Bobby Dorfman (Jesse Eisenberg), de familia judía, está cansado de trabajar en la joyería de su padre, en el Bronx. Así que deja Nueva York para ir a Los Ángeles, más específicamente a Hollywood, y contactar al hermano de su madre, Phil Stern (Steve Carell), un poderoso agente de la industria cinematográfica. Su tío le consigue un trabajo como su asistente en la empresa. Para que la adaptación no sea tan cruda, le presenta a su secretaria, Vonnie (Kristen Stewart), para que ella lo lleve a recorrer la ciudad. De más está decir que Bobby se enamora de Vonnie. Y es una película de Woody Allen, así que de más está decir que ella está con otro. A esta altura del partido, Woody Allen solo puede ser comparado con Woody Allen. Por eso no sorprende que Café Society toque temáticas que son habituales en la filmografía del director: el amor (en forma de triángulo amoroso, pero menos exquisito que el de Manhattan -1980-), el destino, la culpa, es decir, básicamente la vida. La herramienta para tratar estos asuntos es el humor, que opaca las aristas dramáticas de forma constante: por ejemplo, el hermano mafioso de Bobby, Ben (Corey Stoll), tira cuerpos y los tapa con cemento todo el tiempo, pero el jazz de fondo y algún chiste en la escena siguiente hacen que el espectador no se preocupe tanto por estos asuntos. Es así como el humor de Café Society hace que la película sea un viaje llevadero, porque tiene el ingenio clásico de Allen. Los diálogos entre los padres de Bobby son excelentes, graciosos sin esfuerzo: la muerte y la religión son las cuestiones recurrentes en este matrimonio y aquel que tenga una bobe los va a apreciar más todavía. El problema es que todo está tratado con mucha ligereza. Se habla de un poco de todo, pero se profundiza en casi nada y queda la sensación de que la historia es de cartón y, aunque su gracia la hace muy tolerable, este hecho logra que por momentos el espectador pierda interés en la trama. Los 96 minutos de duración parecen bastante más. Otro factor que hace que el film resalte sobre el resto de la última producción de Allen (que saca una película por año, más o menos, y nunca ninguna termina de satisfacer) es la fotografía. Vittorio Storaro (ganador de tres premios Oscar), director de fotografía, se ocupa de que Los Angeles, Nueva York y todo el glamour de los 30’ luzcan radiantes y elegantes. Las actuaciones también son un gran apoyo. El director da un paso al costado y le deja a Eisenberg la tarea de ser su alter ego: durante la primera mitad de la película, que transcurre en Los Angeles, el actor canaliza a un Allen joven, con toda la neurosis judía que eso implica, y lo hace mejor que cualquier otro que lo haya intentado. Mientras tanto, el director es el narrador del film, como un abuelo que ahora le da lugar a los menores para que éstos sean las estrellas. Stewart es encantadora y seductora, y aunque esté vestida de época, cautiva con la rebeldía que la caracteriza. La dupla protagónica trabaja bien entre sí, algo que se nota y se aprecia. Blake Lively y Steve Carell como secundarios también funcionan, pero no se destacan. No, Café Society no es la mejor película de Woody Allen, pero tampoco pretende serlo. Pero desde Blue Jasmine (2013) que el director no hace algo tan completo. Si la película no diera vueltas alrededor de lo mismo tantas veces, funcionaría mejor, pero eso no impide que sea un producto agradable que trae alguna que otra reminiscencia del viejo (y mejor) Woody Allen.
