“LA MULA” Una oportunidad de redención Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com Fuera de la diferencia de registros narrativos, uno no puede dejar de asociar “La mula” con “Lucky”, la despedida de Harry Dean Stanton. Esperemos que Clint Eastwood viva varios años más, pero probablemente estemos ante su despedida de la actuación, que creíamos que había sido con “Gran Torino”. Earl Stone, el protagonista de “La mula”, podría compartir elementos biográficos con Lucky: ambos son nonagenarios autosuficientes y veteranos de guerra, con una visión existencialista del transcurrir: ellos, los más viejos, son los que tienen más tiempo para detenerse a saludar a un amigo o disfrutar de algún placer sencillo. Pero donde el personaje de Stanton era un soltero eterno de vida simple, aquerenciado entre los mexicanos de frontera, Earl es un floricultor venido a menos luego de sacrificar su vida familiar por su trabajo, con modales poco actualizados con respecto a la diversidad étnica. Sin ser el resentido de “Gran Torino”, Eastwood vuelve un poco sobre el personaje (que se le parece mucho) del sobreviviente de tiempos idos, que choca con la sociedad actual y con el sistema económico demasiado diferente de los florecientes años de posguerra. De aquella película a ésta pasaron diez años; el viejo Clint tiene 88, y ya muestra la presencia física del anciano. El mismo Clint que en “Los puentes de Madison” se filmaba con el torso desnudo para demostrar que podía ser un galán maduro, en la piel de Earl acepta ser un hombre flaco, de movimientos dubitativos y la voz pequeña, aunque tenga el resto para un par de chicas. Antihéroe Como director, Eastwood vuelve sobre historias de base real, aunque esta vez en vez de buscar un “héroe americano” (como en “Francotirador” o “Sully”) aborda la historia de un antihéroe hecho por las circunstancias. Nick Schenk, el mismo autor de “Gran Torino”, escribió el guión inspirado por un artículo de Sam Dolnick publicado en la New York Times Magazine: allí se contaba la historia de Leo Sharp, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que se convirtió en traficante de drogas del Cartel de Sinaloa. El formato elegido por Schenk es bastante familiar, un poco al estilo “Atrápame si puedes”, construyendo en paralelo a los “adversarios” que motivan el conflicto: el protagonista fuera de la ley y el agente encargado de capturarlo, aunque en este caso no lo sepa. De todos modos, el personaje a delinear es el viejo floricultor: galante, encantador, se pasó la vida en convenciones y concursos, excediéndose en el olvido de su esposa e hija. Arruinado económicamente, la vida le pone dos oportunidades: reivindicarse a través de su nieta y recomponer sus finanzas como “mula” (transportador) de cocaína de los carteles mexicanos (en el capitalismo tardío la distribución le gana a la producción de bienes materiales, razón por la cual los mexicanos dominaron a los colombianos). Para algo tienen que haber servido tantos años en la ruta, piensa el anciano, y cuando se da cuenta está llevando ingentes cantidades de droga, convirtiéndose en la estrella del tráfico. Sobre el final tendrá una tercera oportunidad, pero no nos adelantemos. Parece saber que está mal, pero no se problematiza el delito (quizás porque alguien lo va hacer igual). Nunca se verbaliza, pero parecería que para el anciano hay algo de “reparación”: si el mundo “legal” lo perjudica a él, no ayuda al Centro de Veteranos al que concurre y no le permite contribuir a la educación de su nieta, este negocio de la nueva era vendría a darle lo que le han quitado (aunque algunos gustos de los narcos parecen no desagradarle). Del otro lado, el agente Colin Bates se desespera por desplegar sus redes sobre la misteriosa mula, que lo burla más de una vez sólo por su aspecto y su forma atípica de realizar el trabajo. Entre ellos habrá algún cruce que enfatice el mensaje “edificante” del relato, como para tirarse algún chispazo de química. Una épica del camino Lo que queda de la “épica americana” es la ruta, que une los diferentes ámbitos: la sencilla vida en Peoria (Illinois), la zona de nadie de El Paso (Texas) y la mansión del simpático narco Latón, una especie de fiesta permanente de tiro al blanco y chicas en bikini (algún mexicano va a protestar, aduciendo cierto esquematismo). En el medio está la ruta, parte del ADN del cine de Estados Unidos y de la forma en que la cultura de ese país se mira a sí misma: desde que los Joad remontaron la 66 huyendo de la miseria de la sequía de Oklahoma en los ‘30, décadas antes de los motoqueros de “Busco mi destino”; mucho antes de las alocadas “Vacaciones en familia” de Chevy Chase, del “Duelo” de Spielberg y del viaje espiritual de “Sucedió en Elizabethtown”. Remontar la carretera en auto (los colectivos son para fugitivos, al menos en el cine y las series) es una forma de estar y un tránsito entre las diferentes identidades (encantador afuera, con ganas de irse en casa, le reprochará a Earl su ex esposa Mary). Eastwood filma el camino con variedad de recursos: desde el aire, desde el nivel de la camioneta, deteniéndose en los no-lugares (cafeterías, moteles) y haciendo varios homenajes en el momento del clímax (que no desarrollaremos aquí). La leyenda del jazz Arturo Sandoval aporta la música del filme (Eastwood cede esa parte por esta vez), subrayando las tensiones y acompañando con sutileza, con cuerdas ligeras, trompeta y piano (aunque también aporte sonidos latinos en momentos más “festivos”); en el camino se cruza con las canciones clásicas (cruce de mexicano y estadounidense, como “Allá en el rancho grande”, por Dean Martin) que Earl escucha durante sus viajes. Estampas De la performance actoral del veterano Clint no agregaremos mucho más, salvo decir que ahí abajo sigue estando esa presencia: en la mirada, en las réplicas, en el porte. Y que sigue siendo esos actores que transmiten variedad de matices desde la aparente inexpresividad (“Million Dollar Baby” es una clase de eso); quizás el heredero a su manera de esa escuela para algunos pueda ser Viggo Mortensen. La sorpresa la da Dianne Wiest: su Mary está llena de detalles gestuales que enriquecen a esa mujer dolida hasta lo profundo, pero capaz de recordar que amó: un destellar en los ojos, un tremular en los labios, y podemos ver los largos años transcurridos. Del otro lado, Bradley Cooper (ahora también devenido en director) no tiene demasiadas chances de darle aire a Bates, que termina siendo un agente un poco “winner” al que las cosas no les salen como esperaba. Así interactúa con su jefe, interpretado por Laurence Fishburne, y con su ayudante Treviño, encarnado por un Michael Peña flaco y alejado de su registro más humorístico. Otra de las performances notables es la del argentino Ignacio Serrrichio como Julio, el hombre que el cartel envía a vigilar al anciano: si bien no es un giro sorpresivo en la narración, logra construir el pasaje del narco prepotente al joven encariñado y respetuoso de aquel hombre único. Taissa, la menor de las Farmiga, tiene aún la frescura juvenil que mostró en “Adoro la fama”, aunque en transición a una energía más adulta: en ese tránsito compone a Ginny, la nieta redentora. Andy García le pone el afable rostro a Latón, un traficante vieja escuela, amante de los códigos, las oportunidades y la buena vida. Alison Eastwood es realmente la hija de Clint, así que en su personaje de Iris, hija enojada con padre ausente, quizás haya algo de memoria emotiva (no parece ser fácil tener al ex cowboy como padre). Y la familia se agranda: para el rol de Gustavo, el nuevo capo, elige a su yerno Clifton Collins Jr. (marido de Francesca Eastwood): nieto de un compañero de John Wayne, para las grandes audiencias es el taimado Lawrence y El Lazo en la serie “Westworld”; acá no tiene tanto margen para mostrar sus dotes, pero aporta lo suyo. Con estos elementos el veterano actor y director construye una narrativa que vuelve sobre el devenir de Estados Unidos, esta vez con algo de incorrección política (para los estándares del Partido Republicano en el que milita). Pero en el fondo, aunque algo apostrofado, está el mensaje de que “el trabajo no nos haga perder de vista a la familia”: quizás, como su personaje, necesita decírselo a sí mismo antes de que sea tarde. * * * * MUY BUENA “La mula” “The Mule” (Estados Unidos, 2018). Dirección: Clint Eastwood. Guión: Nick Schenk, basado en el artículo “The Sinaloa Cartel’s 90-Year-Old Drug Mule” de Sam Dolnick. Fotografía: Yves Bélanger. Música: Arturo Sandoval. Edición: Joel Cox. Diseño de producción: Kevin Ishioka. Elenco: Clint Eastwood, Bradley Cooper, Dianne Wiest, Taissa Farmiga, Andy García, Alison Eastwood, Michael Peña, Laurence Fishburne, Laurence Fishburne, Clifton Collins Jr., Ignacio Serricchio, Robert LaSardo. Duración: 117 minutos. Apta para mayores de 16 años. Se exhibe en Cinemark.
