, movimiento católico que presenta la noción de la gracia (es decir, el auxilio de Dios para evitar el pecado), pero también la de la gracia eficaz, que implica la ayuda de Dios para hacer el bien.
Con respecto a la última afirmación no está de más detenerse, porque no sería de extrañar que comiencen a oírse voces que rápidamente asocien lo de jansenismo a Robert Bresson, luego a su obra maestra Al azar Balthazar y de ahí empiecen a meditar seriamente en arrojar a Spielberg y sus adeptos a la hoguera. Ante lo cual corresponden decir algunas cositas: 1) Bresson era un cineasta enorme, único, con una obra casi irrepetible, pero también un ser humano. Tan humano era, que se murió. Y su obra, paradójicamente, es tan inmortal como humana, tan sujeta a relecturas y reinterpretaciones como cualquiera. 2) Bresson será uno de los grandes directores de la Historia, pero Spielberg es, cuando menos, uno de los más grandes realizadores de los últimos cuarenta años. Se le pueden hacer un montón de cuestionamientos, pero debe haber pocos hombres de cine con una filmografía tan extensa como consistente, con títulos de gran relevancia en prácticamente todos los géneros. 3) No se puede ignorar que las herramientas y objetivos que los dos cineastas persiguen en sus obras son casi opuestos. Pero eso no quita que, al menos en el caso de Caballo de guerra, pueda haber un entrecruzamiento o al menos un ligero contacto.
Spielberg es ya un autor con trayectoria y experiencia, con la inteligencia suficiente para pensar el cine de otros maestros, pero también el de sí mismo. En su nuevo film se escuchan ecos de ET (con todo su cristianismo a cuestas), El imperio del Sol (en su observación de las conductas ajenas y su relato de crecimiento forzado), La lista de Schindler (el retrato de una tragedia mundial, aunque en clave católica), Rescatando al Soldado Ryan (aunque por oposición al realismo violento y extremo); y Atrápame si puedes (en su humor tan físico como caballeresco).
Caballo de guerra es una película tan bella como terrible, que entrega lo que promete y hasta más: un cuento de fervor y solidaridad, de amor sin dobleces, de dolor intenso, casi un melodrama bélico. Y, como se sabe, sufrir y llorar en el melodrama puede ser el más grande de los placeres.