Los reflejos que dibuja el agua
Los años 30 y Hollywood como telón de fondo para el melodrama. Contrapunto estético, miserias escondidas, mentiras del glamour. La primera película de Allen y el legendario Vittorio Storaro.
La puesta en escena de Woody Allen es tan afilada, que basta la primera de las imágenes de Café Society para adentrarse en su planteo temático/estético/moral: se trata de una fiesta en una gran mansión, con mucha gente ordenadamente reunida, alrededor de la piscina. La cámara ingresa desde un travelling que invita al espectador. Por una parte, la inserción espacial de narrativa clásica, desde el plano general al más particular, sin cortes. Por el otro, el desdoblamiento que el agua espeja, en donde nadie se baña, sólo un adorno fastuoso más de la comuna hollywoodense. Hasta arribar al punto de encuentro que supone Phil Stern (Steve Carrell), el agente de las estrellas rutilantes del Hollywood de los años '30.
Un comienzo similar, en clave negra, proponía El ocaso de una vida (1950), una de las obras maestras de Billy Wilder y del cine: el travelling inicia mirando el asfalto, contracara de las palmeras y el glamour del título original (Sunset Boulevard), hasta culminar en la piscina de la gran mansión, símbolo de la cima hollywoodense. Pero allí hay un cadáver. Que flota y que habla.
En aquel film, la voz protagonista era de un guionista, en Café Society es la voz del propio Allen -guionista, al fin y al cabo- la que acompaña la acción e introduce en el asunto: se trata de una familia judía con residencia en Nueva York, y un pariente de éxito que vive en Los Angeles. Hacia allá se dirige entonces Bobby (Jesse Eisenberg), con la esperanza puesta en trabajar para su tío.
Si el agua de la piscina desdobla, Allen lo acentúa a partir del corte de montaje: el origen del llamado que perturba la placidez de Stern no proviene de ninguna luminaria ni estudio de cine, sino de su hermana neoyorkina Rose (una espléndida Jeannie Berlin), de vida en casita de barrio, austera y apegada a las tradiciones judías. De esta manera, el contrapunto abre el camino hacia ese costado del que es parte también el hombre de Hollywood, en una familia donde no faltan el hijo gangster (Corey Stoll) y el yerno comunista (Stephen Kunken).
El doblez habrá de marcar a todos los personajes, a la manera de un marco conceptual donde hacer caber los contrastes familiares y afectivos. Café Society logra, de este modo, conciliar las preocupaciones de su director con un rasgo que la emparenta con la vertiente del mejor cine norteamericano, capaz de indagar en el cieno social, entre miserias y subterfugios que validan espacios de poder y -ya que de esto se trata- de cine. Al respecto, el mundo fascinante del que se rodea Phil Stern permanecerá siempre fuera de campo, como una invocación con la que el film de Allen quiere convivir, pero a distancia prudente; aspecto que diferencia a Café Society de Medianoche en París, en donde el viaje en el tiempo se permitía la interacción con los personajes del mundo extraordinario de los años '20.
El pulso de Café Society estará puesto en el idilio melodramático entre Bobby y Vonnie (Kristen Stewart), la secretaria del tío de Hollywood. Puesto que se trata de un melodrama, la pulsión que les requiere también les separa; movimiento que repercutirá en profundizar la diáspora aparente que ya significaba la apertura del film. Lo que ocurre entre los dos es medular, no pueden ser uno sin el otro, pero sin embargo sus decisiones habrán de profundizar la distancia, para hacer de Nueva York y Hollywood el escenario dual que el agua de la piscina señalaba. En esta línea es cómo se entienden las elecciones de Vonnie y de Bobby, cuyos nombres señalan también fonéticas similares. Y cómo, a su vez, los comportamientos de quienes ocupen los lugares de parejas suplentes, seguramente conscientes de hasta dónde tensar el hilo de la verdad.
Es por esto que la localización del film en pleno Hollywood años '30, constituye un homenaje al cine y su gran pantalla, depositaria de los deseos de sus espectadores, con los cuales modelar películas que sirvan a la catarsis y, de paso, ayudaran a paliar el clima de angustia económica de aquellos años. Tal como sucedía en La rosa púrpura del Cairo. Allí había aventuras exóticas, pero acá sucede algo ligado a la intriga y los secretos, tal como lo corrobora la elección de marquesina que Allen se permite con La mujer de rojo (1935), con Barbara Stanwyck enredada en un asesinato, que Bobby y Vonnie concurren a ver alegremente.
Es menester distinguir que lo predicho tiene en el hacer fotográfico de Vittorio Storaro uno de sus bastiones. La tarea del maestro italiano es de un deleite tal, que obliga a rever el film, dado el apego a los colores suaves, la atención a las diferentes temperaturas del día, y la elección de la luz de vela con la que rubricar el cortejo entre los enamorados. Así como el paseo por Central Park -difícil no pensar en Brindis al amor, de Vincente Minnelli-, los momentos "gangster" (con ejecuciones y cemento), y la luz dividida dentro del mismo encuadre: capaz de provocar el montaje paralelo en el mismo plano, así como el maestro lo hiciera en Golpe al corazón, la película maldita de Coppola.
En suma, Café Society continúa el periplo admirable de Woody Allen. Con algún momento introspectivo admirable: "¿Por qué, por qué luego de tanto rezar, nunca me respondiste?", dice el marido agnóstico. Y la esposa: "No responder, ya es una respuesta".