Una película que no aporta nada nuevo a la saga, pero que los más chicos podrán disfrutar. La Era del Hielo no es un fenómeno nuevo. En 2002, el mundo conoció a Manny, Sid y Diego en una aventura original: un mamut, un perezoso y un tigre tuvieron que hacerse cargo de un bebé durante una helada, en la era glacial. A través de los años, surgieron tres secuelas más que no supieron hacerle justicia a La Era del Hielo original en lo que a la trama respecta. Sin embargo, la segunda entrega y la cuarta resultaron ser las películas más vistas en Argentina en 2006 y 2012 respectivamente, lo cual hace a la saga un éxito comercial. Catorce años pasaron desde la primera, y ahora llega la quinta entrega, Choque de Mundos, y las decepciones siguen porque esta no es la excepción a la regla. La famosa y simpática ardilla diente de sable, Scrat, está en busca de su bellota (todavía), y una serie de infortunios la llevan al espacio, en donde accidentalmente desencadenará eventos cósmicos que podrían amenazar la vida en la Tierra. Mientras tanto, Sid, Manny, Diego y la manada, con la ayuda de Buck, tendrán que aventurarse en nuevo territorio para salvar al planeta y conservar su hogar. En el medio de todo esto, Manny tendrá que lidiar con la idea de que su hija creció, está lista para abandonar el nido y empezar una vida con su novio. La dirección estuvo a cargo de Mike Thurmeier y Steve Martino, al igual que en la cuarta entrega de la saga. El guion fue de Michael J. Wilson y Yoni Brenner. En cuanto a las voces, una vez más Ray Romano, John Leguizamo, Deanis Leary y Simon Pegg prestan sus voces a Manny, Sid, Diego y Buck respectivamente (pero el doblaje está más que correcto). Y en la producción, estuvo Carlos Saldanha, el encargado de las primeras tres películas. Pero esté quién esté detrás de todo, la falla principal está en la trama: la historia es simple, los chistes ya son viejos y conocidos, y el resultado final es una película que no emociona a diferencia de su original en 2002. El estreno de este tanque comercial se debe también al receso escolar, un film para chicos que estará en cartelera varias semanas. Una fórmula repetida y exitosa que no puede fallar -menos para las grandes cadenas de proyección-. Scrat sigue sin conseguir la bellota, Manny todavía es malhumorado y Sid simplemente es Sid. Entonces no tiene por qué decepcionar. Pero no se trata de un film memorable, está lejos de eso, los años van a pasar y nadie va a recordar Choque de Mundos, o cualquier secuela de La Era del Hielo original. La Era del Hielo: Choque de Mundos no está lista para competir con Buscando a Dory ni ninguna producción semejante, pero eso no impide que los niños se diviertan en el trascurso de la hora y media de película. Los adultos, por otro lado, tendrán que conformarse con la risa de los chicos.
Bryan Cranston se juntó con el director Jay Roach para traer a la pantalla grande a Dalton Trumbo, uno de los grandes guionistas de Hollywood en los años 40’. Regreso con gloria no es más que una biopic del montón. Busca retratar la vida de Dalton Trumbo, aquel guionista de Hollywood de los 40’-50’, tan famoso por sus escritos (fue el responsable de Espartaco, La princesa que quería vivir, entre otras), como por haber pertenecido a los Diez de Hollywood (fueron los trabajadores de la industria que se negaron a declarar ante el comité de Actividades Anti-Norteamericanas, por lo que tuvieron que pasar un tiempo en prisión y quedaron en las listas negras). Una vida ideal para hacerla película. Es así como el nuevo film de Jay Roach mantiene una estructura típica del género que está tan de moda, la biopic: el comienzo del personaje, el esplendor de su carrera, el descenso y la “humillación”, y por último, el regreso con gloria, propiamente dicho. Ahí está el problema: no se arriesga ni por un segundo. No pasa nada inesperado, la película nunca explota, no hay tensión en el guión, del que estuvo a cargo John McNamara. Pero la falta de emoción no es el único problema de Regreso con gloria. Para tratarse de una película con un trasfondo político muy intenso, su compromiso político es nulo. No hay explicaciones, no se pone en contexto nunca: pareciera que todo lo que pasa ocurre solo en la industria cinematográfica, y no en el país en general. Aun así, sí hay algo que da gusto: Bryan “Breaking Bad” Cranston. En su etapa post-antihéroe de televisión, Cranston fue nominado al Oscar por mejor actor en su interpretación de Dalton Trumbo (y por si alguien vive en un tupper, perdió frente a Leo DiCaprio). El actor se luce y muestra las distintas facetas de Trumbo, desde la de guionista obsesivo, hasta la de tipo de familia. Está acompañado por las correctas Diane Lane y Helen Mirren. Por otro lado, los guiños cinematográficos y la estética de la película funcionan perfecto. Los 40’/50’ están retratados muy bien, y se aprecia la aparición de distintas figuras del momento, como Kirk Douglas o John Wayne.