“ROMA” Un pedazo de vida Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com Si Alfonso Cuarón ganase el Oscar a Mejor Director por “Roma”, redondearía cinco victorias mexicanas en seis años: él mismo ganó en 2014 por “Gravedad”, Alejandro González Iñárritu lo hizo en 2015 y 2016 con “Birdman” y “El renacido”, y Guillermo del Toro en 2018 con “La forma del agua” (sólo cortó la racha Damien Chazelle de la mano de “La La Land”). La diferencia estaría en que esta vez sería de la mano de una producción casi enteramente mexicana en elenco y equipo, hablada en español y mixteco, y con mucho del color de su país (todas las anteriormente nombradas fueron hechas en el corazón de la industria hollywoodense, y con elencos de celebridades; Iñárritu ya había estado nominado por “Babel”, caso similar). ¿Qué tienen en particular estos mexicanos? Una de las cosas que podemos reflexionar es si, como outsiders de las grandes usinas cinematográficas, son hoy los depositarios de una herencia clásica que procesan y evolucionan mejor que en el origen (un caso similar podría ser el del uruguayo Fede Álvarez, el argentino Andy Muschietti y españoles como Jaume Collet Serra en el cine de terror). Al menos algo de esto podría darse en el caso de Del Toro, que saldó su deuda con la tradición del cine de monstruos de la Hammer y de los musicales de la era de Shirley Temple en “La forma del agua”. Y lo mismo podríamos decir de Cuarón en “Roma”, pero con una particularidad: su relación a explicitar aquí es con escuelas europeas como el neorrealismo italiano y la nouvelle vague, al menos en la faz estética: los viejos cinéfilos reconocerán la estética de posguerra italiana en la forma de retratar las vidas humildes, los planos de la vida doméstica, algunos diálogos; de igual forma, el recurso al plano secuencia para sostener la unidad narrativa actoral y la continuidad visual recuerda a los experimentos galos de los ‘60 (los travellings de acompañamiento como en la playa, las tomas a 360º para las escenas interiores). Todo esto en un blanco y negro que evoca al cine del pasado, a la vez que gana una nueva calidez: México es soleado y caluroso sin necesidad del abuso de los filtros naranjas en la cámara (recurso popularizado por “Traffic”, entre otras cintas conocidas). Pero al mismo tiempo, como decíamos, se trata de una película eminentemente mexicana, sin necesidad de la omnipresencia de elementos folclóricos (el exotismo del Día de los Muertos en “Coco”). Hay una búsqueda estética y temática hacia el cine latinoamericano de los ‘60 y ‘70: el retrato de la pobreza, las tensiones de clase, la violencia política, diversos elementos en convivencia en unos años únicos. Y la recurrencia a “no actores” para representar a las clases subalternas, tal como hacía el cine de ficción de formación documental en aquellos años (cruces como los que hacía Fernando Birri por estos pagos). Meses complicados La protagonista del relato es Cleo, integrante del personal doméstico de una familia de clase media alta que vive en la Colonia Roma, un lugar de cierto estatus en la Ciudad de México de los ‘70. Cuarón dedica esta película a Liboria “Libo” Rodríguez, una empleada que lo crió de niño, así que el gran ejercicio es correrse de su propio lugar (el de los niños de la casa, su propia extracción de clase) para adentrarse en el mundo de esta aborigen que habla el mixteco con su compañera Adela: “Ya no hablen así”, dirá Paco, el segundo de los niños varones, y es inevitable la mirada circular de los niños estadounidenses con domésticas latinas, que les transmiten el español (Iñárritu abordó esto en una de las historias de “Babel”). Cuarón extrae de sus recuerdos esos detalles de desigualdad naturalizada, donde cualquiera de los patrones pide que le alcancen algo que está ahí nomás a las polifuncionales domésticas, la naturalización para ellas, y al mismo tiempo las relaciones de cercanía que se construyen lateralmente a esa disparidad. Pero la casa está en revolución: el señor Antonio, médico, se va en un viaje académico a Ottawa, en Canadá: algo sobrevuela su partida, y su ausencia comienza a prolongarse en lo que cada vez más se perfila como un cambio en la estructura familiar. De tal modo, su esposa Sofía comienza a tomar decisiones en esa casa de cocheras demasiado estrechas para los autos y habitaciones separadas para el personal. Paralelamente, Cleo se inicia a la vida sexoafectiva, lo que redundará en un embarazo no deseado que la acompañará durante buena parte del metraje, y tendrá ribetes inesperados. Entre estas dos tensiones, Cleo atravesará hieráticamente las fiestas de fin de año en haciendas ajenas, la intervención de la violencia paraestatal post Masacre de Tlatelolco (representada en la Matanza del Jueves de Corpus, también conocida como el “Halconazo”), hasta llegar a la apoteosis en unas minivacaciones, escena de la playa (la del afiche) como cumbre estética, filmada con el sol de frente y casi sin cortes (el propio director se encargó de la fotografía y coedición final de una de sus películas más personales). Parece que hemos spoileado mucho, pero no es así, estimado lector: porque el arco narrativo puede parecer minimalista (puede: la vida y la muerte a veces son segundos y lo que dura es el susto o la impresión que deja el momento), pero la gracia está en los detalles: las formas de hablar, de tratarse, de movilizarse: un comentario intrascendente y una respuesta parca pueden indicar mucho sobre la relación de los hablantes y del todo social, donde conviven las clases privilegiadas, cultas y cosmopolitas, con el campesinado indígena que se está volviendo “de ciudad” (la doble fiesta en la hacienda, la de los patrones y la de los empleados, es una concesión al cine latinoamericano de aquellos tiempos: Raymundo Gleyzer, Glauber Rocha y Leonardo Favio se la hubieran festejado por igual). Perfiles Cuarón elige también la dualidad y la tensión para ponerle rostro a su cuento. Y lo encontró en Yalitza Aparicio, una docente de preescolar petisita, de ascendencia mixteca, que encaja con la perspectiva de una Cleo silenciosa, que sufre sus cuitas en silencio y sin llorar, pero que no por eso carece de intensidad en sus emociones: un perfil que en México se viene construyendo desde la llegada de Hernán Cortés. Pero del otro lado eligió a Marina de Tavira como la señora Sofía, una actriz experimentada en cine y en producciones televisivas exitosas, como “El Señor de los Cielos” y “Capadocia”: la patrona es el opuesto de Cleo, con sus estallidos de enojo y de tristeza, y al mismo tiempo en evolución: una especie de Nora de “Casa de muñecas”, pero tardía y maternal. El elenco principal incluye intérpretes de poca o ninguna andadura actoral, empezando por los niños: Diego Cortina Autrey (Toño, el mayor), Carlos Peralta (Paco, el segundo, de buena performance), Daniela Demesa (Sofi, la niña de la casa) y Marco Graf (Pepe, el pequeño travieso). Nancy García García se pone en la piel de Adela, la compañera y paisana de Cleo, más aclimatada a la ciudad y de un humor más intenso y afable. Verónica García le pone su presencia a Teresa, la abuela de los niños, inspirada en la del propio director. Fernando Grediaga tiene pocas apariciones como el señor Antonio, mientras que José Manuel Guerrero Mendoza le aporta picardía y seriedad a Ramón, un novio de Adela que experimenta con el rock, antes de que comience una escena de presencia internacional. Por último, Jorge Antonio Guerrero se destaca como Fermín, el interés amoroso de Cleo, entre la violencia y la paz de los psicópatas. La picardía en el casting está en la participación del luchador Víctor Manuel Reséndez Nuncio, más conocido como Latin Lover, encarnando al Profesor Zovek, un personaje real conocido como “El Houdini mexicano”. Canales Por fuera de lo específicamente cinematográfico, “Roma” se metió de cabeza en la pelea de la circulación y distribución de las películas. Con una particularidad: siendo tan desarrollada para la sala de cine (incluyendo el diseño de sonido, que juega con el fuera de campo y la variedad de las intensidades), es la apuesta “artística” de Netflix y su caballito de batalla para la temporada de premios. Curiosamente para “jugar” en la misma hay que tener estreno en salas, pero el realizador logró que el juego se abra más allá de lo estrictamente reglamentario: otro guiño para los veteranos de las pantallas grandes. missing image file En familia: Sofía (la experimentada Marina de Tavira) junto a sus hijos y la nunca bien ponderada ayuda de Cleo (la debutante Yalitza Aparicio). Fotos: Gentileza Netflix **** “Roma” Ídem (México-Estados Unidos, 2018). Guión, dirección y fotografía: Alfonso Cuarón. Edición: Alfonso Cuarón y Adam Gough. Diseño de producción: Eugenio Caballero. Elenco: Yalitza Aparicio, Marina de Tavira, Fernando Grediaga, Diego Cortina Autrey, Carlos Peralta, Daniela Demesa, Marco Graf, Nancy García García, Verónica García, Jorge Antonio Guerrero, José Manuel Guerrero Mendoza, Latin Lover, Andy Cortés, Zarela Lizbeth Chinolla Arellano, Clementina Guadarrama. Duración: 135 minutos. Apta para mayores de 16 años. Se exhibe en Cine América y por streaming en Netflix.
