No es la primera vez que se intenta llevar al patriarca de los juegos de rol a la pantalla. Pero sí es la primera vez en la que el espíritu lúdico de D&D, donde cada jugador puede interpretar un personaje, recorrer territorios fantásticos y ejercer la magia y la fuerza, se contagia de manera efectiva. Aquí hay un grupo de aventureros con una misión enfrentados a hechiceros espantosos, bestias tremendas y, sobre todo, a un tipo inescrupuloso. El protagonista (notable Chris Pine en su humor clásico, un Erroll Flynn del nuevo siglo) tiene, además, un problema familiar que resolver. Lo interesante es que cada aparición de lo maravilloso, de los “poderes”, permite la construcción de un gag, de una especie de mirada de soslayo, burlona pero amable, a todo este cine de fantasía que parece haber colonizado definitivamente las salas. Hay un espíritu clásico, de “no importa mucho lo que contamos”, que se utiliza para sostener, sobre todo, a los personajes. De hecho, los diálogos son un sostén más inteligente (¿cómo conversan los jugadores de rol mientras juegan? parece ser la pregunta a responder con ellos) que los efectos especiales, perfectos pero ya estándar en casi toda producción grande que se precie. Esta D&D no apuesta al asombro de dragones y laberintos, sino a involucrarnos en un lazo de amistad con sus criaturas. Como cuando éramos chicos y jugábamos en la puerta