Esa eterna adolescente que trabaja sus películas sobre una etapa eterna de maduración vital llamada Inés Barrionuevo, cordobesa del barrio Cofico, hoy, prácticamente establecida como realizadora porteña, es la actual y manifiesta representante del coming of age del cine argentino. ¿“Coming of age”? Es meramente un anglicismo que está de moda entre los críticos de cine para sepultar el viejo y denominativo “cine de iniciación”. También es un subgénero del que se hace abuso para ajustar cuentas personales con el pasado en detrimento de un probablemente más eficaz tratamiento terapéutico (y en detrimento del espectador). Esto último no es el caso del cine de Barrionuevo. En la escena inicial de Camila saldrá esta noche, en la que Camila y un grupo de amigos y amigas de la escuela visitan las maravillas ofrecidas por las ciencias naturales que exhibe el Museo de La Plata, el imponente edificio neoclásico construido a fines del siglo 19 en el bellísimo Paseo del Bosque de aquella ciudad, están claramente mentados algunos conceptos que desarrollará Barrionuevo en el argumento, como el machismo sistémico y la siempre presente connivencia pequeñoburguesa de la institución familiar, una entidad afectiva totalmente resquebrajada en el mejor de los casos y mediocre hasta la náusea en el peor, representada en todas las películas de largo y corto metraje de Barrionuevo por el mundo de los adultos, o por la ausencia de los mismos. Por ejemplo, y descartando todo ápice de ingenuidad en el montaje, cuando se nos muestra un plano de dos aves disecadas, se eligen dos aves en las que debajo un cartelito aclara: “Macho”; el macho disecado, seco, sin función, paralizado; el macho infértil, en suma, o ausente, que es lo mismo. La toma siguiente es la de un felino argentino –probablemente un yaguareté, sepan disculpar la ignorancia– que muestra sus colmillos en clara actitud agresiva, o depredatoria. La siguiente, la de un águila, cuyo sexo no podemos discernir, pero se trata de otro animal depredador. Varón y depredación bajo la óptica del montaje creado por los soviéticos. Otro concepto que expone Barrionuevo es el de la asfixia social. Sus protagonistas son mujeres y deben escapar del destino que impone la fuerza centrífuga de la vida familiar, o la del pueblo, o la del barrio, o la de algún centro de gravedad metafísico que las ata, como la memoria genética de los muertos, que persiste como polvo ambiental que se deposita en los muebles. Respecto a esto, el campo sonoro de la escena en el museo que mencionamos arriba es copado por la voz de una guía –de la escuela o del museo, es irrelevante–, que relata la historia de Damiana Kryygi, la infaustamente famosa niña paraguaya de la etnia Aché que cobró aura mítica con el tiempo al ser finalmente reconocida como víctima brutal del biologicismo (al respecto, ver el documental de Alejandro Fernández Mouján Damiana, de 2015) que, en 1896, cuando tenía tres años, luego de la matanza de su familia es esclavizada como única sobreviviente por unos colonos. “Y”, prosigue la guía, “a los 16 años es internada en un psiquiátrico por lo que llamaron ‘impulsos sexuales incontrolables’, donde murió al poco tiempo”. Como punto final de su relato, de la voz de la guía reaparece un defecto habitual en los diálogos del cine de Barrionuevo, que es también un defecto en los diálogos del cine de algunos de sus contemporáneos: la escasez de confianza en los recursos expresivos del lenguaje cinematográfico; en este caso, la palabra. “La verdad”, acota la guía muy informalmente, “le gustaba el sexo, nada más”, una canchereada progre que cualquiera que hubiera escuchado el diagnóstico previo y lo relacionara con la época y el trato inhumano coyuntural podía deducir; un subrayado innecesario que, al ser tal, desgrana la solidez de la discreta proclama de Barrionuevo en contra de la humillación de los pueblos originarios y, al tratarse de una niña, puntualmente en contra de la opresión de la Mujer. Esta escena termina con un signo de puntuación que marca el vía crucis anímico al que se someterá Camila, sofocada por la imposibilidad de torcer la ruta que la llevará a terminar con sus huesos en un instituto patriarcal de enseñanza “de cuello duro” y modales antiprogresistas, por decirlo de modo elíptico: un primer plano de su rostro se sobreimprime al rostro de Damiana exhibido en una foto de la época del museo. Si bien la comparación martirológica entre Camila y Damiana es a todas luces exagerada, sirve a sus propósitos como recurso visual y marca una pauta concreta de elocuencia gráfica que desvaloriza la redundancia explicativa que señalamos previamente. Este –el de la preponderancia de la imagen ante la palabra– es afortunadamente el camino que elige la realizadora para completar su relato. Por último, volvamos al inicio, sobre las huellas de la representación de Barrionuevo del cine de iniciación que postulaba, para instalar la idea de que la insistencia de esta directora en recurrir al mismo manantial –la adolescencia– no es por limitación reiterativa, sino por expansión dialéctica. A lo largo de su filmografía Barrionuevo ha sostenido sus argumentaciones contra el machismo bajo la premisa de restarle peso por su ausencia o por su inocuidad. Como cuando el Mal se permite por ausencia del Bien. Este camino también permite que irrumpa más fluidamente el maniqueísmo en la construcción de los varones de su cine. Salvo, quizás, en el personaje que retrató Guillermo Pfening en Atlántida. Hay una expansión, decíamos, en la mirada de Barrionuevo, ya que la que vierte sobre la adolescencia en Atlántida no es la misma que la vierte en Camila saldrá esta noche. Las amigas de la infancia de aquel debut directorial eran adolescentes que apenas habían abandonado la preadolescencia. Las adolescentes de su nueva película están por abandonar la adolescencia (si usáramos “preadultez”, serían preadultas), si no la abandonaron ya, porque se mueven por la vida con la sofisticación –nunca con la solemnidad– de los adultos, a los que poco menos que detestan, cuando no ningunean. El adulto es en la poética de Barrionuevo un pedazo de escombro que se arrastra como recuerdo de la ruina en que quedaron las expectativas de la juventud. Un símbolo de la decadencia. Salvo en Julia y el zorro, en la que la adultez es un enigma irresuelto atado a la infancia. Las protagonistas de su cine son agonistas autoconscientes, por lo tanto, reparan en este detalle y se embarcan en evitar a toda costa la circularidad hereditaria mediante una herramienta propia de su edad: la rebeldía. Otra de las expansiones que marca Camila saldrá esta noche en la obra de Barrionuevo surge de un mejor dominio del aspecto visual, dado probablemente por la experiencia, y de éste surge otro, el erotismo. Del primero podemos decir que su prueba está en la resolución visual, sin diálogos, que Barrionuevo oficia en todas las escenas colectivas, gregarias, es impecable y su presencia no es meramente hedonista porque agiliza el movimiento interior de la protagonista. Camila es una experimentadora desprejuiciada –una típica adolescente de nuestra época– que no exterioriza lo suficiente el hervidero que son sus venas. Es feminista militante pero no odia a los hombres, a pesar de correr peligro de ser ultrajada en un baño por un rubio estereotipado y sus secuaces, imbéciles que parecen salidos de un ejemplar de la revista Archie más que de la realidad. Cuando abandona el campo de la declamación de principios –no cuando deja de decir lo que piensa, sino cuando deja de decirlo en voz alta–, Barrionuevo crea imágenes de puro cine, deudor de un espíritu de época concreto; éste, en el que las sexualidades se revierten y se mezclan y se hibridan para crear nuevas sexualidades, escisiones más atinadas, como cuando la música desobedece el canon y se desvía de un género para crear otro(s). Después de las hermanas Wachowski, Inés Barrionuevo ha filmado las mejores escenas de fiestas nocturnas de los últimos años, tomando como patrón de valoración la rienda suelta a la exposición indistinta que se efectúa de los cuerpos, mostrados como un amasijo de humanidades hermanadas por la carne y el calor, por el sudor salobre y ritual, por la mancomunada visión de futuro, un futuro que incluye la abolición de los sexos, o la abolición de algo tan vulgar como la elección de los sexos, hacia una suerte de neo-anarquismo biológico.
