No hace mucho, la prestigiosa revista inglesa Sight & Sound señaló a la cinematografía rumana como una de las más interesantes y prometedoras de la actualidad -las otras eran la mexicana, la surcoreana, la iraní y la argentina-.
Después de las limitaciones impuestas por el régimen autoritario de Nicolae Ceausescu entre 1967 y 1989, el cine de ese país recuperó la vitalidad de la mano de directores que regresaron del exilio -el de Lucian Pintilie es el caso más notorio-, funcionaron como eslabón entre dos generaciones -Cristi Puiu, guionista de Pintilie y realizador de la celebrada La noche del señor Lazarescu- o inauguraron lo que se conoce como "la nueva ola" -el caso de Corneliu Porumboiu, ganador de la Palma de Oro en Cannes con Bucarest 12:08 y de la competencia oficial del Bafici con Policía, Adjetivo-. Las propuestas de Porumboiu suelen ser radicales, como lo certifican The Second Game, película exhibida en la última edición del Bafici en la que el director conversa durante 90 minutos con su padre, el árbitro que dirigió en 1988 el clásico del fútbol rumano, Steaua-Dinamo, en una cancha cubierta de nieve, mientras nos muestra las imágenes del partido completo, y ahora Cae la noche en Bucarest, un film que contiene apenas diecisiete planos, casi todo el tiempo fijos (a veces la cámara se desplaza levemente, no más que eso).
Esa decisión formal le imprime a la película un ritmo particular, relajado, muy adecuado para que los dos personajes protagónicos puedan desarrollar sus cavilaciones y el espectador perciba sus reacciones ante cada estímulo. Lo que sostiene ese andamiaje es sobre todo el alto nivel de las actuaciones. La película supone una enorme exigencia para los protagonistas, que no cuentan esta vez con la protección del montaje o las variantes en el encuadre. Son sus cuerpos, su gestualidad, los recursos que ponen en juego, en suma, los que determinan el peso dramático de cada escena, puntuada además por una serie de parlamentos -inteligentes la mayor parte de las veces, ocurrentes como mínimo en otras- sobre el cine, las diferencias entre la cocina de Occidente y la de Oriente o la posibilidad de vivir en Francia.
El argumento es casi anecdótico -un director que se enamora de una actriz secundaria de su película y decide a partir de allí una serie de cambios en su propio proyecto-, una excusa elegante para que Porumboiu despliegue sus reflexiones sobre el cine y de hecho las ponga en práctica con un tipo de puesta en escena que en más de una oportunidad remite -por austeridad, rigor y uso inteligente del humor- al coreano Hong Sang-soo, otro favorito de la crítica y los festivales.