Una manera de ver al mundo
El tercer film de Corneliu Porumboiu, sin “tema” ni “conflicto”, es una comedia diminuta y delicada, en la que la circulación del dúo central y un puñado de personajes secundarios acaba construyendo un sutil entramado de voces, rostros, ideas y sensaciones.
Es una pena que ninguna de las dieciséis copias de Cae la noche en Bucarest que comienzan a exhibirse hoy en la Argentina sea en el viejo y querido (y en vías de extinción) formato de 35mm. No se trata de un capricho o un anhelo melancólico disfrazado de queja, sino de una reflexión lógica que se desprende de la primera escena/plano del film de Corneliu Porumboiu. Luego de la breve y ascética secuencia de títulos, un director de cine, Paul (Bogdan Dumitrache), maneja su auto en compañía de una de las actrices de reparto de su película, Alina (notable presencia de la debutante Diana Avramut). La conversación gira alrededor de un posible desnudo en determinada escena, de su justificación narrativa, y termina derivando en una explicación del realizador de su preferencia por el rodaje en 35mm por sobre el digital, no tanto por los resultados fotográficos sino por la imposibilidad física de filmar continuamente más de once minutos: las cámaras pueden cargar una cantidad limitada de metros de película virgen.
“Ese límite ha marcado una manera de hacer cine. Y de ver el mundo”, reflexiona Paul, y es difícil no ver en esa afirmación una rotunda declaración de principios del propio Porumboiu, quien no sólo filmó su último largometraje en 35mm (aunque la mayoría de las copias distribuidas internacionalmente son digitales) sino que organizó sus 89 minutos de duración en una serie de 17 planos-secuencia –es decir, sin corte de montaje–, a un promedio de cinco minutos cada uno de ellos. Que Paul cambie y –literalmente, de la noche a la mañana– pase de ser alguien muy seguro de sí mismo a encarnar a un protagonista lleno de dudas y conflictos es apenas una de las apariencias que el film irá desnudando. En gran medida, lo hace gracias a una puesta de cámara y un ritmo narrativo mentirosamente funcionales, tan complejos como sus personajes, casi geométricos en la repetición de situaciones semejantes, atentos a los detalles dentro del plano y a lo que permanece temporal o permanentemente fuera de él.
El segundo de los planos-secuencia del film encuentra a Paul en la cocina de su casa, cancelando el rodaje de esa jornada debido a un dolor de estómago que podría tener como origen una úlcera o una gastritis. También podría tratarse de un pequeño embuste a su productora, Magda, quien se revela eventualmente como un incansable sabueso dispuesto a encontrar pistas que demuestren la culpabilidad del sospechoso. Paul pasará gran parte del día con Alina, con la cual ha comenzado a mantener una relación sentimental. Una que es el punto de partida, como se verá, de otras mentiras y verdades a medias, algunas de ellas considerables, la mayoría microscópicas, inducidas por el uso del lenguaje o la gestualidad. Como ocurría en la ópera prima de Porumboiu, Bucharest 12:08, Cae la noche en Bucarest también transcurre durante un intervalo temporal preciso, en este caso poco más de veinticuatro horas, durante el alto en el rodaje del film dentro del film. En ese lapso, Paul y Alina conversan, tienen sexo, ensayan una escena particularmente dura de roer (pero silenciosa, en las antípodas del histrionismo), almuerzan y cenan, fuman, andan en auto, discuten.
Porumboiu es uno de los grandes cineastas rumanos y un obvio referente cuando se habla de la renovación del cine de su país. Con Cae la noche en Bucarest (cuyo enigmático título alternativo, Metabolismo, ha sido eliminado para el estreno local), se corona además como uno de los escasos realizadores contemporáneos en hacer de la palabra uno de los pilares fundantes de la puesta en escena, de su manera de hacer cine y de ver el mundo. La palabra como diálogo, por supuesto, pero también como método de comunicación y herramienta para construir un universo dentro de la pantalla. Este tercer largometraje en ocho años destila y purifica algunas de las ideas que ya estaban presentes en sus trabajos anteriores, en el grotesco minimalista de Bucarest 12:08 (su film más gritón y caricaturesco) y, en mayor medida, en la genial Policía, adjetivo, suerte de deconstrucción etimológica del policial, del uso de ciertas palabras y, por cierto, de esa construcción narrativa llamada cine.
Hay en la película ecos de Eric Rohmer y, particularmente, del cine del coreano Hong Sang-soo (cuyo cine ha estado poblado por directores y actrices), aunque el estilo de Porumboiu se parece poco y nada al de esos dos cineastas. Se trata, en todo caso, de parientes cinematográficos lejanos, aunque hermanados por una cierta ética a la hora de concebir historias sobre seres humanos y sus dificultades para hacer convivir anhelos y obligaciones, personalidades y dilemas, oportunidades y convicciones. Cae la noche en Bucarest puede ser vista (¿pide ser vista?) como una comedia diminuta y delicada, en la que la circulación del dúo central y un puñado de personajes secundarios acaba construyendo un sutil entramado de voces, rostros, ideas y sensaciones. En él, el humor está agazapado, a la espera, ajeno a usos y costumbres. No hay un gran “tema” en la película, no hay situaciones fuera de lo común. Mucho menos un “conflicto” según los manuales del buen guionista profesional. Apenas un retrato de seres y cosas, un muestrario de momentos y situaciones. Eso le alcanza y sobra a Porumboiu para construir una película de enorme sofisticación, elegancia y sutileza. Tal vez todo sea una excusa para reflexionar y hablar sobre el cine y sus formas. Y, por ende, del mundo.