A filmar que se acaba el cine
No apto para cultores del “en esta película no pasa nada”, el tercer largometraje del notable director de Bucarest 12:08 (2006) y Policía, adjetivo (2009) es una carta de amor al cine y a una mujer (una actriz), un ensayo sobre la neurosis de un director y sobre las inseguridades propias de todo proceso creativo.
Con ese rigor, experimentalidad y virtuosismo (que jamás cae en el regodeo) tan propios del nuevo cine rumano, Cae la noche en Bucarest está construida en apenas17 planos-secuencia que suman 89 minutos con largos diálogos entre los dos protagonistas (el realizador y su amante/musa inspiradora), aunque en algunos pasajes aparecen también un par de personajes secundarios (la productora del film que se está rodando y otro director).
A Paul (Bogdan Dumitrache) le quedan dos semanas de rodaje y se siente insatisfecho con el material conseguido hasta el momento. Mantiene un affaire con Alina (Diana Avramut), una actriz secundaria que -a medida que avanza la relación afectiva- va ganando espacio en la trama de ficción. El la quiere filmar desnuda, pero ella no está convencida de que “esté justificado”.
Paul es un fumador empedernido, alguien que come y bebe (alcohol, café) en demasía y, para colmo, a sus excesos le agrega una faceta hipocondríaca: cree estar somatizando en su cuerpo los conflictos mentales que le genera la producción y está convencido de tener una úlcera, aunque según el diagnóstico lo suyo es apenas una gastritis.
En las largas y fascinantes escenas del film (varias de ellas trabajadas con planos fijos o dentro de un auto), este ser bastante egocéntrico, autoritario, inmaduro, mentiroso y manipulador expone su visión sobre el cine (la muerte del fílmico, el imperio del digital y los cambios en el concepto de lo que fue, es y será una película) o su obsesiva búsqueda de la credibilidad y el naturalismo en su obra, aunque también se sumerge en otras cuestiones como las diferencias entre la cocina oriental y la occidental o cómo sería vivir en Francia.
No es difícil ver en Paul una suerte de alter-ego del propio Porumboiu, pero lo que en principio parecía servido para un ego-trip, una mirada nostálgica, autoindulgente y narcisista se convierte gracias a la capacidad irónica y la austeridad del director en un film tan inteligente como incómodo a la vez, que excede el mero marco del cine-dentro-del-cine y que se sostiene con las herramientas más puras de la narración.
Una oda cinéfila (hay citas explícitas a Michelangelo Antonioni pero con irrupciones absurdas que remiten sobre todo a los films de Hong Sang-soo) sin artificios (mucha luz natural, no hay música que distraiga o subraye emociones) y con mucha sensibilidad, creatividad y talento.
Aquí se puede leer una nota sobre este y otro reciente film de Porumboiu, The Second Game, exhibidos durante el último BAFICI.