Esa eterna adolescente que trabaja sus películas sobre una etapa eterna de maduración vital llamada Inés Barrionuevo, cordobesa del barrio Cofico, hoy, prácticamente establecida como realizadora porteña, es la actual y manifiesta representante del coming of age del cine argentino. ¿“Coming of age”? Es meramente un anglicismo que está de moda entre los críticos de cine para sepultar el viejo y denominativo “cine de iniciación”.
También es un subgénero del que se hace abuso para ajustar cuentas personales con el pasado en detrimento de un probablemente más eficaz tratamiento terapéutico (y en detrimento del espectador).
Esto último no es el caso del cine de Barrionuevo.
En la escena inicial de Camila saldrá esta noche, en la que Camila y un grupo de amigos y amigas de la escuela visitan las maravillas ofrecidas por las ciencias naturales que exhibe el Museo de La Plata, el imponente edificio neoclásico construido a fines del siglo 19 en el bellísimo Paseo del Bosque de aquella ciudad, están claramente mentados algunos conceptos que desarrollará Barrionuevo en el argumento, como el machismo sistémico y la siempre presente connivencia pequeñoburguesa de la institución familiar, una entidad afectiva totalmente resquebrajada en el mejor de los casos y mediocre hasta la náusea en el peor, representada en todas las películas de largo y corto metraje de Barrionuevo por el mundo de los adultos, o por la ausencia de los mismos.
Por ejemplo, y descartando todo ápice de ingenuidad en el montaje, cuando se nos muestra un plano de dos aves disecadas, se eligen dos aves en las que debajo un cartelito aclara: “Macho”; el macho disecado, seco, sin función, paralizado; el macho infértil, en suma, o ausente, que es lo mismo. La toma siguiente es la de un felino argentino –probablemente un yaguareté, sepan disculpar la ignorancia– que muestra sus colmillos en clara actitud agresiva, o depredatoria. La siguiente, la de un águila, cuyo sexo no podemos discernir, pero se trata de otro animal depredador. Varón y depredación bajo la óptica del montaje creado por los soviéticos.
Otro concepto que expone Barrionuevo es el de la asfixia social. Sus protagonistas son mujeres y deben escapar del destino que impone la fuerza centrífuga de la vida familiar, o la del pueblo, o la del barrio, o la de algún centro de gravedad metafísico que las ata, como la memoria genética de los muertos, que persiste como polvo ambiental que se deposita en los muebles. Respecto a esto, el campo sonoro de la escena en el museo que mencionamos arriba es copado por la voz de una guía –de la escuela o del museo, es irrelevante–, que relata la historia de Damiana Kryygi, la infaustamente famosa niña paraguaya de la etnia Aché que cobró aura mítica con el tiempo al ser finalmente reconocida como víctima brutal del biologicismo (al respecto, ver el documental de Alejandro Fernández Mouján Damiana, de 2015) que, en 1896, cuando tenía tres años, luego de la matanza de su familia es esclavizada como única sobreviviente por unos colonos. “Y”, prosigue la guía, “a los 16 años es internada en un psiquiátrico por lo que llamaron ‘impulsos sexuales incontrolables’, donde murió al poco tiempo”. Como punto final de su relato, de la voz de la guía reaparece un defecto habitual en los diálogos del cine de Barrionuevo, que es también un defecto en los diálogos del cine de algunos de sus contemporáneos: la escasez de confianza en los recursos expresivos del lenguaje cinematográfico; en este caso, la palabra. “La verdad”, acota la guía muy informalmente, “le gustaba el sexo, nada más”, una canchereada progre que cualquiera que hubiera escuchado el diagnóstico previo y lo relacionara con la época y el trato inhumano coyuntural podía deducir; un subrayado innecesario que, al ser tal, desgrana la solidez de la discreta proclama de Barrionuevo en contra de la humillación de los pueblos originarios y, al tratarse de una niña, puntualmente en contra de la opresión de la Mujer.