“COLETTE: DESEO Y LIBERACIÓN” Literatura hecha cuerpo Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com La distribución en la Argentina de la cinta que sigue los años más intensos en la vida de la escritora Sidonie-Gabrielle Colette apuesta a la explicación ostensiva sobre “de qué va la cosa”, agregando el “deseo y liberación” al título. Porque son dos temas que mueven la trama del filme y la vida del personaje central, pero que pueden quedar como planos dichos mal y pronto. Collette fue un sujeto deseante pero su liberación no es sólo la de su deseo entendido como carnal, sino de su ser femenino todo. En el tránsito del siglo XIX al XX hizo saltar por prepotencia de voluntad (como todas las pioneras, como en la Argentina Julieta Lanteri, Cecilia Grierson y más tarde Alfonsina Storni, entre otras) las convenciones sobre el amor, el arte y la profesión que les estaban dadas a las damas francesas (la amante de Colette, Mathilde “Missy” de Morny, marquesa de Belbeuf, dirá en un momento del filme sobre su ruptura de los géneros: “Entiendo que es más difícil para las mujeres que no tengan mis medios”). Así, quizás sin usar nunca la palabra “feminismo” (que viene del sufragismo británico, o por ahí), Colette amó a hombres y mujeres, llevó sus vivencias al papel y luchó por el reconocimiento autoral contra su antagonista: Henry Gauthier-Villars, alias Willy, su marido y “hacedor”. Porque el guión (firmado por el fallecido Richard Glatzer como autor de la historia, llevado a la pantalla por él mismo junto a su marido, el director Wash Westmoreland y la coguionista Rebecca Lenkiewicz) elige mostrarlo como una suerte de Pigmalión mediocre que se horroriza de la Galatea que ha forjado del barro, que abre sus propias alas más allá de la “correa larga” que le ha tendido: Colette se apropia del mundo libertino de su marido y de sus cuadernos, y como Flaubert de “Madame Bovary” dice: “Claudine soy yo”. Pero acá, el género y las vivencias coincidieron, y Colette se convirtió en una autocreación. Por lo que llevar su historia a la pantalla es una puesta-en-vida de quien puso la vida en tinta. No es un desafío menor. Cuidado visual Por lo demás, la narración fluye tradicional, en un estilo de biopic clásico: el recorte del período clave en la vida de la figura a retratar, los saltos temporales cuidadosamente indicados, la estructura de relaciones sintetizada en derredor del personaje. Pero la química funciona y la puesta se luce en la representación. Aunque podría sospecharse de la visión británica sobre hechos y personajes franceses, la reconstrucción de vestuarios, looks y lugares (en parte rodados en Hungría) es remarcable: ahí están sobre el final, las fotos de rostros y objetos (los manuscritos, por ejemplo) para mostrar el esfuerzo puesto en los detalles (las manos escriben en francés, aunque las voces en off sigan el texto en inglés). El mérito es para el diseñador de producción Michael Carlin, el departamento de arte de Katja Soltes (Renátó Cseh, Hedvig Kiraly y Katrina Mackay), las escenógrafas Lisa Chugg y Nóra Talmaier y la diseñadora de vestuario Andrea Flesch. De la mano de la fotografía de Giles Nuttgens, la campiña es siempre verde y luminosa, y la París del tránsito a la luz eléctrica es más de interiores, expresando la tensión entre el campo amado por la artista y el mundo de los salones literarios que demoraron en aceptarla (aunque el Bois de Boulogne tiene que estar, como espacio de sociedad). La música de Thomas Adès viste las escenas, aunque la música que se destaca es la diegética, la que escuchan los personajes, y pertenece a los compositores de ese tiempo (Debussy, Saint-Saëns, Gounod, Bizet, Satie). Intérprete plena Pero el arma secreta de Westmoreland son 55 kilos de material explosivo. Keira Knightley es pura literatura, es una encarnación del periplo de la heroína romántica. De la mano de Joe Wright exploró el carácter campesino e indómito de la Lizzy Bennet de “Orgullo y prejuicio” y las tribulaciones en jaula de oro de “Anna Karenina”. Su Colette vive un poco entre ambos registros, pero al mismo tiempo es un salto evolutivo en el devenir de la liberación femenina: el personaje histórico y el literario (Claudine) son uno, “y la mano que empuña la pluma es la que escribe la historia”, como le enseña Willy (para su posterior arrepentimiento). Así, vuelve sobre sí y puede ser a la vez Lizzy Bennet y Jane Austen, y viajar de la joven ingenua de Borgoña a la figura de sociedad que marca estilo por estampa y pluma. Knightley proyecta una fuerza especial hacia adelante desde el maxilar inferior para escupir las verdades más duras, pero basta que ría con la punta de la lengua entre los dientes (proyectando la energía hacia atrás) para expresar la candidez, con los ojos pícaros y chispeantes: esas ventanas del alma que se revelan precisas en la escena del Moulin Rouge. Allí, en la secuencia de “Sueño de Egipto”, hace explotar a la performer escénica, con un baile “exótico” que combina las rigideces jeroglíficas con el fluir de las danzas de la India. En sociedad Del otro lado está Dominic West como un Willy taimado, libertino y celoso; el riesgo de caer en el exceso está ahí, pero el intérprete logra sortearlo con éxito. El elenco se completa con una sugerente y sutil Eleanor Tomlinson como Georgie Raoul-Duval (doble amante del matrimonio); Denise Gough en el cuerpo de una Missy masculina y firme; una sólida Fiona Shaw como Sido, la madre de la escritora; Shannon Tarbet como Meg, el tímido nuevo proyecto de Willy; Johnny K. Palmer como Paul Héon, el secretario con lealtades divididas; y Aiysha Hart tiene su destello como Polaire, la intensa argelina elegida para llevar a Claudine al teatro. Acompañan Robert Pugh como Jules, el padre ex soldado, Julian Wadham como el editor Ollendorff y Ray Panthaki y Al Weaver como Veber y Schwob, escritores fantasmas al servicio del pícaro bon vivant. Una sorpresa: Dickie Beau como Georges Wague, maestro y compañero escénico de Colette, gracias al cual podemos ver un poco de la etapa final de la escuela francesa clásica de pantomima (Wague fue un puente entre esta y el mimo moderno de Etienne Decroux). Con esa paleta, Westmoreland pinta una época, un tiempo de vanguardia y apertura que, más de cien años después, todavía tiene cosas para decirnos. **** Muy buena “Colette: deseo y liberación” “Colette (Estados Unidos-Estados Unidos-Reino Unido-Hungría, 2018). Dirección: Wash Westmoreland. Guión: Richard Glatzer. Wash Westmoreland y Rebecca Lenkiewicz. Fotografía: Giles Nuttgens. Música: Thomas Adès. Edición: Lucia Zucchetti. Diseño de producción: Michael Carlin. Elenco: Keira Knightley, Fiona Shaw, Dominic West, Robert Pugh, Sloan Thompson, Ray Panthaki, Al Weaver, Dickie Beau, Julian Wadham, Eleanor Tomlinson, Aiysha Hart, Denise Gough, Johnny K. Palmer, Shannon Tarbet. Duración: 112 minutos. Apta para mayores de 13 años. Se exhibe en Cine América.
“AIRE” Un día de furia y angustia Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com En su segundo largometraje de ficción, Arturo Castro Godoy propone un itinerario que funciona por sí mismo, como viaje más que como destino. Y es un recorrido por géneros, influencias y tonos narrativos, que se funden en una cohesión que, más allá de algunos cabos sueltos, lleva al espectador de la mano, con la respiración entrecortada (literalmente). La historia parte de tres premisas médicas: madre soltera asmática, hijo con Asperger (una condición que forma parte de los trastornos del espectro autista: no se lo nombra de entrada, pero ya ha trascendido el apoyo de la Asociación Argentina de Asperger) y un accidente escolar. Momentos y matices Ahí viene la sucesión de registros: arranca con la formación documental de Castro Godoy para registrar paisajes en el amanecer, con esa iluminación naturalista (de la mano de la fotografía de Hugo Colace) que deja ver las pecas del rostro firme de Julieta Zylberberg (de esos que pueden aguantarse la centralidad de cada plano, con la fuerza de sus rasgos y la intensidad en la mirada). De ahí pasamos a una mirada estilo Dardenne del mundo laboral precario (incluye el “plano nuca en movimiento” que los hermanos belgas impusieron en “Rosetta”, y que Darren Aronofsky retomó en “El luchador”), que se torna algo kafkiana en la burocracia mediocre del supermercado: un mundo de agachar la cabeza y “no pedir ni agua”, en manos de tinterillos de baja estofa como el que interpreta Raúl Kreig. Tras el paso por la escuela (allí la trabajadora sumisa puede mostrarse altanera, cosas que pasan en la vida) empieza una especie de “Corre, Lola, corre”, pero a la santafesina, entre la reconocible escuela Moreno y el primer hospital, serie de vicisitudes acompañada por la omnipresencia de la respiración ahogada montada en posproducción, casi como un monólogo interior del asma: una presencia opresiva, como el ruido de fondo en la “Melancholia” de Von Trier. Y el tramo final es “el largo viaje”: entonces, con la intervención de Carlos Belloso como taxista, las distancias se vuelven largas, la ciudad mediana se fragmenta y se rearma en locaciones nuevas, en continuidades urbanas que se escapan de la experiencia de una ciudad de las proporciones de Santa Fe. Recursos Como se dijo antes, los aciertos de la cinta están en la compenetración, sensorial y emocional, del espectador con la protagonista: la falta de aire, el mundo que se tambalea, la angustia, la ansiedad, la ira. La cámara de Castro Godoy abre y cierra el plano, juega con los desenfoques y se pone en movimiento para narrar mejor cada una de los momentos descriptos. No obstante, el círculo no cerraría sin la eficiencia de la herramienta actoral de Zylberberg, que crece en potencial expresivo, más allá de la comunicación verbal. El resto del elenco constela a su alrededor, con protagonismos relativos de María Onetto como Carmen (madre de Lucía) y Carlos Belloso (el taxista Daniel), las figuras más conocidas. El elenco santafesino (integrado por las más reconocibles figuras actorales de nuestro medio) aporta sus mejores momentos de la mano del citado Raúl Kreig, de Delia Beatriz Gaido (“Luchi”, para el público local) como la insufrible directora que dice “mamá” a cada rato, y Claudia Schujman como Julieta, la cajera solidaria en el súper. El niño Ceferino Rodríguez Ibáñez interpreta a Mateo, y los momentos madre-hijo resultan verosímiles. El viaje tiene su remate, aunque deja tensiones narrativas y relacionales en el aire, quizás por la subalternidad de otros personajes respecto de Lucía (la relación con Carmen, el rol actancial de “facilitador” de Daniel). Pero el objetivo está logrado: algo más de una hora en la butaca nos han dejado extenuados y sin aire, después de tanto correr junto a Lucía. *** BUENA “Aire” Ídem (Argentina, 2018). Guión y dirección: Arturo Castro Godoy. Fotografía: Hugo Colace. Música: Pablo Borghi. Montaje: Eliane Katz. Dirección de arte: Sebastián Rosés. Elenco: Julieta Zylberberg, Carlos Belloso, María Onetto, Ceferino Rodríguez Ibáñez, Raúl Kreig, Claudia Schujman, Delia Beatriz Gaido. Duración: 69 minutos. Apta para mayores de 13 años. Se exhibió en Cine América.
