El pueblo de los malditos
Como ocurría con El guardián, la anterior y muy recomendable película de John Michael McDonagh, protagonizada también por Brendan Gleeson, la acción de Calvario tiene lugar en un pueblo costero irlandés. Se trata probablemente del pueblo más triste del mundo. El personaje principal es un cura que en plena confesión recibe una sentencia de muerte. Como la amenaza no viene acompañada de una muestra de arrepentimiento, ni contiene por tanto un pedido de absolución, no se encuentra sujeta al protocolo del sacramento de la confesión, de modo que el confesor no se ve obligado a guardar silencio. El cura sin embargo no hace ninguna denuncia; solo deja pasar el plazo de siete días anunciado para su cumplimiento, inmerso en sus rutinas y en su soledad. La localidad es chica pero el trabajo no falta. Como es de rigor, las confesiones abundan sobre casos de adulterio, golpizas y algunas formas más o menos variadas de concupiscencia. El Padre recorre las casas tratando de arreglar lo que oye en confesión, pero nadie le hace mucho caso. El lacónico negro con quien una mujer golpeada le mete los cuernos a su marido le dice que mejor se ocupe de sus propios asuntos, que a las mujeres irlandesas les gusta que les peguen. La incorrección política que flota en el aire en el cine de McDonagh es menos una muestra de humor bárbaro que una manera de que la vida en la que están inmersos los personajes se exprese con un grado de complejidad desusado. La hija que el sacerdote tuvo antes de ordenarse, una colorada presuntamente recuperada luego de una historia de drogas y depresión, hace su llegada al pueblo como un miembro más de esa grey que parece todo el tiempo penar en silencio, no siempre convencida de que la salvación de las almas es recompensa suficiente para el tránsito gris por ese lugar olvidado sin remedio que les ha tocado en suerte en esta vida. El joven ricachón, que se acerca a caballo al cura y su hija que pasean tratando de ponerse al día después de meses de no saber nada el uno del otro, exhibe una arrogancia solipsista y un desencanto aristocrático a los que la tristeza penetra con un filo secreto: los personajes de Calvario están solos y condenados, la resignación los carcome y apenas atinan a rondar por los mismos sitios, el bar, la iglesia, el boliche modesto, buscando una confirmación del sinsentido con el que parece girar el mundo. El director ha filmado unas cuantas escenas secas, sorprendentemente elusivas, sobre las cuales se deposita siempre una mota de comicidad extraña, que aligera el tono melancólico con el que se desenvuelven los protagonistas, al tiempo que les otorga el beneficio de un misterio que no aparenta derivarse de la letra prescripta por el guión sino del estado de estupefacción con el que se perciben a sí mismos y al lugar que ocupan en el mundo. La referencia a Georges Bernanos establece una relación lejana con Diario de un cura rural, pero la espiritualidad dolorosa de Bresson, o su ascetismo programático (es decir, la otra cara de la misma moneda), no son parte del andamiaje de McDonagh: Calvario es poco sofisticada, tiene menos aspiraciones, sus trucos están demasiado a la vista; el vehemente esplendor pop de la película anterior del director cede el paso a la materialidad discreta con la que se construyen algunas tomas bastante convencionales (esos planos aéreos de transición sobre el mar, ambientados con música de relleno). La película tiene en el fondo una obsesión humilde, un ejercicio que nada le debe al ideario católico que sobrevuela en la superficie: la espera inmóvil del momento en que un hombre se enfrenta a una muerte violenta, bastante esperable si se ausculta con cierta perspicacia el clima de sentimientos larvados que late desde el minuto uno de película. Cuando el cura mira a la cara a su agresor, a pesar de lo que este le ordena (o le ruega: “No me mire, Padre, no me mire”), se puede ver con claridad que el futuro estaba marcado. En Calvario, la muerte a manos de nuestro prójimo es aquello para lo cual solo hay que tener un poco paciencia.