Los geniales Michael Caine y Harvey Keitel protagonizan la nueva película de Paolo Sorrentino, en donde los principales temas a tratar son el paso del tiempo y la soledad que éste conlleva. En una lujosa hostería en Los Alpes Suizos, donde las actividades al aire libre y los chequeos con distintos médicos son moneda corriente, se hospeda un puñado de personajes de lo más interesante. Fred Ballinger (Caine), ex director de orquesta, pasa sus vacaciones junto a su amigo y cineasta Mick Boyle (Keitel) y su hija, recién separada de su matrimonio, Lena (Rachel Weisz). Pero no están solos: el actor Jimmy Tree (Paul Dano) está en el proceso de desarrollo de un nuevo personaje; una pareja que no se dirige la palabra en ningún momento; un supuesto Maradona en un patético estado de salud; la nueva Miss Universo; y otros individuos, completan el interesante elenco. La Reina Isabel II envía a pedir a Ballinger que toque su obra más conocida, Simple Songs, para el cumpleaños del Príncipe Felipe. Mientras éste se niega por motivos (aparentemente) caprichosos, su hija insiste en que vuelva a trabajar, mientras que Jimmy le dice que lo comprende porque él también es solo reconocido por su papel más famoso, pero no el mejor. A su vez, Mick, junto a un grupo de jóvenes guionistas, intenta concebir su última película a modo de testamento cinematográfico. Todo está puesto en Juventud para darle la posibilidad a Sorrentino, principalmente a través de diálogos entre Fred y Mick e intervenidos por Jimmy, de reflexionar sobre la vejez, la soledad y el amor. Cualquier semejanza con La Montaña Mágica (1924), de Thomas Mann, no debe ser coincidencia. El hotel tiene más del Sanatorio Internacional Berghof que de un simple lugar de descanso. Fred y Mick son el Settembrini y el Naphta de Sorrentino, mientras que Jimmy toma el lugar de Hans Castorp. Los extraños y heterogéneos habitantes del hotel son el equivalente a los pacientes tuberculosos del libro de Mann. El director decide continuar con temas ya tratados durante La Grande Bellezza (ganadora al Oscar por mejor película extranjera en 2014), pero en esta ocasión los personajes se enfrentan a su éxito y sus obras de otra manera. Fred, Mick, Lena y Jimmy deben entender de qué se trata el deseo y el horror, para poder seguir adelante con sus vidas una vez que abandonen Suiza, un lugar en el que no pasa “nada”. Y es ahí donde está el problema de Juventud: Sorrentino hace hincapié de forma constante en los momentos donde reina la “nada”, y éstos se transforman en planos largos y por momentos innecesarios, Pero no por eso dejan de ser preciosos y elegantes, gracias a Luca Bigazzi, habitual colaborador del director. Las actuaciones de Caine y Keitel, a sus 82 y 76 años respectivamente, son impecables. Son las escenas de diálogo entre ellos las mejores de la película, las más ricas en cuanto a guion e interpretación. Dano, que ya ha demostrado ser un gran actor en Love & Mercy, aquí está más que correcto. La que se queda un poco atrás es Weisz, que pone demasiado la cara de mujer sufrida y exagera un poco.
