Mi sacerdocio me condena
El Padre James escucha una confesión (y también una sentencia de muerte). Hundido en magistrales claroscuros, como un retratado de Rembrandt, el hombre oye no sin sorpresa (y no sin fastidio) la confesión de alguien que fue violado repetidas veces por un sacerdote durante su niñez. Ese sacerdote está muerto. El padre confesor no puede dar por sentencia una expiación. ¿Cuál y para quién? Para el Padre James, víctima inocente, no hay expiación sino una sentencia que se hará efectiva el siguiente domingo. A la mañana siguiente, el Padre James tendrá un vía crucis semanal para expiar los pecados de su iglesia; está en él, en cambio, aprovechar la semana para descubrir al futuro asesino. Obviamente, intentará ambos caminos. Con el enorme Brandan Gleeson como el sacerdote, cargando la película cual cruz al hombro, Calvario muestra cómo un idílico pueblito de Irlanda abandona paulatinamente su apego a la religión y las buenas costumbres, en sincronía con el trayecto del sacerdote hacia su hora señalada. La obvia metáfora sobre la penitencia de la Iglesia Católica, en torno a su fe y a los excesos de sus líderes (es decir, la temática que preocupa a Francisco), también provoca un doble efecto, ya que mueve la trama con inteligencia pero con ocasional pompa dramática, lindante con el telefilm.