Presentada en competencia en Cannes esta película franco-libanesa sobre un niño que debe sobrevivir solo en un ambiente peligroso confunde denuncia con miserabilismo, emoción con manipulación y potencia dramática con efectismos varios.
CAFARNAUM: LA CIUDAD OLVIDADA es el tipo de película que gana premios, ovaciones de pie, recomendaciones de políticos de turno y que se usa para campañas de concientización sobre la pobreza en el Tercer Mundo, el sufrimiento de los niños, la pedofilia y hasta puede ser citada en alguna discusión sobre el aborto. Es un catálogo, como los de ropa, pero las distintas opciones del dolor. Tiene a su favor dos elementos importantes: está realizada de manera competente y tiene un protagonista tan carismático que por momentos uno puede olvidarse que está siendo manipulado como las pastillas de antidepresivos que el niño mezcla con agua para vender en la feria como “shots”.
El protagonista es un chico de probables (nadie sabe bien) doce años llamado Zein. Y la historia arranca de una manera original pero que deja entrever la lógica del filme: el niño está en la cárcel por un crimen que cometió (luego se revelará cuál fue) y desde allí ha decidido llevar a juicio a sus padres por haberlo hecho venir al mundo. El juicio, que es más un punto de partida dramático que otra cosa, es el eje sobre el que pivotean los flashbacks que recuentan la historia. La película trancurre en el pasado y se divide en dos grandes partes.
En la primera se muestra a Zein y sus hermanos (varios, ni él sabe cuántos son) viviendo todos juntos y durmiendo una misma cama mientras venden jugos y otras cosas al paso en la calle sin ser casi atendidos por sus padres. Los chicos están adaptados a esa vida caótica y difícil, pero lo que más le preocupa a Zein es saber que su hermana ha menstruado por primera vez y que sus padres ya pueden ofrecerla en matrimonio a uno de los babosos comerciantes con negocio en la calle. La hermana tiene… once años.
El segundo gran bloque lo muestra a Zein en otra parte de la ciudad, en la que intenta conseguir trabajo en un tristísimo parque de diversiones, sin conseguirlo. Sin lugar donde parar termina viviendo en lo de una mujer de origen etíope que trabaja en el parque en cuestión y que tiene un bebé pequeño. El siempre determinado, intenso y muy responsable Zein termina siendo “babysitter” del bebé mientras su madre se ocupa de otros trabajos mientras intenta conseguir la ciudadanía libanesa. Y ese trabajo se volverá más largo y complicado de lo pensado.
El esquema es sencillo. En un estilo tomado del neorrealismo pero pasteurizado a lo largo de los años por los festivales de cine y los estudios de Hollywood (un neorrealismo UNICEF, una pornomiseria para burgueses sensibles del Primer Mundo), Labaki muestra a este chico valiente y resistente hacerle frente a todos los males del Tercer Mundo. Además de la pobreza y el hacinamiento –al que ya están acostumbrados– hay que sumarle la pedofilia, el tráfico de niños, la violencia de género/sexual y la sensación de que nadie debería traer hijos al mundo si no está dispuesto al menos a cuidarlos y protegerlos un poco.
Las ideas, especialmente la última, son importantes y –se puede decir– hasta necesarias, pero el formato en que están envueltas es problemático. La manipulación emocional que hace Labaki, especialmente a partir de la mitad de la película, cuando Zein se queda cuidando al bebé, se va volviendo tan excesiva y obvia que uno no puede evitar sentirse usado, violentado por emociones que la película no evoca sino que te tira por la cabeza. De hecho, la actuación de Zain Alrafeea, que encarna al protagonista, es tan buena –y el niño es tan perspicaz y noble– que hasta la misma idea de hablar de la interrupción del embarazo en función de estas circunstancias es endeble. La película es, en ese sentido, contraproducente, ya que el más humano de los personajes es el que enjuicia a sus padres por haberlo traído al mundo.
Como sucede en muchas de estas películas que explotan de manera pornográfica la miseria disfrazándola de “colorida pobreza tercermundista” es el modo, la forma, lo que fastidia. Como sucedió con YOMEDDINE y GIRLS OF THE SUMMER, las dos peores películas vistas en la competencia de Cannes, CAFARNAUM (que, hay que decirlo, funciona bastante mejor que las otras dos) confunde denuncia con miserabilismo, emoción con manipulación y potencia dramática con efectismos varios. Cuando la cámara, seguramente en un drone, se pasea por los techos de Beirut mostrando a sus habitantes más pobres como insectos en un laberinto infernal, la operación queda más clara que nunca.