El sueño hollywoodense del pequeño Guillermo Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com Con el diario del lunes (nunca mejor dicho) parecería fácil hablar de “La forma del agua”, sobre la cual se han dicho un montón de cosas: la han comparado con “Amelie”, con “Splash” (aquella con Tom Hanks y una impactante Daryl Hannah), han dicho que es como “La sirenita” al revés, la han acusado de inverosímil... Lo que queda claro es que hay allí referencias cinematográficas que son familiares a nuestro universo narrativo. Podemos pensar que en su primera película “personal” en un contexto hollywoodense (un decir: “El laberinto del fauno” convivió con las dos “Hellboy” y “Pacific Rim”) Guillermo del Toro decidió a su manera no sólo rendirle homenaje a los monstruos que “salvaron” su infancia (para él la invención del doctor Frankenstein es una identificación con la llegada de la adolescencia). También se sumó desde ese lugar a la ola de reivindicación a las épocas doradas de la “fábrica de sueños”, en la que se alinean obras disímiles como “El artista” (que se batió en los premios con “La invención de Hugo Cabret”, un viaje al origen), “La La Land” o “Hail Caesar!” (con su reinvención de Eddie Mannix y las réplicas de Hedda Hopper y Louella Parsons), incluso en una producción televisiva como “Feud: Bette and Joan”. Parece haber una intención de la propia cinematografía estadounidense (pensada global en tanto consumida más allá de las fronteras, como en la Guadalajara de Del Toro) de volver sobre tiempos míticos del studio system, entre el comienzo del cine sonoro y el auge de la televisión y la retirada de los últimos patriarcas como Jack Warner. Por eso, hay un montón de tópicos que nos resultan familiares, pero donde opera el mexicano es en el plano de los desplazamientos, donde cada elemento está un poco corrido del eje tradicional. Para empezar, una criatura que rinde homenaje a “El monstruo de la Laguna Negra”, la producción clase B cuyo protagonista acuático tendría aquí una revancha. También hay espías soviéticos que son malos (pero no todos), aunque no son mejores los agentes estadounidenses. Hay por ahí un villano aparentemente maniqueo, pero que es un creyente religioso y conservador cuya fe será puesta en duda. Hay una heroína de las que antes se llamaban ingenuas, pero no es tan niña y atrae con una belleza no convencional, además de ser mudita. Y finalmente está el homenaje a los musicales, desde las citas directas (Bill “Bojangles” Robinson con Shirley Temple en “La pequeña coronela”, Betty Grable en lo que parece “Serenata argentina” y Carmen Miranda cantando “Chica Chica Boom Chic”) a un musical imaginario con el bailarín menos esperable: desplazamiento que se da en la forma romántica, en una variante diferente de “La Bella y la Bestia”, si se quiere, porque la Bestia no es otra cosa que una bestia. Alguno podría pensar si Elisa, la heroína romántica, no es un Patito Feo a lo Andersen: en algún momento se revelará una naturaleza “verdadera” contrapuesta a una “impostura” en la que ha vivido, lo que explica por qué siempre se sintió “como pez fuera del agua”. Para el final hay una persecución con sabor a serie negra, con su cuota de violencia en el clímax. Acercamientos Elisa es una chica no tan chica, soltera y solitaria, una huérfana muda de nacimiento cuya única compañía es Giles, un vecino mayor, un ilustrador publicitario venido a menos que carga con sus propias soledades. Mucama de turno noche, su rutina es levantarse en el ocaso, masturbarse en la bañera mientras hierve huevos duros y tomar el colectivo para llegar al trabajo compartido con Zelda, la otra persona que podría llamar amiga. Lo que se sale de la normalidad es que desempeñan esa tarea en unas instalaciones científicas gubernamentales. Ahí, como quien no quiere la cosa, descubre que han traído desde el Amazonas a una criatura anfibia y humanoide, dotada de una inteligencia que no es justipreciada por los investigadores, encabezados por el agente Richard Strickland, atrapado entre sus prejuicios e intereses. Elisa empieza a desarrollar un vínculo con ese ser, con quien empatiza como otro diferente, al punto de pretender salvarlo de los de ahí y de los más allá que también tienen pretensiones sobre él (o al menos quieren que los estadounidenses no lo tengan), para terminar llevando la relación mucho más allá de lo imaginable desde el vamos para el espectador medio. Luces y sombras Entre los puntos fuertes de la puesta estética está la fotografía de Dan Laustsen, que encuentra una paleta que pueda conjugar el arte dark con algún destello de luminosidad: al fin y al cabo, la historia se cierra en un amanecer. Tampoco se priva Del Toro de escenas de fuerte impacto sensorial, como la inundación del baño. No se queda atrás la cuidada reconstrucción de los años ‘50 encabezada por el diseñador de producción Paul D. Austerberry, tanto en el vestuario, la tecnología real y la que se le asigna en la ficción al complejo científico militar. Todo sazonado por la banda sonora de Alexandre Desplat, que acompaña sin enfatizar demasiado. Desde el punto de vista de las interpretaciones, todas las palmas se la lleva una Sally Hawkins híper expresiva más allá de las palabras, construyendo una Elisa Espósito llena de matices que le brindan espesor, más allá de cualquier suspensión de la incredulidad y de los clichés que podría contener el rol. Junto a ella está Richard Jenkins como Giles, que sabe manejarse sin caer en obviedades a la hora de definir las particularidades de ese hombre fuera de época. Octavia Spencer como Zelda se vuelve el ideal de mujer en proceso de empoderamiento contra el statu quo (hogareño y laboral), a la vez que el personaje terrenal del “equipo” de Elisa. Del otro lado está Michael Shannon como Strickland, a quien le toca dar dimensiones a un antagonista clásico, que toma sus propias dinámicas, sus confrontaciones religiosas (llega a pensarse como el Sansón bíblico) en torno al desafío de la criatura. Y cierra el círculo Michael Stuhlbarg como el doctor Robert Hoffstetler, que muestra en su carácter de doble agente demuestra que es más un científico que un espía y se la juega por lo que cree. Quizás este personaje sea el fiel de la balanza del director, en la contraposición entre la banda de los diferentes (monstruos, mujeres, afroamericanos, homosexuales) y la familia perfecta americana a lo Norman Rockwell que representa Strickland. Con estos elementos, Del Toro construyó una historia que quizás sea más familiar que sorpresiva (y en lo familiar quizás está el desconcierto), pero que no deja de ser en algún punto el sueño oscuro y hollywoodense de aquel pequeño Guillermo, que fantaseaba con monstruos que lo salvarán del mundo que conocemos. **** MUY BUENA “La forma del agua” “The Shape of Water” (Estados Unidos, 2017). Dirección: Guillermo del Toro. Guión: Guillermo del Toro y Vanessa Taylor, sobre historia del primero. Fotografía: Dan Laustsen. Música: Alexandre Desplat. Edición: Sidney Wolinsky. Diseño de producción: Paul D. Austerberry. Elenco: Sally Hawkins, Michael Shannon, Richard Jenkins, Doug Jones, Michael Stuhlbarg, Octavia Spencer, Lauren Lee Smith. Duración: 123 minutos. Apta para mayores de 13 años con reservas. Se exhibe en Cinemark.
