Algunos sentimientos nunca cambian
Woody Allen ya se había metido con la década del ‘30 no hace tanto: con la celebrada “Medianoche en París” y con “Magia a la luz de la Luna” (en realidad ambientada en el ‘28), pero esos acercamientos tenían que ver con una Europa de entreguerras, años de libertad en los cabarets y en las mansiones de la alta sociedad. En “Café Society”, Allen vuelve a trasladar la acción a Estados Unidos (lo había hecho en “Triste y melancólico” del ‘99, en los años aciagos antes del “renacimiento” con “Match Point”), a caballo entre la Los Ángeles de la era dorada de Hollywood y su studio system, y su infaltable Nueva York.
En realidad podríamos decir que son dos películas en una, y que cada ciudad es el eje de cada tramo en la vida de Bobby Dorfman, cada uno con su tono particular. Todo para narrar una historia que apela tanto a la comedia (de a pinceladas precisas), el culebrón (el triángulo amoroso, los que no saben y los que se dan cuenta) con elementos de la novela de educación sentimental dieciochesca (la experiencia que marca a fuego una subjetividad) y alguna referencia a “El gran Gatsby” (el muchacho que se abre paso en la gran sociedad y logra algún éxito, al costo de la derrota afectiva). El cruce también es de clase, entre la experiencia proletaria de su niñez y la bohemia burguesa de artistas y farsantes que ha sabido retratar como nadie en su obra (especialmente en el tramo de madurez).
Iniciaciones
Bobby Dorman es un muchacho judío de Nueva York, en la época en que Allen nació (es del ‘35), así que el realizador puede contar algo de lo que alcanzó a percibir en su infancia (como Borges con los malevos que habían desaparecido años atrás): aquellas familias judías que se repartían entre una clase trabajadora y esforzada y algunos muchachos que vieron la salida en el ambiente de las calles, junto a otros muchachones italianos e irlandeses.
Menor de tres hermanos (un pandillero digno de Scorsese y una maestra casada con un intelectual comunista), Bobby sueña otra cosa, y la factoría de sueños por aquel entonces era Hollywood, en una época en que Greta Garbo y Errol Flynn todavía se codeaban con Hedi Lamarr y Barbara Stanwyck (claramente estamos en el ‘35, el año de estreno de “Woman in Red”). Así que se va a la costa californiana para emplearse con su tío materno Phil Stern, agente de estrellas de cine, quien se compromete finalmente a ocuparse de él.
A cargo de su ambientación queda Vonnie (Veronica), secretaria de Phil, de quien el muchacho se enamora al instante, a pesar de que ella está con otro. No contaremos mucho de esa parte aquí, pero sí diremos algo de los largos años en el medio, las vidas separadas, la despampanante mujer ideal (también llamada Veronica) que llega a la vida de Bobby (devenido en gerente de un club nocturno financiado por su hermano Ben) para hacer una vida con él, nunca suficiente para llenar el vacío.
Atmósferas
“Algunos sentimientos nunca cambian”, le dice Bobby a Vonnie a la vuelta de los años, en un diálogo hermano del “siempre nos quedará París” de “Casablanca”, en un filme lleno de diálogos propios del cine clásico estadounidense. Y no es el único elemento clásico que aflora: la reconstrucción de época es impresionante, a pesar de que Allen evita mostrar estudios y decorados, el lado “duro” de la industria, como hicieron los Coen en “¡Salve, César!”: prefiere recorrer el reverso, el mundo de las cócteles en Beverly Hills, con ejecutivos tomando champagne en copas Pompadour a la vera de una piscina, en mansiones de ensueño (la fotografía de Vittorio Storaro las hace lucir, como lo hace también en las conversaciones a la luz de una vela); pero también el Alí Babá Motel donde se aloja el protagonista, una estética que el espectador avezado reconocerá cercano al departamento de Betty en “Mullholland Drive” de David Lynch (que a su vez jugaba con el homenaje, desde el mismo título, a “Sunset Boulevard” de Billy Wilder).
Allen nos tiene acostumbrado a que suene smooth jazz, dixieland, ragtime o manouche cuando vemos esos parcos créditos de apertura en tipografía Windsor, blancos sobre negro. Pero cuando puede tematiza al jazz: si en “Triste y melancólico” Django Reinhardt era la figura a admirar, y en “Magia a la luz de la Luna” se homenajeaba a las canciones de Bertolt Brecht y Kurt Weill (con Ute Lemper como cantante), acá hay un homenaje a las canciones de amor desolado de Rodgers y Hart (“finalmente Rodgers y Hart tenían razón”, se dice por ahí), que aparecen tanto en “selectas grabaciones” como interpretadas por la orquesta del club Les Tropiques con su cantante al estilo Anita O'Day: épocas del jazz llenas de inocencia y anteriores a ciertos desatinos que hoy se engloban bajo esas cuatro letras. Por supuesto, también está el jazz instrumental de los pequeños boliches neoyorquinos, en tanto venos en el protagonista un alter ego del realizador.
Alquimia
Porque justamente no se puede pensar una película del buen Woody sin el elenco, parte central de la alquimia de cada mojón en su carrera. Y la construcción del alter ego es un elemento clave: si en “Que la cosa funcione” era el Larry David de “Curb your enthusiasm” la identificación de lo viejo, cínico y cascarrabias que se esconde en Allen, para “Café Society” encontró en Jesse Eisenberg una versión juvenil de sí mismo: un muchachito judío, atolondrado, con tics y manías y diálogos disparatados (el encuentro de Bobby con la prostituta debutante es un pase de comedia elegante, con Anna Camp en el rol de Candy). Pero Eisenberg hace crecer a su personaje en dramatismo y síntesis, con el correr de la historia.
Por supuesto no puede faltar una musa para enamorar al héroe (previo enamorar al director, obvio) para enamorar también al espectador. Y allí está Kristen Stewart, con su pollerita de playa y sus sandalias con zoquetes, con sus dientes a la vista y su voz grave y afónica de estrella de cine clásico, en excelente química con su partenaire (la misma frescura original, el mismo minimalismo expresivo hacia el final). El esplendor de Blake Lively como la segunda Veronica (realmente brilla en la pantalla, como su sonrisa) viene a reforzar el vacío, todo lo que su personaje no podrá ser.
Steve Carell ya demostró que es un gran actor más allá del comediante, y aquí le sobra para construir a Phil como un antagonista querible, con las expresiones justas. Corey Stoll con pelo agregado construye a un Ben humano y casi simpático; mientras que Parker Posey como Rad, secundada por Paul Schneider como su esposo Steve, le dan vida a los amigos facilitadores de Bobby. El resto de la familia Dorfman tiene algunos buenos pasajes en cuanto al humor de la colectividad: ellos son Ken Stott (Marty, el padre), Jeannie Berlin (Rose, la madre), Sari Lennick (Evelyn, la hermana) y Stephen Kunken (Leonard, el cuñado).
Allen dijo alguna vez que produciendo un filme al año, por la “teoría cuantitativa”, llegue en algún momento a hacer algo trascendente y Café Society tal vez sea una de las candidatas al puesto. A fin de cuentas ya nació clásica, y con temáticas eternas.