La presencia de la actriz argentina Luz Cipriota (Naturaleza muerta [Gabriel Grieco, 2014]; Luis Miguel, la serie [2021]) en la última película de Woody Allen –aunque con un personaje brevísimo, genérico, sin nombre– puede marcar el estado de emergencia de casting en el que se encuentra la carrera del director neoyorkino, en franco e irreversible declive desde que éste se viera obligado a dedicarle más horas a sus abogados que a su terapeuta. En España, donde se rodó Rifkin’s Festival, todo es menos imposible para los argentinos. Al menos hay más posibilidades que en Hollywood. Incluso hay más que en Nueva York, la sede originaria de Hollywood antes de que los fundadores de la Meca fueran a Los Angeles en busca de un mejor clima, tanto atmosférico como impositivo; Nueva York es Hollywood sin sol ni desierto, suplidos por rascacielos y taxis. Y la escenografía de la casi totalidad de la obra alleniana. Allí, en ese microcosmos elitista que muchos estados de los Estados Unidos se obstina en reconocer como parte del país, reinó Woody Allen desde fines de la década de los sesentas, cuando era una estrella de las columnas satíricas en medios gráficos al mismo tiempo que ascendía en el mercado de pases del agitadísimo y competitivo mundo de la comedia stand up, hasta hace tan pocos años que podríamos contarlo por meses: Wonder Wheel, del 2017, fue la última película de Woody Allen en estrenarse sin obturaciones de nubes sensacionalistas en el horizonte. A partir de Un día lluvioso en Nueva York, estrenada al año siguiente, la nueva etapa de tránsito pesado jurídico en la vida de Allen no pudo disociarse más de su obra: la última película que Allen filmó en su ciudad natal, su casa-cuna imbatible, su alter ego urbano, su diégesis narrativa inamovible, llegó a los cines acompañada en un sidecar por el comentario oportunista del imberbe insoportable y sobrevalorado de Thimothée Chalamet respecto a su arrepentimiento de haber trabajado con Allen, acto de contrición que manifestó, por supuesto, no con una negativa antes de sumarse al rodaje, como hubiera sido verdaderamente honorable, sino una vez finalizada la película, quedándose con todo: con el dinero del sueldo y con dos prestigios simultáneos: el de haber participado en la filmografía de Allen (en ese entonces seguía siendo prestigioso) y el prestigio a posteriori de artista sensible, el que le dio su rémora de conciencia, probablemente dictada al oído por sus representantes. Por eso el estreno de Rifkin’s Festival es casi un milagro. Hoy. Quizás se deba a que Allen siempre fue local en Argentina, que tiene un público intelectual amplio, sumado a la modalidad wannabe del argentino medio pelo que aspira a la ciudadanía neoyorkina comprando ropa cara por Mercado Libre. El milagro sería completo si Rifkin’s Festival fuera una película excitante y glamorosa, como lo fue Medianoche en París, la última obra maestra de Allen (Blue Jasmine es grandiosa, pero debido al soliloquio psíquico de Cate Blanchett), y, de alguna manera, su canto de cisne vincular en lo que respecta a sus espectadores. A partir de aquí, “el sueño terminó” como terminó el Clan Manson con el Flower Power. En la actualidad, Allen proyecta la preproducción en París. De vuelta a París, donde sigue siendo local, como en el resto de Europa. Ignoramos con qué reparto contará esta vez. No faltarán franceses. Como Louis Garrel en Rifkin’s Festival, que interpreta al estereotipo del joven director de cine-estrella insufriblemente ensoberbecido por el apoyo crítico. Garrel, que interpreta al vanidoso Philippe como si él mismo lo fuera, con luz odiosa propia, le quiere robar la esposa a Wallace Shawn, que es Rifkin, que es marido de Sue, interpretada por la gran Gina Gershon, una de las actrices con talento nato y cinegenia más sexys de las últimas tres décadas, apriorismo lúbrico que la privó de protagonizar otro tipo de roles que no sean mujeres-vampiro, viudas negras fatales o ígneas y leales socias del crimen. La prueba de su condición de víctima de una falocracia sistémica es la reducción de su momento de gloria a apenas dos películas, consecutivas, de temática sexual: Showgirls (1995), de Paul Verhoeven, y Bound (1996), de Lana y Lilly Wachowski. Para decirlo tajantemente, lo más grande en esta película de Woody Allen es la presencia generosa de Gina Gershon, que seguramente no habría sido casteada o siquiera convocada para la ocasión si Allen estuviera en la cima del carisma industrial, y no en el sótano de los insultos callejeros. Al borde de cumplir sesenta años –en junio del 2022–, Gershon, si bien esgrime su talento frente a un personaje calculador, por infiel, le arrebata el centro de foco al resto de sus compañeros con la fibra sensual de una piel que empieza a ajarse por la experiencia, una boca con avidez de salivación erógena no habitual y una mirada que rubrica un linaje de voluptuosidad y desapego romántico; Gershon es así desde que debutó como una bailarina no acreditada en Beatlemanía (1981). El paso del tiempo en el cine se cronometra con el mapa dibujado en los pergaminos faciales de las estrellas. Rifkin’s Festival está entre lo menos estimulante de la obra de Allen. Pero la escasez de estímulos en la obra de Allen, como es sabido, significa un acopio mayor de estímulos que los aportados por los estrenos estruendosos que vampirizan la cuota de pantalla en la alarmantemente mediocre actualidad de la programación de cines comerciales. Al esplendor hormonal cuasi-sexagenario de Gershon, podemos añadir el homenaje blanquinegro a El séptimo sello, una de las obras más representativas del legendario cineasta Ingmar Bergman. Allen se inclina ceremonialmente ante el maestro sueco y lo viste a Christoph Waltz de la Muerte; pese a ser un homenaje a un cineasta no caracterizado por el sentido del humor, la escena con Waltz es hilarante y pertinente y remite al viejo Woody Allen cinéfilo, el de los setentas. En la película de Bergman, la Muerte era un aguafiestas que venía a liquidar con todo; en Rifkin’s Festival la Muerte luce igual, pero es comprensible, humana, un poco holgazana y, si le respondés sabiamente, no sólo te deja ganar el partido de ajedrez, sino que hasta te aconseja sobre el amor.