El color que cayó del cielo Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com Netflix se metió en el último tiempo como un actor fundamental en la generación de contenidos audiovisuales: hace rato que dejó de interesarse solamente en la distribución de los contenidos. Ha mantenido en los últimos tiempos una polémica con Amazon Studios sobre la circulación: al tiempo en que concuerdan en la parte -llamémosle- “televisiva”, distribuida por streaming, Amazon se ha vinculado con el cine desde el lugar de un estudio tradicional, apuntando a la coproducción, la adquisición de producciones independientes y finalmente en la distribución para salas; así, debutó con “La rueda de la fortuna” de Woody Allen, sosteniendo al mismo tiempo la estructura del sistema de premios y la prensa que da la vida pública de las cintas exhibidas. Netflix por su parte apuesta a la distribución directa por streaming de materiales a los que llega de las mismas formas, por lo que empieza a generarse un contingente de filmes que son capturados en Sundance, Cannes y mercados de otros festivales para su distribución directa en la plataforma, saltándose en las salas (aunque en algunos casos se exhiban en California, para cumplir con los requisitos de la temporada de premios). La apuesta en cuanto a “nichos” parecen ser dos: por un lado el universo de los documentales, que históricamente tienen mayor dificultad a la hora de su circulación en las salas: “Icarus” se acaba de llevar el Oscar en la categoría, como “Amy” lo hizo en 2016. El otro terreno estaría dado en cierta ciencia ficción que quizás se perdería en el mercado de la exhibición tradicional, o ni siquiera tendría mucho apoyo de las distribuidoras. Un ejemplo de esto es “The Cloverfield Paradox” (tercera entrega de la “saga conceptual” liderada por J. J. Abrams), “Mudo”, de Duncan Jones, o “El Titán”. En este terreno se inscribe “Aniquilación”. Lo desconocido La historia se mueve en flashback. En principio, se nos muestran dos circunstancias: una especie de meteorito impactando en un faro costero, y el interrogatorio a una mujer que después sabemos que se llama Lena, en un lugar aséptico, sobre la misión de la Expedición 12, en la que participó. Con el correr de los saltos temporales nos vamos a enterar de que ella es una ex militar y profesora universitaria de biología, casada con un soldado en actividad, que estuvo desaparecido por casi un año y un día llega a su casa actuando como extraviado y con severos problemas de salud. Cuando él, Kane, se descompone, Lena llama a una ambulancia pero el viaje es interceptado: ambos son conducidos a una instalación secreta llamada Área X, donde se percata de que Kane se perdió como integrante de la Expedición 11 (de la que es el único sobreviviente), vinculada con el impacto: el meteorito ha generado un campo extraño en la zona circundante, al que llaman “El Resplandor”, que se va expandiendo y altera los parámetros físicos y biológicos en el área. Al poco tiempo, se entera de que está por partir una expedición integrada sólo por mujeres que va a seguir los pasos de las anteriores para encontrar el lugar del impacto y saber de qué se trata, ante el miedo de que la expansión de la zona anormal sea indetenible. La misma está integrada por Josie Radek (física), Cass Sheppard (topógrafa y geóloga) y Anya Thorensen (paramédica), y liderada por una de las jefas en el Área X, la doctora Ventress (psicóloga), con sus propias motivaciones para lanzarse a esa peculiar aventura. Da la casualidad de que justo las habilidades de Lena como bióloga y ex soldado vengan de perillas para redondear el equipo femenino, por lo que termina uniéndose a él con la expectativa de saber qué le pasó a su catatónico esposo. Lo indescriptible Al adentrarse en la zona espectral irán descubriendo las diferentes alteraciones que allí sufre la biología, lo cual las enfrentará a diferentes peligros, y las pondrá en crisis entre ellas. No vamos a spoilear más al estimado lector, pero podemos afirmar que la historia funciona bastante bien, por lo menos para la gente que podría engancharse con cintas como “La llegada” (decimos esto porque hubo detractores que decían que “La llegada” era mala sólo porque era compleja). “Aniquilación” tiene una dimensión superficial, de terror y aventuras (hay una familiaridad en algunas escenas). Aquí se juega con la alteridad de lo alienígena, incluso tiene su clímax de contacto (ups, estamos volviendo al spoiler), pero donde más se trabaja en la cuestión estética. Hay un gran acierto en la fotografía, que desde el vamos (en las escenas del mundo “normal”) trabaja una estética crepuscular, con soles bajos entre los árboles y las ventanas, o luces artificiales incidiendo perpendicularmente. La idea de crepúsculo siempre circunda el pasaje entre nuestra realidad y una alternativa (pensemos ya desde el título en “Desayuno en el crepúsculo” de Philip K. Dick), así que esa imaginería ya genera una intranquilidad sobre el espectador. Ni hablar de lo que pasa en el mundo del Resplandor. Si bien se basa en la novela de Jeff VanderMeer (primera parte de una trilogía, llamada Southern Reach) la búsqueda va para el lado de una estética a lo H. P. Lovecraft: colores cambiantes e indescriptibles (como en “El color que cayó del cielo”, que tenía su propio meteorito), criaturas de biología irregular (como en “La sombra sobre Innsmouth”, por poner un ejemplo, y “algo” que podría ser “el mellizo” de “El horror de Dunwich”). Pocos e intensos El experimentado guionista y escritor Alex Garland (autor de la novela de “La playa”) hace aquí su segundo trabajo en la dirección, algo no menor teniendo en cuenta de que su primera experiencia fue realizar su propio guión en “Ex Machina”, cinta sobre inteligencia artificial que se ha vuelto de culto (y cimentó la carrera de Alicia Vikander). Aquí vuelve a una ciencia ficción “para pensar”, con elenco acotado y tensiones veladas entre los personajes. Y convoca nuevamente a la dupla compositiva integrada por Geoff Barrow (el “cerebro” de la banda Portishead) y Ben Salisbury, una garantía de extrañeza e intranquilidad. También le da margen de lucimiento y fortaleza a una protagonista que de lejos parezca frágil: en este caso es Natalie Portman la que se mueve holgada en su personaje, llenando la pantalla con sus diferentes registros. Jennifer Jason Leigh puede mostrar algunos matices como Ventress. Complementa Gina Rodríguez en la piel de Thorensen, fuerte pero siempre al límite; Tessa Thompson como Radek, la más frágil del equipo; y Tuva Novotny como Sheppard, la más “de vuelta”. Oscar Isaac, ahora en alza como el Poe Dameron de “Star Wars”, vuelve como Kane, pero más como un amuleto del director, ya que estuvo en “Ex Machina” (como Sonoya Mizuno, que repite en un rol menor). Redondean el cast Benedict Wong (el Kublai Khan de “Marco Polo”) en el rol de Lomax, el interrogador de Lena, y David Gyasi, colega docente con secretos compartidos. Quizás Isaac pueda expandir su rol, si se filman las siguientes novelas de la trilogía. Los misterios quedan en el aire, es cuestión de abrir los ojos a los colores que no queremos ver. * * * BUENA “Aniquilación” “Annihilation” (Estados Unidos, 2018). Dirección: Alex Garland. Guión: Alex Garland, sobre novela de Jeff VanderMeer. Fotografía: Rob Hardy. Música: Geoff Barrow y Ben Salisbury. Edición: Barney Pilling. Diseño de producción: Mark Digby. Elenco: Natalie Portman, Jennifer Jason Leigh, Gina Rodríguez, Tessa Thompson, Tuva Novotny, Oscar Isaac, Benedict Wong, David Gyasi. Duración: 115 minutos. Apta para mayores de 16 años. Se lanzó directamente para streaming en Netflix.
“LA RUEDA DE LA MARAVILLA” Fuiste mía un verano Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com Alguno puede pensar que la obra de Woody Allen es una cita anual en la que el neoyorquino revisita tópicos, manías y obsesiones (hace poco se pusieron a investigar sus obsesiones más oscuras, por cierto). Allen ha confesado que lo intenta una y otra vez a ver si logra la trascendencia con una gran obra, pero quizás en algún fuero íntimo sepa, como alguna vez Jorge Luis Borges descubrió, que su gran obra sea el conjunto de su obra. Así que una vez al año sus seguidores se aprontan para ver aparecer esas letras en tipografía Windsor, que esta vez en lugar de Sony Pictures Classics dicen Amazon Studios (Jeff Bezos quiere quedarse con su tajada del show business, es así). Este nuevo capítulo en la saga se titula “La rueda de la maravilla” y hace referencia a la Wonder Wheel, imponente vuelta al mundo del parque de diversiones de Coney Island, escenario de la acción: nuevamente Woody regresa a las décadas que recuerda como un mundo más sencillo y acogedor: en este caso, a los ‘50, cuando ese balneario estaba en pleno esplendor. Y le cede el relato, con ruptura de la cuarta pared (mirada a cámara desde el primer plano abierto de la playa y Justin Timberlake en el centro) a Mickey, guardavidas estacional, ex marino durante la guerra y estudiante de dramaturgia. Con ese formateo del drama clásico, Mickey nos introduce en la historia de Ginny, una camarera a punto de cumplir los 40, con un hijo y un marido bueno cuando no toma, que maneja una calesita. Pero a su vez no entramos por ahí: arranca con la toma de Carolina (la hija de Humpty, el marido de Ginny) bajo la omnipresente rueda: el cartel en la rueda es el cierre de créditos de la cinta. Porque como en el teatro americano (Eugene O’Neill es leído en algún momento), es la ruptura de la normalidad lo que desencadena la acción dramática. Carolina busca a su padre porque huyó de su marido mafioso, al que ha denunciado. Humpty sigue resentido porque ella se haya ido con el malandra, incumpliendo una promesa a su esposa moribunda, y Ginny ha sido un soporte para él en estos años de pérdida de familia. Pero