Bobby Dorfman (Jesse Eisenberg), de familia judía, está cansado de trabajar en la joyería de su padre, en el Bronx. Así que deja Nueva York para ir a Los Ángeles, más específicamente a Hollywood, y contactar al hermano de su madre, Phil Stern (Steve Carell), un poderoso agente de la industria cinematográfica. Su tío le consigue un trabajo como su asistente en la empresa. Para que la adaptación no sea tan cruda, le presenta a su secretaria, Vonnie (Kristen Stewart), para que ella lo lleve a recorrer la ciudad. De más está decir que Bobby se enamora de Vonnie. Y es una película de Woody Allen, así que de más está decir que ella está con otro.
A esta altura del partido, Woody Allen solo puede ser comparado con Woody Allen. Por eso no sorprende que Café Society toque temáticas que son habituales en la filmografía del director: el amor (en forma de triángulo amoroso, pero menos exquisito que el de Manhattan -1980-), el destino, la culpa, es decir, básicamente la vida. La herramienta para tratar estos asuntos es el humor, que opaca las aristas dramáticas de forma constante: por ejemplo, el hermano mafioso de Bobby, Ben (Corey Stoll), tira cuerpos y los tapa con cemento todo el tiempo, pero el jazz de fondo y algún chiste en la escena siguiente hacen que el espectador no se preocupe tanto por estos asuntos.
Es así como el humor de Café Society hace que la película sea un viaje llevadero, porque tiene el ingenio clásico de Allen. Los diálogos entre los padres de Bobby son excelentes, graciosos sin esfuerzo: la muerte y la religión son las cuestiones recurrentes en este matrimonio y aquel que tenga una bobe los va a apreciar más todavía.
El problema es que todo está tratado con mucha ligereza. Se habla de un poco de todo, pero se profundiza en casi nada y queda la sensación de que la historia es de cartón y, aunque su gracia la hace muy tolerable, este hecho logra que por momentos el espectador pierda interés en la trama. Los 96 minutos de duración parecen bastante más.
Otro factor que hace que el film resalte sobre el resto de la última producción de Allen (que saca una película por año, más o menos, y nunca ninguna termina de satisfacer) es la fotografía. Vittorio Storaro (ganador de tres premios Oscar), director de fotografía, se ocupa de que Los Angeles, Nueva York y todo el glamour de los 30’ luzcan radiantes y elegantes.
Las actuaciones también son un gran apoyo. El director da un paso al costado y le deja a Eisenberg la tarea de ser su alter ego: durante la primera mitad de la película, que transcurre en Los Angeles, el actor canaliza a un Allen joven, con toda la neurosis judía que eso implica, y lo hace mejor que cualquier otro que lo haya intentado. Mientras tanto, el director es el narrador del film, como un abuelo que ahora le da lugar a los menores para que éstos sean las estrellas. Stewart es encantadora y seductora, y aunque esté vestida de época, cautiva con la rebeldía que la caracteriza. La dupla protagónica trabaja bien entre sí, algo que se nota y se aprecia. Blake Lively y Steve Carell como secundarios también funcionan, pero no se destacan.
No, Café Society no es la mejor película de Woody Allen, pero tampoco pretende serlo. Pero desde Blue Jasmine (2013) que el director no hace algo tan completo. Si la película no diera vueltas alrededor de lo mismo tantas veces, funcionaría mejor, pero eso no impide que sea un producto agradable que trae alguna que otra reminiscencia del viejo (y mejor) Woody Allen.