Álex de la Iglesia vuelve al ruedo con una comedia que aparenta ser solo divertida, pero que tiene todo el humor oscuro y típico del director español, con una gran carga de crítica social. Es agosto, pero en España ya filman el programa especial de año nuevo. El rodaje tarda más de lo esperado (dos semanas, para ser exactos), y mientas adentro del estudio todo es alegría, luz y música, afuera hay una manifestación oscura que está en contra de los despidos por parte del canal, a cargo de un tal Benítez (Santiago Segura). La filmación se vio retrasada por contratiempos y enredos: el ego del artista clásico Alphonso (Raphael, en una parodia de sí mismo) contra el del ídolo juvenil Adanne (Mario Casas); una mujer hermosa que parece dar mala suerte (Blanca Suárez) que se engancha con un don nadie (Pepón Nieto); Terele Pávez que anda con un crucifijo de un metro por el set del programa; y muchos eventos desafortunados más. Álex de la Iglesia lo ha probado casi todo: desde el western, hasta la ciencia ficción, pasando por el terror y el thriller, con toques de humor, siempre mezclando todo. Con Mi Gran Noche vuelve a la comedia, con un resultado mejor que el obtenido en Crimen Ferpecto (2005). En esta nueva película, el español logra, a través de diálogos ingeniosos e irónicos, que el público ría, mientras ningún personaje se salva de su mirada sarcástica. Lo divertido de Mi Gran Noche está en la ironía que poseen sus diálogos: punzantes, exactos y divertidos. De la Iglesia parodia la realidad social a través de personajes diversos, que se ven forzados a convivir en un ambiente cerrado y en condiciones inhumanas. Las actuaciones acompañan al guion, y nadie se queda detrás, en un elenco que incluye a varias caras nuevas para el director, como varios habitués.
Tom Hooper vuelve a la pantalla grande para traer un drama protagonizado por Eddie Redmayne y Alicia Vikander. La película está basada en la novela de David Ebershoff, que retrata una historia real: la de Lili Elbe, la primera mujer en recibir una cirugía de reasignación sexual. La chica danesa cuenta la historia de Einar Wegener/Lili Elbe (Redmayne): la primera mujer trans en someterse a una cirugía de reasignación sexual. Pero el foco no solo está puesto en el viaje que Lili emprende, sino también en la relación con su amada esposa hasta el final, Gerda Wegener (Vikander). El matrimonio vive en Copenhague durante los años 20’. Él es pintor de paisajes, ella de retratos. Están en busca de un hijo, pero no logran tenerlo. Cuando Gerda le pide a Einar que se pruebe un vestido y que modele para ella, con el fin de terminar una pintura, empiezan a bromear con que su alter ego femenino sería Lili. Al punto de que Einar decide ir a una fiesta con su esposa, pero disfrazado de Lili. Allí se desencadena el relato: Einar se siente más Lili que Einar; Lili está atrapada en un cuerpo que no le corresponde. Tom Hooper, ganador del Oscar en 2011 por su película El discurso del rey, trae a la pantalla grande una conmovedora historia de cómo, en un momento de la historia en donde las mujeres u hombres trans eran “fenómenos impensados” y mal vistos (al punto de que a Einar un médico lo trata de esquizofrénico), una mujer se animó a emprender el viaje de la aceptación y el descubrimiento personal. Una temática, sin dudas, sensible aún hoy en día: mérito para Hooper por el respeto y la delicadez con que trata la problemática de Lili. ¿Cuál es el problema, entonces, de La chica danesa? No conmueve. Si bien la historia en sí es preciosa, la estética de la película es perfecta y da gusto ver en pantalla la química entre Lili y Gerda/Redmayne y Vikander, en ningún momento termina de mover al espectador. Hooper pareciera haber optado por un tratamiento rígido de la trama, lo cual la vuelve un tanto llana y poco dinámica, con un guion que no acompaña por no profundizar en las emociones de los personajes. Redmayne, nominado al Oscar por este papel (y ganador el año pasado por su interpretación de Stephen Hawking en La teoría del todo) está perfecto, pero está opacado por la bella Vikander, nominada como actriz de reparto. Ambos logran transmitir el amor y el compañerismo entre Gerda y Lili a pesar todo, y esta es la parte más rescatable de la película.