(Antes de empezar la crítica propiamente dicha, sepan disculpar la siguiente observación: creo que a esta altura de la tilinguería anglicista no asumida que gobierna nuestra habla, donde en cualquier menú mugriento de hamburguesas se lee burger, traducir la palabra ‘Resurrections’ es hoy un anacronismo de mercado, además de que desmejora el título desde un punto de vista fonético. En una película que metaforiza (o no tanto, según los metafísicos radicales de las teorías celulares) sobre nuestra obediencia debida a una vida gris de rutinas del montón, que invoca los fantasmas aciagos de nuestra esclavitud al conformismo, y que se formaliza estéticamente a través de los recursos visuales más hiperbólicos (es la saga que popularizó el “tiempo-bala” [o bullet-time, en fin], el vector de la revolución visual de la segunda película de las Wachowski), queda muy provinciano traducir un título a todas luces a priori comprensible en su idioma original. Aunque no sepa una sola palabra de inglés, aunque no haya hecho la primaria, con toda sinceridad me cuesta aceptar que exista una persona que no pueda deducir que ‘Resurrections” es “Resurrecciones”. Esta demagogia también es tratar de imbécil al público). Lamentablemente –y acá nos zambullimos en el maremágnum de códigos binarios verdes que nos convoca– e imprevistamente, Lana Wachowski también nos trata de imbéciles. Por ejemplo: cuando necesita decirnos que Jonathan Groff interpreta al nuevo Agente Smith, la perversa y ubicua némesis de Neo que en las tres primeras partes interpretó magistralmente el nigeriano formado en Australia Hugo Weaving, Wachowski precede la aparición de Groff con un torpe flashback de Weaving en primer plano; este recurso de sobre-explicación nauseabunda se repite como un mantra visual para espectadores con capacidades diferentes. La presencia actoral de Groff es endeble e insuficiente; no siendo ominosa, sólo es peligrosa porque él lo dice, poniendo cara de malo; casi un inocuo antivirus para la amenaza viral que representaba la potencia actoral del metro noventa que mide el temible Weaving; parafraseando el “Universo Matrix”, Groff es una anomalía del sistema. Falló al antivirus Para más inri, todo es muy confuso éticamente. El rasgo de inteligencia predominante durante los cimientos de la concreción de este cuarto episodio de la saga consistió en la negativa de Wachowski en vender su alma a los caprichos descerebrados del fandom, concesión autoral que hoy se conoce cínicamente como fanservice, más propiciada por los estudios voraces de multiversos que por los directores carentes de contrato; aunque, todo hay que decirlo, por default Matrix: Resurrecciones es en sí misma un servicio directo al fanático de la trilogía porque existe gracias a la presión del fandom. Estamos de acuerdo, aparece El Meravingio, retomado por Lambert Wilson, cuya sofisticación arrogante y sinuosa lo adhirieron a la perfección a la cosmogonía matrixiana, atravesada por mentiras, tramas, conspiraciones y realidades oblicuas. Pero son detalles de casting, como la inexplicable recuperación de un personaje secundario que nunca fue decisivo, Niobe, que interpreta con su habitual ineficacia Jada Pinkett Smith. Seamos sinceros, al irse la mitad creativa detrás de la trilogía Matrix, nada podía prometer un regreso a la saga en plena e idéntica forma. Y así (no) ocurrió. Los comentarios previos imbuidos de esperanza sobre este cuarto capítulo por parte de quiénes aún sentimos admiración por el primero como hecho revolucionario del lejanísimo 1999, descansaron sobre una cuestión de fe, más que de realismo. Después de todo, lo cristiano surfea la totalidad del subtexto no tan sub de la saga. Sumemos una ausencia grave –gravísima– que nadie ha mencionado; a una figura clave en la edificación de las maniobras de la acción cuerpo a cuerpo de la trilogía original a un nivel absoluto. Nos referimos al maestro, guionista, director, coreógrafo y actor chino Yuen Woo-ping (que inmediatamente después le orquestaría las secuencias de peleas de Kill Bill a Quentin Tarantino), cuya implicancia en los proyectos es absorbente y decisiva, casi hasta alcanzar el rango de codirector. Sin aquel viejo experto en kung fu, la producción de Matrix: Resurrecciones optó por contratar a Eric Brown, un profesional que no ayudó a consolidar toda una escuela de especialistas en escenas de artes marciales a lo largo de cuatro décadas, como hizo Woo-ping, sino que, sin desmerecerlo, pero comparándolo fatalmente, diseñó la acción de las tres primeras John Wick y alguna Rápido y furioso. En esto anda Hollywood: le excita más el presente efímero que cualquier magisterio milenario. ¿Hay algún lector que crea que el look a lo John Wick que ostenta Reeves en Matrix: Resurrecciones es casual? En una era de terror al fracaso, cuando los que consumen cine creen que una película de ocho años es antigua (la distorsión psíquico-espacio-temporal que cimentó la moda del reboot), es probable que no. “¿Cómo podemos atraer a la pibada de John Wick?”, se preguntó uno mirando al peluquero. Todo dura dos días: hemos creado un nuevo Efecto mariposa. Viejo verde La famosa escena de la entrada al lobby de Neo y Trinity, armados hasta los dientes, para enfrentarse a un escuadrón de policías en Matrix (1999) quedó grabada a fuego y a tiempo-bala en los archivos históricos del progreso tecnológico del arte cinematográfico. Esta escena, incluso, se usó durante los años subsiguientes como ejemplo de diseño audiovisual para testear compras de equipamiento tecnológico en auditorios y salas públicas y privadas. Así de impactante fue la operación técnica de aquella irrupción en el cine agónico de la década de los noventas. Matrix no fue el último hito de aquella década sino el primero del nuevo milenio. También fundó en el cine de Hollywood una estética andrógina que impedía, por ejemplo, diferenciar el aspecto de Neo al de Trinity; ambos eran pelicortos, depilados, oblongos y solemnes (en definitiva, una constante de lo decantado como subtexto en la relación lésbica de Gina Gershon y Jennifer Tilly en Bound, de 1996: sexo hay uno solo). Esta estética andrógina fue profética porque devendría en una brecha de asunción LGBTTTQINBAP+ por la que los Wachowski hicieron la transición a las Wachowski. Heteroapóstatas, al cabo. Ultramodernas. Pero lo que más se extraña (y lo que más extraña) es la deserción de aquella tonalidad verdosa agregada en filtros de postproducción, derivada de los códigos binarios, que impregnaba la diégesis de Matrix con pertinencia informática arrolladora. Este tono era representativo, pero quedó en el tintero en esta cuarta parte, e ignoramos en qué reunión se decidió una idea tan absurda, ya que transcurre en el mismo universo dominado por hardwares empoderados. Esta omisión acusa su peso en oro cada vez que Wachowski intercala un flashback de la trilogía; queda en evidencia que nada de lo que vemos alcanza la calidad de la película de 1999; no hay rastros diferenciales entre las estéticas fotográficas de Matrix: Resurrecciones y, por caso reciente, el reboot de Resident Evil (2021), proviniendo ambas de orígenes muy diversos. Además de haber creado un nuevo Efecto mariposa, creamos la necesidad de homologar la estética de todo el cine de entretenimiento mundial, para que nada ose parecerse a algo diferente. Otro elemento valioso (no hablamos de nostalgia, sino de valor plástico) que murió en alguna reunión de marketing: casi no había en aquella acta fundacional de fin de siglo una toma con la cámara al hombro que no tuviera su porqué. Sabemos que el verdadero deseo de quitar la cámara del trípode se origina en la necesidad de representar nerviosismo o desequilibrio de algún tipo, familiaridad, urgencia; hoy se la canonizó indiscriminadamente para abaratar costos y reducir tiempos (bajo el cobarde pretexto de no ser puristas); la sintaxis temblorosa domina esta cuarta parte como domina todo el cine de acción contemporáneo, cuando Matrix irrumpió en su época como una estrella fugaz revolucionaria al proponer el diseño del cine de acción de las dos décadas subsiguientes. Es un acto de traición a la calidad visual de la trilogía –o al menos a la primera parte de la trilogía– sustituir su estética distintiva por un aggiornamento ridículamente centennial de filtros de Instagram. Vemos anteojos ciberpunks de diseño y peinados en tecnicolor muy diversos, como en la tapa de un disco de La Roux. No es suficiente para ser modernos. Matrix: Resurrecciones, como todo lo que hacen las Wachowski, se alinea con una ética estética inclusiva que se desprende de un ideario inclusivo. Pero en esta oportunidad su puesta en escena es exclusivamente conservadora. Lo irónico es que se conservan los modos de una primera parte hecha por ella misma en el pasado. La marca de la computadora es la misma, pero el códec no. Para los neófitos en Neo (en la película aparecen nuevas especialidades, como los “neólogos”, que estudian a Neo como a la Biblia), esto podrá ser más que suficiente. No lo es. Infestada de flashbacks explicativos que evitan el ingreso del carácter ontológico del lenguaje fílmico (narrar mediante la interacción complementaria de la imagen y el sonido), esta cuarta parte desmiente la intención de la teoría que sustenta la trilogía original porque termina siendo una víctima de los algoritmos, un regreso robótico decidido por un staff de expertos en negocios pero no en cine; en definitiva, un producto construido sobre hashtags que succionan la energía vital del autorismo que subyace, hoy como recuerdo lejano, en la obra previa de las Wachowski. Hay dos declaraciones de principios desgranadas por Lana Wachowaski usando como muñecos de ventriloquia a sus personajes. Una es un palo a la institución familiar, epicentro del conservadurismo social, mediante el personaje del analista, interpretado por Neil Patrick Harris: “Vos y ella añoran en silencio lo que no tienen mientras les aterra perder lo que tienen. Para el 99% de tu raza, esa es la definición de realidad”. Pero el grito de indignación que pega El Meravingio es aún más declaratorio, amén de elocuente del desgrane creativo de esta tercera secuela (lo que lo tiñe de un ligero cinismo): “¡Antes se valoraba la originalidad!”.
