Café con scones.
En los ’70 era seguido por jóvenes con ansiedades intelectuales, que encontraban en sus ironías de monologuista inspirado y sus personajes agitados e informales algo del espíritu inconformista de la época, mientras espectadores conservadores lo ojeaban con desconfianza. Curiosamente, tras un período de transición con homenajes y tragicomedias que conservaban todavía algo de filo (Zelig, Broadway Danny Rose, Hannah y sus hermanas, Crímenes y pecados), Woody Allen (1935, New York, EEUU) empezó a encontrar su público en quienes antes lo desechaban: desde Match Point (2005) en adelante, sus paseos por Europa y regodeo con ambientes glamorosos fueron convirtiendo a su cine en presa codiciada por buscadores de entretenimientos confortables.
¿Está mal que así sea? A veces pareciera que jóvenes freaks que se regocijan con exponentes del cine clase B son más dignos que damas acicaladas que disfrutan de películas sin sobresaltos. En realidad, lo que debería importar es la calidad de la obra, más allá de su carácter amable o revulsivo. En este sentido, el Allen aburguesado de estos tiempos ofrece una suerte de paradoja: sus primeras películas no tienen la solidez formal de las últimas, pero, al mismo tiempo, no había en ellas ciertas dosis de solemnidad y prudencia que sobrevuelan ahora.
Café Society transcurre en la ciudad de Los Ángeles en los años ’30 y se interna en el mundo del cine a través de un simpático personaje: el joven sobrino de un poderoso productor de Hollywood, a quien le pide trabajo. La película comienza ágilmente, con el gracioso encuentro del muchacho con una prostituta inexperta, sus dificultades para ser tenido en cuenta por el atareado tío y el progresivo amorío con la secretaria de éste. Distraídamente se desprenden de los diálogos razonamientos capciosos (“Un amor no correspondido produce más muertes que algunas enfermedades”, “Hay que vivir cada día como si fuera el último, porque algún día lo será”), en tanto breves secuencias, como las de la playa, revelan la madurez del director para encuadrar y dirigir a los actores, con el marco de los cálidos colores provistos por Vittorio Storaro. Pero pronto el film empieza a tornarse un melodrama inofensivo, con una historia romántica que no depara demasiadas sorpresas, contratiempos por un crimen y referencias a Hollywood dichas en voz alta y al boleo. Jesse Eisenberg y Kristen Stewart se desenvuelven con vivacidad pero sin dejar de ser un poco ellos mismos con ropas de época: el entusiasmo con el que algunos han visto allí ecos de míticas figuras del cine clásico parece desmedido. La historia de amor que surge entre Eisenberg y la rubia Blake Lavely –de madura belleza– no resulta creíble, y no faltan simplones estereotipos (la grotesca madre judía, el tío mafioso fumando con pose de bravucón).
Tal vez haya algo del propio Allen en el final mismo (notable, bien resuelto) de Café Society, cuando el protagonista parece tomar conciencia de la frescura que alentaba su pasión juvenil, mientras éxito y dinero parecen rodearlo.
Por Fernando G. Varea