Ginny es el centro del relato. Dijo Penélope Cruz, en “Woody Allen: el documental”, que el cineasta “ha escrito algunos de los mejores personajes femeninos, conoce a las mujeres neuróticas”. “Descubrí que la mirada femenina era más interesante; se lo debo a Diane Keaton”, acotó Allen en la misma cinta. Y Ginny es todo un caso. Está harta de su vida: recuerda su pasado de aspirante a actriz y cómo lo arruinó, y no se resigna a lo que tiene. Sabe que su relación marital es de mutua gratitud en el sostén, pero que el amor es otra cosa. Por eso se traba en un romance de verano con el bañero Mickey, que para ella se va poniendo más intenso que para él, que al mismo tiempo posa la mirada en la juvenil Carolina. Contrastes Las cartas están bastante echadas, no profundizaremos (sólo le estamos dando una probada, estimado lector, como cuando le calaban la sandía para que se lleve la entera). Pero ya podemos ver aparecer los tópicos allenianos, construidos en tensiones: por un lado la crisis entre su típica muchachita herida, pero todavía con aspiraciones (como en “Magia a la luz de la Luna”, “Match Point”, “Vicky Christina Barcelona”, sólo para quedarnos en el “último ciclo” de su obra) contra la mujer madura que ve irse la vida sin concretar sus ilusiones, como una Jasmine proletaria; pero si Jasmine era Blanche DuBois, Ginny es una Emma Bovary, entre el recuerdo del teatro, el radioteatro y las revistas de cine: empieza a percibir su vida como una obra. Mickey encarna al burgués bohemio y un poco irresponsable (no tanto como otros jóvenes en cintas previas), que se contrapone al “noble bruto”, representado por Humpty. En su cabeza también hay tensión: entre el amor carnal y el amor platónico idealizado. Como todo protagónico masculino, tiene que tener algo de alter ego del director: quizás esté en sus dilemas sobre la racionalización del amor, los mismos que Allen no supo definir cuando le preguntaron alguna vez por su relación con Soon-Yi Previn: “El corazón quiere lo que quiere (...) Estas cosas no siguen ninguna lógica. Conoces a alguien, te enamoras y ya está”. Y está cierta recurrente “banalidad del mal”, o del daño, como en “Match Point” o “Blue Jasmine”: no contaremos nada aquí, pero pequeñas decisiones pueden ser definitivas en términos de destino, uno de los ejes de la cinta. Destino en el sentido de la tragedia griega clásica: cuanto más quiere alejarse uno de él más lo realiza. Cuanto más quiere Ginny emerger, más se hunde en lo mismo. Sueños de juventud En “Primeros materiales para una teoría de la Jovencita”, el grupo Tiqqun (autodenominado órgano consciente del Partido Imaginario) afirma: “A comienzos de los años ‘20, el capitalismo se da perfecta cuenta de que no puede mantenerse como explotación del trabajo humano, a no ser que también colonice todo lo que se encuentra más allá de la estricta esfera de la producción. Frente al desafío socialista, le será preciso socializarse igualmente. Deberá entonces crear su cultura, su ocio, su medicina, su urbanismo, su educación sentimental y sus costumbres propias, así como la disposición a su renovación perpetua. (...) Desde ese momento, la sociedad mercantil buscará sus mejores sostenes entre los elementos marginalizados de la sociedad tradicional (...). Los jóvenes, porque la adolescencia es el “período de la vida definido por una relación de puro consumo con la sociedad civil” (...). Las mujeres, porque es precisamente la esfera de la reproducción, que aún dominaban ellas, la que en ese momento se trataba de colonizar”. Así nace la Jovencita como ideal, que se expandirá luego al resto de la sociedad, más allá de la mujer joven. O en pérdida de juventud: “La Jovencita es vieja ya por el hecho de saberse joven. En consecuencia, para ella todo radica siempre en sacar provecho de este aplazamiento, es decir, de cometer los pocos excesos razonables, de vivir las pocas “aventuras” previstas para su edad, y esto con vistas al momento en que habrá de sosegarse en la nada final de la edad adulta”. Como decíamos, ahí hinca el diente la cinta: Carolina puede ser más que una moza, Ginny parece condenada a servir ostras. “La Jovencita no envejece, se descompone”, afirma Tiqqun, y podemos pensar en Ginny viéndose degradada exteriormente, cuando por dentro es aquella jovencita aspiracional del pasado, irritada por la competencia de una jovencita todavía aspiracional. “El amor de la Jovencita es sólo un autismo para dos”, acotan los pensadores franceses, y vemos la desconexión entre las percepciones relacionales de las tres puntas del triángulo romántico. Luces y sombras Como en casos anteriores, la realización está lograda en la reconstrucción de época, aunque los espacios están bien delimitados: el parque, la casa, la playa. Los planos abiertos de ambientación se vuelven cercanos para sostener las actuaciones en secuencias largas sin cortes, dejando que la química actoral fluya. Es destacable la presencia de la luz cambiante de la Wonder Wheel al anochecer, en especial en el dormitorio: así, con esa luz roja que vira al azul suave de a ratos, tendría que filmarse alguna vez la conversación del periodista y el coronel en “Esa mujer”, de Rodolfo Walsh” (en ese caso era un cartel de Coca Cola). La música no está tan tematizada como en otros casos, pero se destaca la presencia de “Kiss of Fire” (“Beso de fuego”), que no es otra cosa que la versión anglosajona de “El choclo”. El buen Woody nos invita a reconstruir su proceso de casting para los protagonistas: arriesgar qué película o programa de televisión vio para fichar a sus actores. Alguno dirá que en algún momento vio “Red social”, ya que eligió consecutivamente a Jesse Eisenberg y Justin Timberlake en cintas consecutivas; pero Timberlake tiene por momentos la ligereza de sus apariciones en “Saturday Night Live”. Y Jim Belushi parece aquí la versión trágica de su padre de familia en “According to Jim”: ya no causa gracia, quizás un poco de ternura en algunos momentos (alguno pensará que ese papel podría haber sido para Louis CK, pero no fue convocado esta vez). A Kate Winslet parece haberla estudiado durante un buen tiempo, por lo que puede extraer de ella muchos matices, en un crescendo de alteración que quizás puede bordear el exceso sin caer definitivamente: la energía actoral de la británica es intensa y no es una pavada canalizarla. Del otro lado, Juno Temple estaba esperando una película donde asentarse y puede ser esta: su vocecita aniñada contrasta con la hondura de Carolina: el corazón dispuesto a pesar de todo. Para muchos (quizás para usted, amigo lector) hubo algún verano que trajo la promesa de una vida diferente. Para la mayoría, el otoño trae la vuelta a territorio conocido. Afuera y adentro de la sala de cine. Muy buena * * * * “La rueda de la maravilla” “Wonder Wheel” (Estados Unidos, 2017). Guión y dirección: Woody Allen. Fotografía: Vittorio Storaro. Edición: Alisa Lepselter. Diseño de producción: Santo Loquasto. Elenco: Kate Winslet, Justin Timberlake, Juno Temple, Jim Belushi, Tony Sirico, Jack Gore, Steve Schirripa y Max Casella. Duración: 126 minutos. Apta para mayores de 13 años. Se exhibe en Cine América.
“LUNA, UNA FÁBULA SICILIANA” Una fantástica fuga de lo inenarrable Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com En 2011, Marco Mancassola publicó el libro de cuentos “Non saremo confusi per sempre” (“No estaremos confusos para siempre”), con el que se ganó el Premio Fiesole Narrativa Under 40 por retomar desde la fantasía los hechos más dramáticos de las noticias italianas. De uno de esos cuentos, “Un cavaliere bianco” (“Un caballero blanco”) se prendieron los realizadores Fabio Grassadonia y Antonio Piazza para su segundo largometraje conjunto. De ese cruce entre fantasía y realidad sacan el combustible de la narración, que se desarrolla en una permanente fusión de registros. Esto le da a la película una serie de desplazamientos, raíz de unas tensiones que dejan al espectador en permanente incomodidad. El título en nuestro país habla de una fábula, pero el original, en inglés (algo peculiar, siendo una coproducción ítalo-franco-suiza) nos remite a una ghost story, una de esas arquetípicas historias de fantasmas como para contar en el bosque, con la linterna abajo del mentón, arrancando con “sabían que una vez un chico...”. Desaparecido Estamos en los ‘90, en una villa siciliana rodeada de bosques y colinas. Luna es una chica avispada pero sensible, que está terminando la escuela primaria, y “bebe los vientos” por Giuseppe, un muchacho con cara de bueno al que le gustan la naturaleza y la equitación. Se apoya en su amiga Loredana, porque su madre está en contra del acercamiento al chico: su padre está preso por mafioso. La fascinación empieza a ser mutua, pasando de las cartitas con dibujos al primer beso. Pero la oscuridad se hace sentir en todo momento, y explota cuando Giuseppe es tomado como rehén para que a su padre no se le ocurra delatar a viejos compañeros: la historia se basa como dijimos en un caso real, el de Giuseppe Di Matteo, que no desarrollaremos aquí para no spoilear la trama. En ese mundo donde la mafia es una parte del paisaje, como las colinas o las ruinas griegas (Sicilia era parte de la Magna Grecia, y sí, se captura la belleza de ese paisaje), Giuseppe desaparece y a nadie parece importarle. Primero es un banco vacío en la escuela, pero parece que todos tienen una idea al respecto. “Giuseppe no está. ¿Qué hiciste tú?”, dicen los volantes que reparte Luna, la única a la que parece importarle la ausencia. La historia se abrirá entonces a dos puntas, y es allí donde la dimensión fantástica empezará a superponerse sobre el hecho concreto. Cruces y pasajes Hablamos de incomodidad, aunque quizás uno de los mensajes de la cinta es que nada más incomodo que la realidad más cruda. La verdadera