En su canto de cisne, al cabo su obra póstuma como director, el recordado Fernando “Pino” Solanas, Pino –como corresponde–, legendario director de cine argentino erigido por el tiempo y las medallas –las películas– como símbolo del cine y la política que luchó gremial y legislativamente por la protección estatal, la industrialización, la emancipación y la supervivencia de la memoria viva del cine nacional, elige la circularidad. La vida es circular también: nacemos con pañales y morimos con ellos. La circularidad le da unidad a la película, aunque Luis Felipe Noé, el expresionista renegado, el conceptualista dubitativamente asumido, se queje de la busca de la unidad: “Para qué buscar la unidad en la obra si en el mundo no existe la unidad”. Lapidaria verdad. Los borrachos, los niños y los artistas de verdad dicen la verdad. Fernando “Pino” Solanas conoció a Luis Felipe “Yuyo” Noé y Eduardo “Tato” Pavlovsky mientras rodaba La hora de los hornos en la segunda mitad de los sesenta, su primera obra de largo metraje y alcance, y elige a estos amigos para concluir su filmografía; otra circularidad. Los tres personajes, que son popes en lo sus áreas, se explayan con prevalencia sobre el caos, el antiorden, y cómo activa la fruición del arte y por el arte. Sobre la intuición y el caos creativo, Noé afirma con un cierto malhumor que denota un pasado de permanentes reclamos docentes: “Yo no puedo transmitir un método porque no tengo un método”. Sobre lo que dice su amigo Noé, acota con lucidez otro de los protagonistas, el gran psicodramaturgo Eduardo Pavlovsky, fallecido en 2015, en su primera intervención (también apreciaremos extractos filmados de sus trabajos teatrales, así como de su protagonismo en la película La nube, estrenada por Solanas en 1998): “No tener método es también una forma de crear una metodología de trabajo”. Lo dice el autor que se desprendía de sus textos para que el elenco a su cargo fuera modificándolo durante los ensayos, o quien afirma que no tiene un cómo cuando escribe teatro, o, concretamente: “Hay que ser respetuoso con el caos”. Sobre la complejidad de hacer lo suyo, que es el cine, lamenta Pino, financieramente lapidario: “Yo, para crear una imagen, tengo que convencer a técnicos, productores, levantar decorados. El sueño del pibe es hacer el cine dibujado”. Estamos ante un documental auto-celebratorio con merecimiento de causa y con personajes célebres con décadas de bohemia encima, pero de la bohemia que había que ir a buscar a algún barrio peligroso o al Centro, no por Zoom; la bohemia transnacional con anclaje tanguero y vasos de vino. Si hubo un “Café de los maestros” con el tango, esta película podría llamarse “Café de los maestros 2: no hay café, hay vino”, porque maestría sobra en este trabajo final, volcada tanto en la compilación de frases inteligentes, reflexiones y fotogramas de la vida de los tres como en el arte que hizo de sus vidas un hecho artístico, y como en la película –esta película– que refleja esta realidad en otro hecho artístico, casi epilogal. Noé: “Hacer un cuadro es como ver crecer a un niño. Y uno se va adaptando al niño, no el niño a uno”. Bajo el sonido de estas palabras se nos permite asistir al privilegio de ver cómo el gran artista plástico residente en París, el único vivo de los tres amigos, da las primeras pinceladas a un nuevo cuadro, como, sí, un niño ante un papel en blanco. Las “pinceladas” son metafóricas porque las dos primeras acciones como pintor que Noé aplica sobre la tela empotrada en el bastidor son 1) echar pintura directamente desde un tarro al centro de la tela y 2) empezar a desparramarla en abstracciones concéntricas con un secador de piso de palo y goma de los que usamos para limpiar el piso del baño cuando la cortina no ha cumplido su función correctamente. En Tres en la deriva… del acto creativo Pino también oficia de coeditor, cofotógrafo y coproductor y asume la dirección de arte completa. Tal vez por eso afirma psicoanalíticamente esto: “El hecho creativo lo vivo como una crisis; estoy contento, pero en conflicto”. Siempre supo manifestar su poder de orquestación, Pino, cualidad de multifacético que debió entrenar a la fuerza cuando acopió experiencia en la década de los sesenta filmando con el Grupo Liberación en la más genuina y peligrosa clandestinidad (uno de los capítulos que divide el relato se llama “Pino y la poética del riesgo”), y en esa metodología impuesta por el entorno político se forjó su temple unipersonal para trabajar en grupo, valga la paradoja. Pino dixit: “Lo más difícil de todo en el proceso creativo es ponerse a trabajar, meterse en el clima favorable y misterioso en el que surge una motivación. Porque uno vive en un mundo de dispersiones y de obligaciones constantes”. Insiste: “El universo creativo es lo más opuesto al orden; es un permanente desorden. La técnica nuestra, del cine, es para ordenar ese caos”. En esta película también reflexionan “los hijos del exilio”, como se autodenomina Juan Solanas (director de Nordeste y Al revés) junto a Gaspar Noé (el notable y polémico estilista de impacto internacional de Irreversible e Into the Void, por mencionar dos títulos de un cuerpo de obra coherente en ética y estética, formado académicamente en una escuela de cine pero prácticamente como asistente de dirección en Francia durante los rodajes de Pino allí) y Martín Pavlovsky, el actor y músico residente en Argentina, visto en películas como Moebius o la misma La nube, de Pino, o en programas de televisión de culto como “Juana y sus hermanas” y “Cha Cha Cha”. Entre las virtudes de la película que son ajenas a Pino, al menos de manera directa, encontramos el momento en que Gaspar Noé habla de su padre; de cómo aquel miembro de la Nueva Figuración modificó el curso de su vida al recomendarle a él y a su hermana mayor que de grande iban a poder ser lo que quisieran, pero que serían más felices si se dedicaban al arte. Cerramos esta crítica con una frase, también dicha en la película: “Caos no es desorden; caos es la vida misma. Creo que la palabra ‘caos’ no tiene un opuesto, y si lo tuviera sería la muerte”. La frase corresponde a uno de los tres de la tríada protagonista, pero podría ser de cualquiera de los tres, porque representaron un triángulo equilátero de amistad y entrega. Dejo al lector que lo adivine.