De la mano del director nominado al Oscar, Tom McCarthy, llega su película (también nominada) En primera plana. Un drama basado en una historia real, sobre el equipo del Boston Globe que desenmascaró los casos de pederastia en la Iglesia Católica, investigación que le valió el premio Pulitzer al Globe. Un grupo de periodistas del Boston Globe intenta sacar a la luz los trapos sucios de la iglesia: el encubrimiento de casos de pederastia en la arquidiócesis de la ciudad. La investigación la lleva a cabo el equipo denominado Spotlight, e integrado por Mike Rezendes (Mark Ruffalo), Sacha Pfeiffer (Rachel McAdams), Matt Carroll (Brian d’Arcy James), liderados por Walter “Robby” Robinson (Michael Keaton) e impulsados por el nuevo editor judío Marty Baron (Liev Schreiber), quien insiste en la seriedad del caso. La redacción del Boston Globe es el escenario para gran parte de la película, ambientada hace poco más de diez años durante la era pre-Google. En primera plana, entonces, posee un ritmo tranquilo y calmo, pero fluido, es decir, el tipo de ritmo que una investigación tan meticulosa como la que hizo Spotlight necesita. Pfeiffer entrevista a las víctimas, Rezendes acosa al abogado que en algún momento las defendió, Carroll marca listados de curas pedófilos: En primera plana es una oda al trabajo del periodista. Ese fue el camino que el director Tom McCarthy (En tus zapatos, Ganar ganar) y el guionista Josh Singer (ambos nominados al Oscar por mejor guión original) tomaron: prefirieron contar la historia de los periodistas que buscaron la verdad (algo similar a lo ocurrido con Zodíaco de David Fincher). Hubiera sido muy fácil apelar de forma constante a la emoción del espectador y a lo cruento de la situación. Pero no, En primera plana se apega a los hechos reales y concretos de la investigación, y trata con mucho respeto y cuidado un tema más que delicado. En primera plana, entonces, no se desvía de su objetivo en ningún momento: al igual que los periodistas, busca contar una historia real. Esta es la razón por la que poco y nada se sabe de los personajes que componen la película, y por eso se aprecia más el trabajo que éstos realizan en equipo (tanto en la ficción como fuera de ella) que las actuaciones individuales. Esto sin sacarle mérito a nadie del elenco: tanto Ruffalo como McAdams están nominados al Oscar por mejor actor y actriz de reparto, respectivamente.
Cate Blanchett y Rooney Mara protagonizan un drama dirigido por Todd Haynes y basado en la novela El precio de la sal, de Patricia Highsmith. Nueva York, alrededor de 1950. En un día como cualquier otro, la empleada de una tienda departamental y aspirante a fotógrafa, Therese Belivet (Mara), atiende a la adinerada y cautivadora Carol. La conexión es inevitable, y ambas terminan como amigas. Pero a medida que avanza la película, la relación se profundiza: Carol, atrapada en un matrimonio que solo se sostiene por el amor a su pequeña hija, ve en la joven e ingenua Therese un escape y distracción. Todd Haynes (I’m not there) vuelve a la pantalla grande con este drama basado en la novela El precio de la sal (1951), de Patricia Highsmith. Por su temática lésbica, el libro fue casi “insólito” y sorprendente para la época. Hoy que dos mujeres mantengan una relación no es tema de discusión (o no debería serlo), por lo que Haynes, en conjunto con la guionista Phyllis Nagy (nominada al Oscar por Mejor Guion Adaptado), busca poner el foco de atención no tanto en el vínculo entre Therese y Carol, sino en la posición en la que se encuentran: encerradas en la cárcel de las reglas sociales de los 50’. Esa es la historia que Carol intenta relatar. Intenta. Porque si se sacan las escenas más íntimas entre Carol y Therese, en donde reinan las miradas penetrantes que conmueven, la película resulta aburrida. La falta de ritmo y fluidez es enorme, y el resultado son dos horas largas, innecesarias y que no le hacen justicia a la obra original. Aún así, Cate Blanchett y Rooney Mara son brillantes. Ambas están nominadas a los Oscar, la primera a Mejor Actriz y la segunda a Mejor Actriz de Reparto (incomprensible decisión de que Mara esté en la categoría de secundarios y no como protagonista). La química entre las actrices es perfecta, y la película funciona solo gracias a ellas: las interpretaciones de Carol y Therese, respectivamente, rescatan al film y resultan ser lo más memorable.