Esta escena termina con un signo de puntuación que marca el vía crucis anímico al que se someterá Camila, sofocada por la imposibilidad de torcer la ruta que la llevará a terminar con sus huesos en un instituto patriarcal de enseñanza “de cuello duro” y modales antiprogresistas, por decirlo de modo elíptico: un primer plano de su rostro se sobreimprime al rostro de Damiana exhibido en una foto de la época del museo. Si bien la comparación martirológica entre Camila y Damiana es a todas luces exagerada, sirve a sus propósitos como recurso visual y marca una pauta concreta de elocuencia gráfica que desvaloriza la redundancia explicativa que señalamos previamente.
Este –el de la preponderancia de la imagen ante la palabra– es afortunadamente el camino que elige la realizadora para completar su relato.
Por último, volvamos al inicio, sobre las huellas de la representación de Barrionuevo del cine de iniciación que postulaba, para instalar la idea de que la insistencia de esta directora en recurrir al mismo manantial –la adolescencia– no es por limitación reiterativa, sino por expansión dialéctica. A lo largo de su filmografía Barrionuevo ha sostenido sus argumentaciones contra el machismo bajo la premisa de restarle peso por su ausencia o por su inocuidad. Como cuando el Mal se permite por ausencia del Bien. Este camino también permite que irrumpa más fluidamente el maniqueísmo en la construcción de los varones de su cine. Salvo, quizás, en el personaje que retrató Guillermo Pfening en Atlántida.
Hay una expansión, decíamos, en la mirada de Barrionuevo, ya que la que vierte sobre la adolescencia en Atlántida no es la misma que la vierte en Camila saldrá esta noche. Las amigas de la infancia de aquel debut directorial eran adolescentes que apenas habían abandonado la preadolescencia. Las adolescentes de su nueva película están por abandonar la adolescencia (si usáramos “preadultez”, serían preadultas), si no la abandonaron ya, porque se mueven por la vida con la sofisticación –nunca con la solemnidad– de los adultos, a los que poco menos que detestan, cuando no ningunean.
El adulto es en la poética de Barrionuevo un pedazo de escombro que se arrastra como recuerdo de la ruina en que quedaron las expectativas de la juventud. Un símbolo de la decadencia. Salvo en Julia y el zorro, en la que la adultez es un enigma irresuelto atado a la infancia. Las protagonistas de su cine son agonistas autoconscientes, por lo tanto, reparan en este detalle y se embarcan en evitar a toda costa la circularidad hereditaria mediante una herramienta propia de su edad: la rebeldía.
Otra de las expansiones que marca Camila saldrá esta noche en la obra de Barrionuevo surge de un mejor dominio del aspecto visual, dado probablemente por la experiencia, y de éste surge otro, el erotismo. Del primero podemos decir que su prueba está en la resolución visual, sin diálogos, que Barrionuevo oficia en todas las escenas colectivas, gregarias, es impecable y su presencia no es meramente hedonista porque agiliza el movimiento interior de la protagonista. Camila es una experimentadora desprejuiciada –una típica adolescente de nuestra época– que no exterioriza lo suficiente el hervidero que son sus venas. Es feminista militante pero no odia a los hombres, a pesar de correr peligro de ser ultrajada en un baño por un rubio estereotipado y sus secuaces, imbéciles que parecen salidos de un ejemplar de la revista Archie más que de la realidad.
Cuando abandona el campo de la declamación de principios –no cuando deja de decir lo que piensa, sino cuando deja de decirlo en voz alta–, Barrionuevo crea imágenes de puro cine, deudor de un espíritu de época concreto; éste, en el que las sexualidades se revierten y se mezclan y se hibridan para crear nuevas sexualidades, escisiones más atinadas, como cuando la música desobedece el canon y se desvía de un género para crear otro(s).
Después de las hermanas Wachowski, Inés Barrionuevo ha filmado las mejores escenas de fiestas nocturnas de los últimos años, tomando como patrón de valoración la rienda suelta a la exposición indistinta que se efectúa de los cuerpos, mostrados como un amasijo de humanidades hermanadas por la carne y el calor, por el sudor salobre y ritual, por la mancomunada visión de futuro, un futuro que incluye la abolición de los sexos, o la abolición de algo tan vulgar como la elección de los sexos, hacia una suerte de neo-anarquismo biológico.