tragedia de nuestro tiempo es cotidiana, banal, carente de épica. Pero es traumática, y el trauma es insoportable: para los protagonistas pero también para el cine, parecen decir Grassadonia y Piazza. ¿Cuáles son las “técnicas” que nos permiten evadirnos del trauma? Diría David Lynch (el de “Mullholland Drive” o “Carretera perdida”): en principio, la “fuga psicogénica”: un escape a la ensoñación, la fantasía o la locura ante una realidad inaceptable. Desde otro lugar, Guillermo del Toro (desde obras como “El espinazo del diablo” o “El laberinto del fauno”) aportaría: la salida narrativa es el cruce fantástico con correlato y efectos en el “mundo real”. En ambas fuentes, beben los directores y guionistas, en el cruce artístico del que estábamos hablando. De Lynch toman la recurrencia de lugares retenidos en el recuerdo: el interior del bosque, la linde de este, el embarcadero. También el forzamiento de la suspensión de la incredulidad (como en el clímax de la historia, en una carrera que pasa por esos lugares) y el recurso de poner elementos del cine de terror donde parecería que no van: la forma opresiva de filmar el bosque (alguno pensará en “La bruja”), la mirada subjetiva externa (¿quién mira?), la aparición que se mueve entre los árboles, la nota pedal en la banda sonora, que genera una tensión en el espectador. De Del Toro toman la preadolescencia (ese momento en que los niños perderían la conexión con lo sobrenatural, antes de volverse definitivamente adultos), el ser de conexión entre los dos mundos (la libélula en “El laberinto del fauno”, aquí el búho, que aparece desde el principio junto a otro elemento clave, el agua) y la acción misteriosa que permite resolver la historia con los diferentes “pasajes” para los protagonistas. Tampoco se descuida ese lado, el de los ritos de pasaje: Luna está dejando atrás la infancia, y hay una faceta de coming-of-age: la rebeldía ante los padres y los primeros escarceos amorosos, uno relacionado con el otro. Los momentos de ternura y el estallido rockero con Smashing Pumpkins (una marca de época) nos dan algún respiro. Porque también está el lado oscuro, más allá del artificio, la tragedia banal y cotidiana nos son mostrados con pocos (y dramáticos) elipsis y fuera de campo. Hallazgos El director de casting, Maurilio Mangano, hizo la hazaña de hallar a los jóvenes protagonistas, debutantes en las lides cinematográficas: Julia Jedlikowska y el hispano Gaetano Fernández, palermitanos a pesar de sus apellidos. Jedlikowska (descubierta en su escuela y la última que consiguieron) soporta todo el peso dramático como Luna: el amor, la furia, la tristeza, la esperanza, le pertenecen, con un rostro que sostiene los primeros planos y se hace querer por la cámara. Fernández se hace cargo de la doble presencia de su personaje, como el muchacho bonachón y como el prisionero estoico. Entre los secundarios se destaca otra jovencita, Corinne Musallari como Loredana, único sostén espiritual y en la acción de Luna: la hija del quesero que se volvió dura con un padre manolarga y varios hermanos varones. La suiza Sabine Timoteo encarna una madre de la protagonista desesperante, sinuosa en sus modos, que apenas deja entrever un costado humano. Filippo Luna le pone el cuerpo al mafioso encargado de la mayor parte de la operación, mientras que Vincenzo Amato se hace cargo del padre de la niña, un hombre bueno pero débil de carácter. Tres jóvenes más debutaron en el filme, con fugaces apariciones: Federico Finocchiaro (Calogero, un noviecito de Loredana), Andrea Falzone (Nino, su primo medio personaje) y Lorenzo Curcio (Mariano, el compañero de curso cruel pero por inmaduro). Con esos rostros y cuerpos los directores esbozan una tragedia que, finalmente, puede tener alguna épica, o al menos darle un sentido a lo inenarrable. “Luna, una fábula siciliana” “Sicilian Ghost Story” (Italia-Fracia-Suiza, 2017). Guión y dirección: Fabio Grassadonia y Antonio Piazza, sobre el cuento “Un cavaliere bianco” de Marco Mancassola. Fotografía: Luca Bigazzi. Música: Anton Spielman y Soap&Skin. Edición: Cristiano Travaglioli. Diseño de producción: Marco Dentici. Elenco: Julia Jedlikowska, Gaetano Fernández, Corinne Musallari, Vincenzo Amato, Sabine Timoteo, Filippo Luna, Lorenzo Curcio, Andrea Falzone, Federico Finocchiaro, Antonio Prester, entre otros. Duración: 126 minutos. Apta para mayores de 16 años. Se exhibe en Cine América.
“STAR WARS: EPISODIO VIII LOS ÚLTIMOS JEDI” Una nueva esperanza Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com El “Episodio VIII” es al mismo tiempo una clásica “película del medio” de “Star Wars” y un punto de quiebre. “El despertar de la fuerza” (la anterior entrega, primera de la tercera trilogía) era en buena medida una apelación a la nostalgia, mostrándonos a los viejos héroes (Luke, Han, Leia y algunos compañeros de andanzas) atravesados por el tiempo. También introdujo a la nueva tríada de héroes, pero en un contexto familiar; el argumento general se movía en territorios reconocibles: los restos de las fuerzas del Imperio se convirtieron en la ascendente Primera Orden, los buenos volvían a pasar a la clandestinidad, y el objetivo final era volar un arma de destrucción estelar masiva. Pero el final ya pintaba más sombrío que el del “Episodio IV”, y la introducción de Kylo Ren insinuaba nuevas batallas interiores. “Los últimos Jedi” (así se tradujo, pero en el original inglés juega la ambigüedad con “El último Jedi”), como dijimos, viene a cambiar las cosas. En primer lugar, el mundo (éste, el “real”) cambió, y el despliegue visual no sorprende como en 1977 ni como en 1999: tiene que estar, pero no puede ser el eje de la sorpresa (además, ya la entrega anterior nos sacó el gusto por volver a ver la imaginería de la saga). De todos modos, están las persecuciones, las hazañas de los pilotos, el portento de las batallas y hasta una vistosa pelea de lightsabers (la guardia de Snoke son los comparsas enmascarados que mejor pelean en la saga). Si la sorpresa no está allí, la buena noticia es que el asombro viene de los giros argumentales (el estreno de “Rogue One”, precuela lateral del “Episodio IV”, fue también una piedra de toque para el tono de la saga). Es por esto que dijimos más arriba que esta entrega plantea un cambio en la narrativa. Muchos tópicos de la franquicia son desmontados: desde la primera reacción de Luke ante Rey (retomados donde se los dejó en la cinta precedente), esta entrega está plagada de “desilusiones” para visitantes de foros, blogs y canales de YouTube sobre “Star Wars”. Contrapuntos El comienzo nos pone desde las letras amarillas en fuga en un clima al estilo de “El Imperio contraataca” (a la que rinde homenajes): la Primera Orden ha descubierto la base de la Resistencia y planea su extinción; la general Leia Organa lidera la evacuación, con Poe Dameron encabezando la proyección del repliegue. Finn se recupera sólo para descubrir que están en problemas, y debe alejar a Rey de volver allí. Y Rey sigue en su viaje formativo al ancestral planeta Jedi de Ahch-To, con la intención de que Luke se convierta en su maestro. Así se arman las líneas argumentales cruzadas de cada uno de los miembros del trío, y sus contrafiguras. Poe debe lidiar con los deberes de un líder militar y sus decisiones, lo que lo pondrá en tensión con Leia y la vicealmirante Haldo. Finn encabezará un plan de escape (la Primera Orden los tiene rastreados aun en el salto hiperespacial) junto a Rose Tico, una segundona operaria de la Resistencia, de las que siempre miraron a los héroes desde afuera, y el misterioso DJ. Y Rey tendrá en principio que lidiar con un renuente Luke, en la forma en la que él mismo insistió a Obi Wan Kenobi en el pasado (R2-D2 se lo recuerda claramente), al tiempo que su conexión con Kylo se acrecienta. No desplegaremos aquí más información sobre la historia, para tranquilidad de quienes no vieron la película. No obstante, diremos que muchas de esas ideas arriesgadas que los héroes épicos no funcionan o tienen costos elevados, o se basaban en falsos supuestos, o juegan al límite de la suspensión de la incredulidad; que los foristas que debatieron sobre el pasado y el rol del Líder Supremo Snoke, o sobre el linaje de Rey, se llevarán alguna sorpresa; que el humor es más sombrío que en la saga central (“Rogue One” ya nos había introducido en el clima de los bastardos sin gloria de este universo). Y que el final es especialmente épico, con referencias para todos los gustos: la forma de la puerta en la montaña (recuerda a la entrada a Moria en “El Hobbit”), el clima de duelo (un atardecer con estética de western) y la vuelta al origen (el atardecer con el “Tema de la Fuerza” de John Williams de fondo). Sí, podemos reflexionar un poco y ver cómo Rian Johnson (director y guionista, que se pone al hombro el episodio bajo la atenta mirada de J.J Abrams, el George Lucas de la era Disney; algunos plantean posibles tensiones creativas, pasadas o presentes) explora el conflicto entre Kylo y Rey. Unidos por un lazo que atraviesa el espacio, atravesados por chispazos de tensión sexual (parece que varios a lo largo de esta trilogía mirarán con cariño a Rey, que será especial pero no de madera tampoco), juegan su propio ajedrez a lo largo de la trama. Si la Fuerza planteó su tensión entre los lados oscuro y luminoso en la persona de Anakin Slywalker/Darth Vader, aquí la resolución parece más exterior. Anakin tuvo su tentación, caída y redención (y quizás ese sea el eje de los primeros seis episodios), Luke tuvo su propia andanada de ofertas hacia el Lado Oscuro. Ahora “la grieta” se afianza: Kylo y Rey se invitan respectivamente al Lado Oscuro o al Luminoso, pero están demasiado jugados y quizás la resolución tenga que ser maniquea y a la antigua. Rostros viejos y nuevos El cartel lo encabezan con