El director John Wells (The company men, ER, Shameless) y Bradley Cooper se juntaron para traer una comedia ambientada en una cocina de Londres. Cooper interpreta al ambicioso chef Adam Jones, en la búsqueda por su tercera estrella Michelin. Adam Jones (Cooper) fue un famoso chef, poseedor de dos estrellas Michelin, que tuvo su momento de gloria en París hace unos años. Pero el abuso de drogas y su comportamiento obsesivo le impidieron continuar con su profesión, por lo que se exilió a Nueva Orleans a cumplir su auto-condena: abrir un millón de ostras. Luego de finalizar su castigo, Adam viaja a Londres con la ambición de abrir un nuevo restaurant y conseguir su tercera estrella Michelin. Para lograrlo, el protagonista tendrá que juntar a antiguos miembros de su equipo en París, como Michel (Omar Sy), Max (Ricardo Scamarcio) y el maître de hotel Tony (Daniel Brühl), y luchar con cualquier daño que él les haya ocasionado en su pasado de adicto, mientras hace chequeos semanales con la doctora Rosshilde (Emma Thompson). También recluta caras nuevas: su futuro aprendiz David (Sam Keeley) y la bella Helene (Sienna Miller), quien no sabe el talento que posee. Eso, y una serie más de clichés del género “comedia en la cocina”, componen Una buena receta: un ex compañero que resulta ser la competencia de Adam, algún enredo amoroso, muchos planos de comida perfectamente arreglada y tantos otros de platos rotos en escena. Pareciera que desde 1996 con Big Night, dirigida por Campbell Scott y Stanley Tucci, y durante gran parte de los 2000, la oferta “cinematogastronómica” solo ha crecido: Sin reservas (Scott Hicks, 2007), Julie & Julia (Nora Ephron, 2009), Chef (Jon Favreau, 2014), y tantas otras. Y ahí mismo está el problema de Una buena receta: el film parece un rejunte de todas estas, se estanca y no aporta nada nuevo. En cuanto a los ingredientes de la película, todos los actores están bien, correctos. Cooper como el sufrido Adam que debe luchar con los demonios de su pasado funciona, tal vez un poco abusivo del celeste seductor de sus ojos. Miller, quien encarna a una madre soltera que debe esforzarse el doble por todo, no se muestra nada impresionante, e incluso tiene un personaje que podría haberse aprovechado mejor, pero que cae en los vicios típicos del género. Una buena receta es eso: buena, y entretiene por un rato. Ni una pizca más de sal, ni una menos de pimienta: no arriesga, no gana, y el resultado final es un plato que ya se probó demasiadas veces.