Un desajuste evidente del promedio entre voluntarismo y resultado, que no existía en la primera exhumación de este clásico independiente del terror, se corporiza en esta segunda entrega, que concreta el binomio David Gordon Green/Danny McBride, coproductores y coguionistas nuevamente, compradores del duopolio de este inexplicable segundo reboot de la obra maestra de John Carpenter de 1978, estrenada en Argentina como Noche de brujas. Mencionemos sólo uno de los factores que alteran este producto, para no incurrir en la recolección de partes: los sobresaltos por debajo de la cintura como resultado de la impregnación del contexto presente reemplazan los viejos sustos reales que eran consecuencia de una planificación calibrada a escala visual milimétrica. Y con esto podemos largarnos a llorar de sobra; esta producción de tamaño medio surge del proceso industrial que eclipsa abstractas con ideas con eslóganes visuales. No es de extrañar. Por lo mismo, hay que decirlo de nuevo: no confiaría mucho en las alabanzas públicas a Halloween Kills del maestro John Carpenter porque estuvo involucrado en el proyecto a corta distancia de los hechos y el cheque que le espera ya fue cobrado. No obstante, se impone una ironía: mientras que el nombre John Carpenter asoma sus trece letras tres veces en los títulos de inicio –como uno de los músicos, como uno de los productores ejecutivos y como uno de los autores de la idea original–, su sello de realizador, o, como mínimo, alguna de sus gracias máximas como maestro del cine contemporáneo, como la de ejercer cristalinamente el dominio total de los recursos modestos de la orfebrería cinematográfica clasicista, un estilo alcanzado en la destilería de Howard Hawks, se priva de invadir esta película, una película comercial y, si bien respetuosa, arteramente mercantilista que no cree en la invocación del estilo visual primal de la saga Noche de brujas, el tipo de estilo basado en la pobreza económica de rodaje que suele germinar frutos creativos que perseveran, al contrario de lo efímera que resulta la cadena de existencia de una película entre las correntadas de la competencia feroz entre los lobos del streaming. Otro detalle que supone, no un desvío del purismo, sino un atajo convencional y burdo de la plástica sónica elegida por Gordon Green, son los exabruptos altisonantes de algunos pasajes de la partitura musical que compusieron los dos Carpenter, padre John e hijo Cody, y Daniel A. Davies, como si el Hans Zimmer de la trilogía Batman de Christopher Nolan hubiera visitado el estudio de grabación con sonrisa ganadora y dos consejos en el bolsillo. Esta resolución de lo musical que raya en el uso de la fanfarria contradice drásticamente el minimalismo carpenteriano de origen, cuyo leitmotiv melódico famoso sólo se repite en Halloween Kills como un estribillo del pasado para enganchar nuevo público y solamente en algunas ocasiones, para recordarnos que se supone que esto es algo fiel porque Carpenter le levantó el pulgar. No hay nada fiel en hacer de nuevo una película que no necesita ser rehecha salvo la fidelidad al lucro por el lucro con máscara de tradición de género cuando es traición de cine. Sinceramente no esperaba encontrar el tipo de película mala de terror repleta de personajes imbéciles que demoran eternidades en responder a los estímulos de la situación o que revisten una inédita discapacidad neurológica para la puntería con arma reglamentaria, causando la muerte innecesaria de muchos personajes más, como si la tetralogía Scream de Wes Craven sólo hubiera sido un mal sueño y no una buena y necesaria realidad que tildó un punto y aparte en la auto-historia del slasher. ¿Qué demonios pasó con los mismos nombres propios que llevaron adelante la empresa Halloween un poco más digna de 2018? ¿En qué recovecos de Halloween Kills se cocieron los detalles para que resurja por casi dos horas de metraje el viejo y siempre falible refrán: segundas partes nunca fueron buenas? Cuando alguien va al cine a ver una película como esta sabe con qué se va a encontrar. Es un eslabón en una cadena de rituales archiconocidos. Predomina la preexistencia, en la memoria del espectador, de una resaca pop en torno a la cosmogonía creada por Carpenter que permite desconfiar, por ejemplo, de un final cerrado tal como siempre hemos desconfiado desde que Michael Myers se levantó y se fue cuando todos creíamos que era carne de crematorio al fin. Todo es previsible, pero ese no es el problema. El western también es previsible y allí anida su esencia mítica. La variabilidad no existe en otro mundo tan codificado, el slasher, la casa cuna del apuñalamiento en el cine. Asistimos satisfechos, una vez más, al rito de este pequeño universo barrial que contiene la eternidad en un día en la vida de un psicópata que nunca quiere dar la cara, al revés de los matarifes más siniestros de los anales de los asesinos en serie, que sí quieren dar la cara porque buscan el camino tortuoso y granguiñolesco de la gloria eterna.