justicia Mark Hamill y la extinta Carrie Fisher (a quien está dedicada la cinta): el primero le encuentra un clímax al papel de su vida, y la segunda descubre profundidad en el personaje que hizo cuando era una muchachita. Luke y Leia crecieron dentro de ellos, y sus versiones mayores tienen ese espesor. De los nuevos protagónicos, Daisy Ridley se lleva las palmas: tiene a su cargo el arco argumental más espiritual, sin dejar de ser una bonita heroína de acción en descontracturados pantalones pescadores. Del otro lado, Adam Driver larga su lado más bestial como Kylo Ren, aunque enigmático ya desde sus particulares facciones. Oscar Isaac es un actor de cierto fuste, que emplea para brindarle a su Poe Dameron la densidad en torno a sus decisiones, y crea la química particular con la vicealmirante Holdo encarnada por Laura Dern: su vestido elegante y pelo colorido -propios de una capitolina de “Los Juegos del Hambre”- esconden a una líder y heroína, todo lo que Poe sueña ser. John Boyega tiene sus momentos, pero se maneja con soltura ya que el arco de Finn es el de la aventura más pura. Su compañera es Kelly Marie Tran como Rose, un personaje medio pelotazo pero que saca de allí su gracia. A ellos, se les suma Benicio del Toro como DJ, un personaje que el mexicano hace de taquito, con una estudiada tartamudez (es de esperar que tenga revancha, ya que llamaron una figura para el rol). Amanda Lawrence aporta cierta gracia extraña a su comandante D’Acy, una militar firme tras un rostro algo loquillo. Domhnall Gleeson hace un general Hux un poco esquemático, como los nazis de las películas viejas, pero hay cierto regodeo en eso: quizás porque resalta a Kylo Ren, o para mostrar que esto es la versión decadente del Imperio, sin un Wilhuff Tarkin. Gwendoline Christie vuelve a ponerse bajo la máscara de la capitana Phasma, sin aportar mucho más que su porte imponente. Andy Serkis tiene más tiempo en cámara como Snoke esta vez, aunque su participación se vuelve lateral. Lupita Nyong’o ocupa un lugar destacado en la lista, y Maz Kanata sólo tiene segundos en pantalla. Cabe destacar también los regresos de Anthony Daniels (siempre dentro de C-3PO desde 1977) y Frank Oz (la voz de Yoda desde siempre y responsable de su marioneta en tiempos más analógicos). En contraste, Peter Mayhew abandonó la piel de Chewbacca (se la puso Joonas Suotamo). Como dato de color, y continuidad de esta familia de Star Wars, creció en metraje el rol de Billie Lourd (hija de Fisher) como la teniente Connix, una muchacha voluntariosa con rodetes. Las cartas están bastante echadas para el encuentro final. “Deja que el pasado muera. Mátalo, si es necesario”, le dice Kylo a Rey, que no parece muy convencida. Quizás porque su voluntad es refundacional pero sobre las bases de las mismas peleas de siempre. Ése quizás sea, como rezaba el título del “Episodio IV”, el camino para encontrar “Una nueva esperanza”. * * * * Muy BUENA “Star Wars: Episodio VIII Los últimos Jedi” “Star Wars: Episode VIII The Last Jedi” (Estados Unidos, 2017). Guión y dirección: Rian Johnson, sobre personajes creados por George Lucas. Fotografía: Steve Yedlin. Música: John Williams. Edición: Bob Ducsay. Diseño de producción: Rick Heinrichs. Elenco: Mark Hamill, Carrie Fisher, Adam Driver, Daisy Ridley, John Boyega, Oscar Isaac, Andy Serkis, Lupita Nyong’o, Domhnall Gleeson, Anthony Daniels, Gwendoline Christie, Kelly Marie Tran, Laura Dern, Benicio Del Toro, Frank Oz, Billie Lourd, Joonas Suotamo, Amanda Lawrence. Duración: 150 minutos. Apta para mayores de 13 años. Se exhibe en Cinemark.
“ZAMA” Una estetización de la narrativa Un envejecido y degradado don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), hacia el final de la historia, en el entorno salvaje de la región chaqueña. Foto: Gentileza El Deseo Ignacio Andrés Amarillo iamarillo@ellitoral.com Antes del estreno de “Zama”, Lucrecia Martel realizó un raid mediático (si es que un realizador independiente puede hacer eso; en realidad dio algunas entrevistas sustanciosas) en el que desarrolló el programa estético que desplegó en su obra, en un gran ejercicio de autoconsciencia creativa. En primer lugar, una militancia contra la primacía del argumento, incluyendo el rechazo al protagonismo de las series en el mundo audiovisual (que serían más “dañinas” porque son mejores que antes). “Terminé la novela imbuida en ese veneno. Y pensar que hay lectores que se lo pierden y se enfocan en la boludez del argumento (...). Creo que se ha perdido mucho la capacidad de enfocarnos en la riqueza estética, en la percepción de una sonoridad y una musicalidad, en favor del argumento, que satisface de manera instantánea. En buena medida, ha sido obra de las series, que aplanaron la experiencia del espectador y el lector”, dijo en la entrevista con Matilde Sánchez para Revista Ñ. Esto se traduce en su libertad a la hora de adaptar la novela de Antonio Di Benedetto: lo importante no es la anécdota, o la sucesión de ellas, sino una verdad subyacente que se podría percibir empáticamente con el personaje. Que no es otro que Diego de Zama, un oscuro burócrata colonial al que la corona española ha olvidado en la región chaqueña, allí donde el imperio linda con los dominios portugueses. Quiere su traslado a un entorno urbano: al principio para reunirse con su mujer e hijos, luego con ocasión del nacimiento de un hijo bastardo y mestizo, luego por la espera misma. La espera Recordando ahora la anécdota de Juan José Saer mateando en la puerta de un aula del Instituto de Cine de la UNL para decirles a los alumnos que lean “Zama”, podemos trazar un paralelismo en el ejercicio de Martel con el de Saer en “El limonero real”: hay un trauma de base (detalle psicologista; aquí es la espera) expresado mediante un afinado uso del lenguaje (en este caso, la gran potencia visual desplegada por la realizadora) sobre una “nimiedad” de la anécdota y algún excursus onírico o de alteración sensorial. Que Martel también se encargó de explicar: su apuesta son los diálogos con el interlocutor fuera de campo, para mostrar que es lo que Zama oye, pero no necesariamente lo que se dice; pero también recurre a cierto diseño de sonido “no verista” (en contraprestación a la captura de los sonidos de la naturaleza, sobre los que se trabaja mucho) y algún golpe a lo cine de terror (el hijo del Oriental). En realidad, lo onírico va en un crescendo de suspensión de incredulidad: del realismo en la relación de Diego y doña Luciana Piñares de Luenga a la excursión del final, con su sucesión de paisajes y personajes de ensueño. Que podrían constituir una “fuga psicogénica” (Zama se imagina esa desventura para escapar del hecho de que no pasa nada), pero esa idea de fuga implica el momento en que la realidad vuelve a emerger y el protagonista se da contra la pared (caso extremo: “Tren de vida”, de Radu Mihaileanu). Y eso aquí no sucede, entre tantas otras cosas que no suceden. Despliegue estético Se suele evocar como escena fundante de las artes a un chamán cavernario y primigenio que narró escenas de caza y hechos míticos, vistiendo pieles de animales, actuando, cantando y danzando al ritmo de la percusión, escenificándose con pinturas rupestres. Milenios después, el cine, como la ópera un siglo antes, reivindicó el ideal de un “arte total” que reunifique las posibilidades expresivas. “Zama” tal vez sea de las películas mejor filmadas en la Argentina de los últimos años: Martel aprovecha al máximo la captura de un mundo salvaje, de la mano de la fotografía de Rui Poças, la dirección de arte de Renata Pinheiro, el diseño sonido de Guido Berenblum, el artesanal y muy reflexionado vestuario de Julio Suárez y los logros de Natalia Smirnoff y Verónica Souto en el casting (los indios, los esclavos negros). Pero la autora usa esta panoplia de recursos como ropaje de su programa ya explicado, y por ahí se vuelve un traje que le queda grande a la idea. El chamán del mito fundacional no se lucía por tener una mejor o peor piel de lobo o dibujar mejor o peor un mamut sobre la piedra, sino por su potencia narrativa: storytelling, dirían los anglosajones. Martel elige pelearse con el chamán, y su pretensión de empatía cruje, mientras vemos languidecer Daniel Giménez Cacho en la piel del antihéroe, pero sin terminar de entender las relaciones causales de esas desdichas: su relación trunca con Luciana, su vínculo con la india con la que tuvo el hijo, la idea fantasmagórica de Vicuña Porto y el viaje del final. El resto del elenco navega en la carencia de espesor, partiendo de que ya la novela era un monólogo de quien le da nombre. Ahí está Lola Dueñas como una Luciana algo pícara; Juan Minujín tratando de potenciar su Ventura Prieto (el funcionario menor que logra irse); Rafael Spregelburd como el atribulado capitán Hipólito Parrilla; Mariana Nunes como la enigmática esclava de Luciana; Daniel Veronese como uno de los insufribles gobernadores de turno, que de una forma u otra castigan a Diego; y un vistoso Matheus Nachtergaele como el taimado Vicuña Porto. El resultado es una película tan plena de belleza visual como morosa y cerrada. La última reflexión del espectador al dejar la sala es: “¿Qué hubiera hecho Lucrecia si hubiese prosperado el proyecto de rodar ‘El Eternauta’?”. Misterio. Regular * * “Zama” Ídem (Argentina-Brasil-España-Francia-México-Portugal-Holanda-Estados Unidos, 2017). Dirección: Lucrecia Martel. Guión: Lucrecia Martel, sobre la novela homónima de Antonio Di Benedetto. Fotografía: Rui Poças. Edición: Karen Harley y Miguel Schverdfinger. Dirección de arte: Renata Pinheiro. Diseño de vestuario: Julio Suárez. Elenco: Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Mariana Nunes, Rafael Spregelburd, Daniel Veronese. Duración: 115 minutos. Apta para mayores de 13 años con reservas. Se exhibe en Cine América.