La tercera película de la libanesa Nadine Labaki esconde uno de los peores peligros del cine pretendidamente social del presente: su mirada es tan extraña al mundo que retrata, tan anclada en una observación culposa, que concibe como única realidad la espectacularidad de sus miserias. Cafarnaúm cuenta la historia de Zain (notable presencia de Zain Al Rafeea), un niño que denuncia a sus padres por haberlo traído al mundo. Con una estructura narrativa de alternancia temporal, y contaminada por una trampa moral, Labaki combina ese proceso judicial con las causas que lo originaron.
En la ciudad de los milagros de Jesús, la vida de Zain es un compendio de injusticias de las cuales nadie sale indemne. Labaki condensa el desamparo y la desidia en planos aéreos por los pasillos de un barrio pobre, intervenidos por una música insistente que convierte cualquier registro en el apelativo a una lágrima en ciernes. Tanto el opresivo contexto familiar de Zain como su periplo posterior al abandono de su hogar adolecen de una mirada compleja, se recuestan en provocaciones, y señalan responsabilidades que terminan siendo falaces y limitadas.
Hay un único momento en el que la verdad asoma tras los engranajes: Zain llega a un parque de diversiones en las afueras de la ciudad, conversa con el "hombre cucaracha" y comparte esa extraña supervivencia. En ese respiro pesa la verdadera desigualdad y el entramado abierto de sus causas, sin los evidentes subrayados para despertar conciencias.