“Me gustó desde que la vi”, dice Amanda, que es la española María Valverde, de Carola, que es la argentina Dolores Fonzi. Valverde y Fonzi se baten a un duelo interpretativo leudante y turbio; sendos personajes intercambian indefensión y letalidad cuando lo necesitan, porque cada una sabe lo que debe hacer. Es probablemente la actuación más visceral de Fonzi en años. Pero Distancia de rescate no es de base una película sobre el amor tórrido y carnal entre dos mujeres (no dirige un varón con su carga de subconsciencia libido-asociativa), si bien las dos talentosas actrices protagonistas conspiran en pantalla para generar una presencia sincrónica y (al)química que derrama sudor de inquietud y romance potenciado. Esta es la óptica de una mirada distinta a la que estamos acostumbrados como espectadores, o sea, la de una cineasta. Por lo demás, Distancia de rescate excede el binarismo que propone un género del cine cuando se sirve codificado; coexisten varios subgéneros en este equilibrado potaje brujo de referencias: drama filial, lesbo-thriller (sí, pero en pocas gotas bajo la lengua), melodrama romántico, alegato ambiental, drama rural, tragedia fantasmagórica, suspenso psicológico tras la huella de la niñez gótica de Henry James. Terror. Poco terror, pero suministrado con la discreción de un síntoma foráneo, acaso demasiado anglosajón para el balance del conjunto. Escuchamos hablar a un niño, con su matiz de inocencia existencialista, con sus dudas neonatas registradas en el timbre de la voz. Pero la inocencia en esta película termina resultando un tejido cancerígeno, que no hará falta extirpar porque se hará pedazos, solo, ante la realidad pecaminosa y sórdida del mundo adulto y sus telarañas de complejidades, de realidades superpuestas, unas falaces, otras veraces, dentro de las que danzan reglas sociales que sedimentan un comportamiento mental esquivo que la niñez aún no ha asimilado. Trascendido en el continente latinoamericano el fracaso estético rotundo del Realismo mágico en el cine (del que formó parte el tío famoso de Llosa, Mario Vargas), con esta anomalía de géneros puesta en escena con la seguridad de una punta de lanza de un porvenir auspicioso, hasta sería posible un sueño húmedo de un probable Realismo fantástico, de un cine de misterio impregnado en lo visual de una atmósfera vaporosa, impresionista, soleada, bucólica, como si todo ocurriera en el paréntesis de una duermevela registrada bajo la plena luz del día –y no en los vértices y pasillos de caserones decimonónicos oscuros, por la noche–, una maniobra en el uso de la luz y el encuadre panorámico que fue la médula preciosista del mayor clásico del fantaterror de la primera mitad de los setentas del llamado Australian Revival, Picnic en las rocas colgantes (Peter Weir, 1975), que podría replicarse de este lado. Nos situamos lejos de Oceanía, pero somos parientes hemisféricos, por qué no fantasear (justamente) con un imaginario de un Horror meridional afectado por los mismos fantasmas identitarios, lo “fantalatino” mancomunado con lo “fantaustraliano” en una resistencia cuasi-utópica contra la colonización cultural. Sin vestidos victorianos ni visillos o juegos de té exuberantes, en plena actualidad, la cuarta película de la directora que ganó el Oso de oro en Berlín con La teta asustada, rubrica una trayectoria de poco más de una década signada por la coherencia plástica de un cine tímidamente regionalista (la radicación de Llosa en Barcelona parece tener la influencia de un mero código postal), por abordar temáticas y psicologismos nuestros, y de temple femenino, por explorar en la sensualidad e inteligencia de la mujer sin contaminaciones de mercado o apropiaciones de género inconvenientes, como hacerla portar un arma y que se comporte como un “hommo-predator” con tetas prominentes y encuadradas por sexistas, no asustadas; no hace falta filosofar para saber que la mujer en general puede hacer cosas que el varón no puede, y en esa retórica dicotómica de pragmatismo se instala, no el argumento sino la atmósfera de la película, tangible de recargada y confiable como un espejismo en el desierto. En resumen, Llosa no invierte ni un segundo de vida en intentar una internacionalización vulgar, exportable y banal –a pesar de que esta coproducción tiene dinero estadounidense–, si excusamos la música ubicua y resaltante –un mal de nuestra era– de Natalie Holt. Llosa, quiera o no, acaba de hacer una de las películas latinoamericanas de misterio y enajenación más promisorias en mucho tiempo, realmente una rareza, una excentricidad con personalidad. El casting del niño es otro detalle: terroríficamente efectivo o efectivamente terrorífico, adhiere a una costumbre de manual del Fantastique que viene por lo menos desde Freaks de Todd Browning, pasando por Venecia Rojo Shocking de Nicolas Roeg, hasta El legado del diablo de Ari Aster: incluir persona(je)s con rasgos faciales no canónicos, divergentes (todo acentuado por el maquillaje a veces, no somos ingenuos), ligeramente deformes o de un exotismo poco visualizado. Calcular que el cine hizo (¡hace!) explotación hasta de los albinos cuando requiere presencias ominosas. Entronizar a Llosa en un proto-Olimpo del futuro del cine de misterio en Latinoamérica (o Iberoamérica, dado que hay dinero español también en esta producción) no sería decir demasiado en tanto no existe, conformada, articulada, viva, pujante, organizada, retroalimentaria, una tradición actual sólida de un Fantástico panregional de consumo interno. Y materia prima hay de sobra, empezando, por ejemplo, en los mistéricos dominios folclóricos de las sabidurías de sanación antiguas y legendarias cuyo génesis se remonta a los tiempos previos a la hecatombe geográfica que terminó conformando la América de hoy junto al resto de los continentes. De allí surge, por ejemplo, el personaje de la chamana, que interpreta la totémica actriz de raza Cristina Banegas, una bienvenida intromisión de la alter-realidad telúrica de las civilizaciones pasadas que James Wan no dudaría en redituar como spin-off. En la Latinoamérica ruidosa, colorista y efervescente, el continente sí marca el contenido: muchos vinimos genéticamente de Europa, pero espiritualmente, temperamentalmente hemos sido receptáculos de contaminación gradual de signos de una tradición arraigada desde lo precolombino, o incluso más allá, desde lo precristiano. Llosa, con el poder psicoactivo de la ayahuasca, hace su propio pase de chamana también.
¿Qué es una familia funcional, según el cine? Una quimera fantacientífica trazada por la mente de ciertos diagramadores de página de la prensa especializada. No existe la familia funcional. En la vida real no existe; en la ficción sí existe y ese es su nido, lo ficticio. Esta brevísima reflexión cutánea sobre el tema, que cualquier espectador puede hacerse, y que probablemente muchos se han hecho, encendió la mecha, puertas adentro, de un subgénero que resultó rentable tanto en el drama como en la comedia, así como en la intersección de ambos mundos: la familia disfuncional. La familia disfuncional es un filón económico que devino en estándar argumental. Aunque existió siempre, incluso décadas antes de su denominación contemporánea. ¿Qué construye La noche del cazador, la obra única y cumbre de Charles Laughton, de 1955, sino la estructura desencajada y turbia de una familia disfuncional al sistema? Pero hablemos de una familia real: la familia Markus, cuyo sincronismo ético es desmenuzado hasta los cimientos genéticos por el montaje avizor del cineasta de lo no-real más prolífico de su generación, Martín Farina. El lugar de la desaparición es un relato sobre la inestabilidad de los vínculos afectivos. Como no existe la prosecución narrativa clásica en la forma del cine que elige Farina para esculpir su discurso en el tiempo, parafraseando a Tarkovsky, contar de qué trata el argumento no revelará ningún atractivo per sé, ya que, esencialmente, asistimos a la discusión de un grupo de familiares por el proyecto de una obra de construcción, familiares sobrevivientes a los treinta y tres originales que añora la matriarca en los primeros minutos de película (de archivo), una matriarca de quien vemos sus cenizas en una urna ni bien empieza la segunda mitad de la misma película, en una determinación ética que es tanto macabra en lo conceptual como discursivamente inevitable. Una constante farinácea comunica su presencia de inmediato para redimir el ligeramente discutible modus operandi: la dramaturgia minimalista, equilibrada entre los miembros de la familia Markus; una diégesis escasamente convulsa, pero con elevado poder de elocuencia, sostenido por la observación de los detalles que hacen al monje documentalista. In memoriam tiempos más humanitarios: no podremos zafar de escuchar en El lugar de la desaparición la noción, siniestra, de bordes sórdidos, casi hammettianos, exteriorizada en la tradicional frase “mientras él esté vivo, no se puede hacer nada”, que tanta maldad intrafamiliar ha desencadenado a lo largo de la historia, una clase de maldad que no tenido problema en alcanzar cimas dostoieskianas con el objetivo de autosuministrarse propiedades como adelanto fraudulento de herencia. Los Markus, pobres, no llegan a tanto. Pero muerden la banquina. Farina, un Señor de los Encuadres que tiene nuestra cinematografía no ficcional, jamás habla con eco: las imágenes evitan caer con férrea decisión en la bajeza semántica de simultanear el significado con el audio. Parece demasiado básico observarlo hoy, a más de un siglo de la popularización del invento, pero este ABC del aprendizaje del cine en la actualidad ha perdido tanto terreno como las tropas de las Antípodas en la batalla de Galípoli; sistemáticamente, el lenguaje es muerto por la triunfante jerga sacrificial de subestimación del espectador que percibe un grupo de convenciones plásticas inanes, expropiadas a las llanuras de la mala televisión, como la nueva tabla de mandamientos estéticos para “crea tu propia película”, lo que bien podríamos llamar una creación de monstruos tras el sueño de Griffith. La espesura de significados que expresan las imágenes de la filmografía de Farina, y esta película no es un caso anómalo en este sentido, sino que continúa esa línea, es la cura audiovisual de un quiste propio del cine. Justamente, uno de los Markus habla de “las familias quísticas” y que “es muy difícil poder salir de ese quiste”. ¡La familia es descrita como un quiste! Que se venga Freud. En el supuesto caso de suscribir la analogía médica, esta película también contaría la vía de la putrefacción lenta e invasora que devora todo núcleo sentimental familiar cuando se interpone el mundo de la materia y sus símbolos de valor intercambiable. O sea, el dinero corrompe el alma. Pero esta no es la tesis de Farina. Su foco observa la construcción de un trofeo bajo el prisma de la ansiedad: la firma de Papá para la papelería de las sucesiones, lo que está directamente relacionado con el proyecto de la construcción del que se habla. Nada que no se vea en series de ficción creadas desde este paradigma de la vileza, como la exitosa “Sucession”. El lugar de la desaparición es patética y triste. Todos extrañan los vínculos del pasado, pero ninguno de los individuos que están capacitados para reconquistarlos está dispuesto a vencer la inercia de una dinámica de vinculación afectiva que los años han oxidado con la humedad persistente de los viejos resentimientos contenidos. Esa oxidación parece combustionar el paso cansino del patriarca, cuyas pisadas, armoniosas y lentas, son rasgos de una humildad fenecida en el ambiente en el que se mueve; como si este patriarca hubiera quedado reducido a la sombra de una capa dimensional de existencia de un pasado ancestral, añejado, como hacen los fantasmas, en su propia casa. Pero la realidad es dura, concreta, no ectoplásmica.
