Desde la primera línea presente en Calvary se nota qué tipo de propuesta estamos presenciando. Esa extravagante frase, dentro de la primera y reveladora escena, marca el ritmo y el tono del segundo film del inglés John Michael McDonagh, que vuelve a tener como protagonista al excelente Brendan Gleeson luego de la laureada The Guard. Con un sentido del humor muy puntilloso, Calvary claramente no es una película para todo tipo de público, ya que los trascendentales temas que toca con su abanico de personajes puede verse aplastados por un sentido dramático exacerbado.
Siempre se supo que el humor inglés es demasiado particular, en las antípodas por ejemplo de la nueva comedia americana, pero en esta ocasión, la combinación de humor negro y drama pueden ser un cóctel que le juegue en contra a la película. No estamos frente a una comedia hecha y derecha, y aunque las situaciones y conversaciones dramáticas se apilen unas tras otras, tampoco es un drama existencialista del todo. Es un claro híbrido, potenciado por sobresalientes actuaciones de parte de un elenco fogueado con los años, en donde cada uno ejerce su rol con las mejores intenciones.
Con una pesada carga y un severo ultimátum a cuestas, el padre James de Gleeson excede las expectativas con su defectuoso personaje, refugiado en la iglesia luego de la muerte de su esposa y dejando la vida de su hija Fiona -Kelly Reilly- en ciernes. Alcohólico en recuperación, James es un párroco bonachón, que debe soportar el calvario del grupo de habitantes locales. Uno más irreverente que el otro, escuchando las confesiones y anécdotas de personas detestables, seres que están perdidos en sus propias miserias y que, al final, será uno de ellos el que atente contra la vida del padre. Las caras conocidas abundan, desde el cínico médico ateo de Aidan "Meñique" Gillen, el carnicero del pueblo interpretado por Chris O'Dowd y el millonario perverso de Dylan Moran, todos aumentando poco a poco esa sensación de perdición en la locación tan remota como hermosa que presenta McDonagh.
Con el correr de los minutos, la amenaza latente va estirándose, y si bien diferentes charlas exploran los conflictos de la fe -o la falta de la misma- y el siempre presente estigma de los abusos sexuales en la iglesia, el objetivo final parece deslucido, el golpe final carente de efecto. Gracias al gran empuje de Gleeson en un protagónico excepcional es que Calvary no termina por agobiar al espectador.