Quentin Tarantino vuelve a la pantalla grande con su octavo film: Los 8 más odiados (The hateful eight). Con un elenco estelar lleno de caras conocidas como la de Samuel L. Jackson y la de Kurt Russell, el director revive, por segunda vez, al género del western. Wyoming luego de la Guerra Civil. Una tormenta de nieve se avecina. El cazarrecompensas John Ruth (Kurt Russell) se dirige a un refugio en compañía de su nueva captura, la asesina Daisy Domergue (Jennifer Jason Leight). En el camino, y por casualidad, recogen al Mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson) y a Chris Mannix (Walton Goggins), el supuesto nuevo sheriff de Red Rock, pueblo en el que Ruth debe entregar a Domergue. Al llegar al albergue, la Mercería de Minnie, los cuatro pasajeros conocen al resto de los ocupantes: Bob (Demián Bichir), el encargado de la posada en ausencia de la dueña; el veterano general Sandy Smithers (Bruce Dern), quien en su momento estuvo al mando de masacrar a soldados negros de la Unión; Oswaldo Mobray (Tim Roth), el verdugo de Red Rock; y el misterioso Joe Gage (Michael Madsen). Pero alguien no es quien dice ser y esto podría traer encuentros desafortunados entre los ocupantes de la Mercería. Jackson y Leigh resaltan por sobre el resto del elenco, si bien todos los protagonistas están más que correctos. Dos personajes fuertes respaldados por actuaciones de igual potencia. El punto en común que tienen es el de ser representantes en pantalla de dos temas polémicos para el western clásico: el racismo y la misoginia (y no es que en el pasado a Tarantino esto no le haya traído problemas: Spike Lee alzó la voz en 2012, tras el estreno de Django sin cadenas, para decir que se trataba de “una película irrespetuosa”). Jackson, habitué colaborador del director, tiene un papel hecho a medida, un papel que en gran parte de las películas del género sería ninguneado. Leigh, en una interpretación que le valió la nominación a un Globo de Oro por mejor actriz de reparto, encarna a Domergue como una mujer fuerte y de carácter que no se deja pisar (Tarantino tiene tradición de crear personajes femeninos y empoderados, como Jackie Brown o la Novia de Kill Bill). Personalidades interesantes que se ven atrapadas en una historia de venganza, enredos, y (mucha) sangre. Con un guion audaz, escrito por Tarantino, una vez más, un puñado de individuos amorales, con los que es difícil identificarse, es traído a cuento para darle al espectador la (¿falsa?) sensación de que todo es posible, una sensación anárquica. Todo al mejor estilo punk-tarantinesco. Y es que Los 8 más odiados es principalmente eso: una película de Quentin Tarantino. Si Perros de la calle (1992), Bastardos sin gloria (2009) y Django sin cadenas (2013) entraran en una licuadora, el resultado sería este nuevo film: Tarantino se da todos los gustos y entrega una producción que tiene bastante de narcisista. Pero entre muchos auto-homenajes, el director también deja ver las influencias que lo llevaron a la creación de su último producto. Una de las más claras es Asalto al precinto 13 (1976), de John Carpenter (eterno referente del cine Clase B): gran parte de los hechos toman lugar en un solo espacio, un lugar casi claustrofóbico, dígasele prisión en un caso, dígasele Mercería de Minnie en otro. Por otro lado, Los 8 más odiados, en lo que refiere a las relaciones entre personajes, tiene bastante de La diligencia (1939), película del maestro del western, John Ford. Pero la tensión que se genera en Los 8 más odiados, a través de las tres (innecesarias) horas de duración, es producto también del trabajo de Ennio Morricone. Reconocido compositor italiano, fue el responsable de darle música a gran cantidad de spaghetti westerns: varios de Sergio Leone, y ahora también a uno de Tarantino. Una banda sonora preciosa y acertada, que le valió por fin un Globo de Oro. Y también, un cameo de una canción de Roy Orbison de The fastest guitar alive, aquel western medio olvidado pero con un soundtrack que vale la pena. Tarantino tomó la decisión de filmar en 70mm, ese formato viejo y ancho que se opone a la era digital (en Argentina no existen más proyectores en fílmico para reproducir esta versión). Dicha resolución, que puede parecer caprichosa, solo tiene valor para el primer capítulo de los seis que conforman a la película, ya que se pueden apreciar imágenes bellísimas de Wyoming nevada. Y por ahí pasó la mano de otro rostro familiar: Robert Richardson, director de fotografía no solo de Los 8 más odiados, sino también de Kill Bill, Bastardos sin gloria y Django sin cadenas. Los 8 más odiados es una buena película, sin duda alguna. Como se dijo, tiene varios aspectos positivos, pero que en varios momentos se ven contrarrestados por el narcisismo del director, la ambición de verse en el espejo de sus propias obras. Pero si se va un poco más allá, a Tarantino hay que reconocerle que sabe y entiende de cine como pocos directores contemporáneos, y en un mundo en donde todo es efectos, superhéroes y explosiones, un poco de tiros al viejo estilo vienen de maravilla.