Personaje apasionado, pero apasionado hasta precipitarse en los bordes resbaladizos de la razón, apasionado y devoto como habitualmente suelen ser los personajes de las películas de este director personal y perseverante de dramas y melodramas que amalgaman sus torrentes de amor con descargas de electricidad fantástica, o sea, personaje apasionado hasta la exacerbación psíquica, hasta el sinfín de la comprensión realista; sentimental también, expansivamente sentimental y entregada al amor como Neptuno a las aguas, Undine, porque hablamos de Undine, la húmeda protagonista de esta fábula moderna cruel y emotiva que es interpretada por la talentosa y cinegénica Paula Beer, ganadora del Oso de Plata a la mejor actriz en el festival de Berlín y habitué en las últimas excursiones de este cineasta, Undine, como decíamos, es el mar y es la locura, es la encarnación de lo tempestuoso en el territorio frágil del romanticismo interpersonal, es el hilo de seda que une los retazos de un relato invertebrado, con desvíos narrativos, pero consistente y aprisionador. Undine es una hija volcánica del director Christian Petzold, que en esta oportunidad aborda un mito germánico con reverberaciones argumentales más que evidentes de la obra del autor literario danés Hans Christian Andersen (“La sirenita”, por caso), que se describe como una criatura mitad humana, mitad marina condenada al amor eterno con/por un ser humano; Undine (en mercados hispanoparlantes suele conocerse como “Ondina”) es lo que popularmente conoceríamos como una sirena. Pero Undine, la película, afortunadamente no pasó por el falaz tamiz uniformador de Disney (por lo que Undine no tiene que rebelarse del padre o alguna idiotez de esas) y, además, el dato que tenemos de las sirenas es que no se andan con chiquitas en cuestiones del amor, rasgo temperamental susceptible de evolucionar a pulso vengativo si la señorita de actitud anfibia es ofendida; por esto último, los marineros más valientes de todo el globo temieron a las sirenas durante siglos de supersticiones oceánicas paliativas de soledades insalvables o naufragios masturbatorios. Y por acá va la película nueva de Petzold. Bajo el manto sagrado de la historia de amor, yacen Undine y Undine. Ella no lo sabe y querríamos advertírselo –empatizamos con esta enamorada escamosa hasta la última gota de sangre y desde el primer fotograma de emulsión digital–, pero será víctima de su propia pulsión endovenosa y el destierro de su existencia terrestre pasará a convertirse en el peligro mortal de su cadena perpetua. El derrotero de una mujer lastimada puede germinar inesperadamente en un laberinto de agua y sal a cuentagotas de lágrimas. El derrotero de una sirena traicionada abre las compuertas de un potencial devastador épico. Es a partir de un giro que toma el relato, vinculado a esta faceta particularmente determinante de la personalidad de las sirenas, que lo filosiniestro reaparece en Petzold, un cultor hábil del mestizaje de géneros que no pretende ser considerado ningún master of horror de nada ni gozar de las mieles, al cabo salobres, de los compartimentos creados por el marketing. Petzold se defiende ante sus detractores con el escudo inviolable de la coherencia. Su obra permite interpretar que estamos ante un autor que busca del cine contemporáneo, su terreno y su tiempo, un campo de juego de adultos en el que las excursiones zigzagueantes dentro de las ficciones más simples entretejan el programa principal de su objetivo de exploración cinematográfica, de su camino artístico en línea transversal, que todavía no ha terminado; acaso, recién ha empezado. Sin grafismos metamórficos importados de las monsters movies del cine de terror propiamente dicho y hecho, sin connotaciones folclóricas crípticas como las de El faro, de Robert Eggers, Petzold armoniza las complejidades sentimentales de una historia elegíaca y desoladora extirpada a la fuerza de la fórmula narrativa “chico-conoce-chica” (las escenas románticas son un vendaval de verdad y erotismo soft) con los designios funestos de una maldición ancestral que inhibe cualquier plan ulterior de sus protagonistas. Y, presumimos, con la vocación secreta de extender un certificado de defunción definitivo a todo abordaje naturalista de su cine.
