Woody Allen vuelve a inaugurar el festival con una de sus películas anuales. La última que pasaron aquí como película de apertura era del género turismo cultural y transcurría en Francia. A Café Society no la auspicia ninguna municipalidad o secretaría de turismo, y es por eso que Allen prescinde de la postal y prefiere viajar al pasado (de la industria del cine), una región imaginaria en donde se siente cómodo. Pero antes de hablar de Allen es conveniente desviarse un poco. Hablemos de una actriz hermosa, digamos algo de una presencia cinematográfica clásica que ningún guión puede concebir.
Llegó caminando con un vestido discreto a la conferencia de prensa. Si no estuviera ahí, investida por el glamour del cine, ella podría ser una más entre los periodistas que esperan por Allen y el elenco de Café Society. Pero Kristen Stewart tiene en pantalla lo que toda estrella de cine necesita transmitir, eso que por aquí se llama un “je ne sais quoi”. Ese “no sé qué” tiene un nombre en el cine: fotogenia. Cada aparición de Stewart es un plus de hermosura que está por encima del ampuloso diseño de arte del film, que revive la década del ‘30 en Nueva York y Los Ángeles con la eficiencia propia de un presupuesto holgado.
La elegancia es evidente en Café Society. Esta historia de amor fallida entre un joven neoyorkino que llega a Hollywood con deseos de progresar al lado de su tío, un famoso productor de cine, y la secretaria (y amante) de este último, pertenece en la obra del director a sus películas ligeras, las menos celebradas y canónicas. Nada del turismo obsceno ni del existencialismo pesimista característico de sus films recientes; la trivialidad amable de la trama apenas alcanza para un par de chistes sobre judíos, el mundo del espectáculo y del hampa, y alguna que otra meditación irrelevante pero sensata sobre los vínculos amorosos. Leer el propio deseo es una tarea casi imposible; obedecer a él, una verdadera proeza del espíritu.
En el fondo, de eso se trata Café Society, de cómo se desoye y desobedece la ley del deseo, y el magnífico fundido encadenado en el que los dos amantes se reúnen en el plano, durante el desenlace, es justamente la representación exacta en la que se localiza la traición del deseo. La escena es inequívoca: ambos personajes adquieren una mínima clarividencia emocional que revela a quién y qué quieren, y es obvio, a su vez, que en ese nuevo año que se festeja los dos están amantes están solos, aunque cada uno esté con su respectiva pareja.
Hay una diferencia notable entre Café Society y otras películas recientes del director. La pereza formal de sus precedentes films queda eludida desde el plano inicial hasta el último. El travelling lateral con el que empieza el film, algunos encuadres virtuosos para filmar curiosamente un par de asesinatos y el fundido encadenado que antecede al plano de cierre, ya aludido, que empieza en el rostro de Stewart y es sustituido por el de Jessie Eisenberg, están entre lo mejor del último Allen en materia cinematográfica.
Es cierto que el travelling sobreactúa un poco en Café Society, a tal punto que un sinnúmero de escenas empiezan con un travelling hacia delante, como si se tratara de un dogma. El movimiento de cámara, una marca obsesiva de la puesta en escena que regula la mayoría de las transiciones entre escenas, viene siempre acompañado de algunos motivos musicales de jazz que dinamizan el relato. La fluidez es programática, como la menudencia de la trama y el decorado y la reconstrucción de época, que compensan la simpática trivialidad de todo lo que sucede. Poco y nada. Allen da vueltas sobre el deseo y no llega a decir mucho, y cuando lo intenta los lugares comunes están acechando.
Café Society seduce y así convence, pero no es para tanto. No es otra cosa que una antología de pequeños inconvenientes amorosos, con algunos toques estetizados que abarcan incluso la vileza criminal mafiosa de la época y bien podrían pertenecer a otra película.