“CINEMA is back”, tuiteó William Friedkin hace unos días –así, en mayúsculas cinema. El director de El exorcista se refería concretamente a esta película, la secuela del sleeper más grande los últimos años. Es probable que Don Guillermo exagere un poco respecto a este blockbuster de acción y terror. De todos modos, como es mandato, ustedes seguramente le creerán al autor de aquella película de terror con curas y vade retro satanases que produjo ríos de escalofríos en los setentas y hasta hace unos minutos nomás, como así también de un par de obras maestras de la Acción como mínimo, como Contacto en Francia y Vivir y morir en Los Angeles, ambas, al máximo del confín expresivo de este cineasta. Yo también le creería a él, porque, además, ¿qué daño hace darle la derecha a este troesma viviente que goza de un inesperado trono de 140 caracteres, al que seguimos como ratones de Hamelin? Creo que, inmersos sincrónicamente en un malestar de impaciencia y frustración, estamos esperando que este dragón octogenario eructe columnas de fuego sagrado una vez más, y que el tuit que se viralice devuelva la gentileza: “Regresa William Friedkin. CINEMA is back”. Pero a donde deberíamos volver es a Un lugar en silencio. Parte II. O a la meteórica y precoz consagración como Master of horror de última generación de John Krasinski. Para recapitular brevemente, el actor, guionista y director remó al último peñón de poder del cine “fantaterrorífico” del Hollywood con menor grado de huella autoral surgido del mainstream puro, junto, diríamos, a Andrés Muschietti (It) o a Jordan Peel (Get Out!), propulsado por el cheque global –aunque hecho efectivo en los Estados Unidos– del éxito mapamundial de 2018, Un lugar en silencio. Primero hay que consignar que la soledad del primer título ha quedado obsoleta en cuanto esta secuela la ha convertido en primera parte de una trilogía que no esperábamos, aunque tampoco haya que por ello renegar de la misma (además, por cierto, en una trilogía como mínimo, consignando que existen novedades hasta una tercera parte). Esta Parte 2 suscribe información útil para el devenir de su preanunciada continuación, A Quiet Place: Part 3 (2023), que dirigirá Jeff Nichols, el virtuoso artesano de culto detrás de ese doble uppercut del 2016, Midnight Special y Loving, entre otras. Nos referimos a que deja entrever un mundo post apocalíptico gobernado por la misantropía y la ley selvática de depredación, un detalle no menos misántropo que instauró el maestro George A. Romero con La noche de los muertos vivos en 1968 y que volvió a popularizar, si bien nunca se hubo ido del todo, el cómic y la serie The Waking Dead. Ya saben, eso de que el verdadero monstruo grande que pisa fuerte en la Tierra no son tanto las amenazas que provienen del espacio exterior como las iniquidades del ser interior. Somos una lacra, bah. En lo que podemos convenir con Friedkin es que Un lugar en silencio. Parte II supera a su predecesora, por lo menos, en recursos estéticos y en fricción narrativa. El elemento sentimental, instaurado en esta trilogía mediante la presencia institucional de la familia como núcleo ético de la historia, aquí es casi paroxístico: el árbol genealógico en fuga contempla ahora tres generaciones mediante el protagonismo mayor del bebé, que más que protagonista es un eslabón de manipulación del suspenso hasta el último aliento, presente en cantidad de tomas, pero ausente de una tridimensionalidad caracterológica por razones obvias. La táctica de insonorizar el relato cada vez que Krasinski nos quiere transmitir la angustia de la adolescente sorda en situación de indefensión inminente, se usa a un grado ad nauseam ya en el campo de acción del Reliverán. Vamos, Krasinski, que vos podés. Esta rémora estética de baja categoría, de baja categoría en cuanto a que se introduce como una trampa para asustar, como una especie de recurso de amparo expresivo, pudo ser, transferida al proceso de construcción edilicio del pavor sobre el que se sostiene la película, una virtud narrativa. Con permiso de JK, como mera ocurrencia: sustituir con silencio lo que la imagen satura por sobreexposición informativa hubiera redundado en una estrategia más honesta. Esperemos que Nichols en la tercera parte de esta saga hiperrentable se inscriba entre los desalentadores de pronósticos drásticos del porvenir creativo del Terror, que busque posicionarse entre los verdaderos artífices de imaginación refrescante dentro del género, como Robert “El faro” Eggers o Ari “El legado del diablo” Aster, quienes, si bien al fin y al cabo son producidos por las mismas corporaciones que concretan las obras de los Peele, los Wan o los Muschietti, aquellos están preparados para, y determinados a cristalizar una búsqueda plástica mayor, una cuya intensidad derrita los blandecidos estándares territoriales de la hiperzona de influencia transversal que comprende el Terror, un manto de oscuridad que se presta con arrogancia genética a macular cada género con su firma de nebulosa malsana. Por lo antes dicho, Krasinski no es un director pretencioso, pero adolece de ambición creadora. Aunque probablemente sea pronto para afirmarlo. En entrevistas promocionales de Un lugar en silencio. Parte II le faltó poco para confesar con todas las letras haberse sentido superado pánicamente por los acontecimientos del porvenir, y que esta presunción de humildad lo haya precipitado a endosar el trabajo a alguien como Nichols. Con lo hecho hasta hoy, Krasinski no desmantelará el orden establecido en el universo del miedo ni debe exagerarse su importancia en la tradición de este cine. Pero lo abracemos como a un primo copado por no dejarse abismar en la estofa más baja de la especulación financiera, caer al subsuelo donde se reúnen los principales responsables de cosas como La monja. Sólo nos queda ver películas, y que sean buenas, o hechas por buscadores de la verdad diegética: ese CINEMA inasible y resbaladizo al que aludía Friedkin, el que construyen realizadores con el valor para violar las normas contemporáneas y sentar precedente destituyendo la supremacía del pasado. Ya lo dijo otra voz coleccionable, Jean Epstein: “Es que existen influencias tan dominadoras que sólo cabe esperar librarse de ellas asesinándolas un poco”.
Una de las características más apasionantes de la obra cinematográfica en mutación de Raúl Perrone es que constantemente nos recuerda que bajo su gramática anegada (pero nunca colapsada) de texturas y por encima de su sintaxis epsteiniana-antinarrativa subyace (y se superpone: la abraza) la intención de buscar nuevo aliento para lo -sencillamente- simple. El estilo es todo en el cine y el estilo de Perrone es todo lo indiscernible que puede ser, lo que habla bien de su vocación antiautoral. ¿Es un cine de post-collage (est)ético el cine de Perrone, en tanto se para firme frente la imposición de la normatividad argumental? Preexiste en el modo de trabajo actual del cineasta una disciplina cuasi-marcial: no salirse jamás del enfoque experimental o -para decirlo más extensamente- libre en tu totalidad, pero libre de verdad, tipo pájaro libre bien hippie. El historiador que algún día se ocupe de la biografía cinematográfica de Perrone será el rey de la crónica de los volantazos estéticos y le deseo suerte en el acometimiento de cada una de las varias facetas que ha desarrollado el paladín audiovisual de Ituzaingó para contar lo que siente, desde las caricaturas que desarrolló en medios de comunicación gráficos hasta su actual intransigencia francotiradora (o francofilmadora) para re-caricaturizar, pero sin piedad, la docilidad con la que el cine se acota a una convención formal: lo poco que une verdaderamente el último corpus perroniano, el del Perrone más insólito (el que imbrica cine mudo, Pasolini, cumbia bonaerense electrónica, Bresson, aceleración de imágenes y somnolencia cinética rigurosamente vigilada como los trenes de Menzel), lo único que une ese corpus es su profanación de lo convencional. Perrone es un sabueso inteligente que sabe dónde ha escondido sus huesos para desenterrarlos en el momento apropiado, acaso cuando aqueja su hambre de cine. Otro punto neurálgico en el análisis de esta última película: entre las bisagras de su montaje caleidoscópico (aunque no tan caleidoscópico en el sentido de que el caleidoscopio reinventa sus geometrías desde la aleatoriedad, no a conciencia) y bajo el estupor que mantran sus exponenciales proliferaciones de capas tectónicas de sonidos viejos y nuevos audios de no-autor, existe, sí, un autor, pero uno que se desacredita orondamente con la presentación de la etiqueta “Antiautor”, que antepone, en mayúsculas, casi como un logotipo de insurrección, a los créditos de sus últimas excursiones en el territorio de una variable de la cultura lisérgica que podríamos pispear como “psico-aséptica”: sin consumo de drogas, sin químicos extranjeros en los mares de glóbulos endovenosos. Conjeturemos, que es gratis conjeturar: Perrone podría ser un médium inconsciente entre la masa magmática de la creación total y los filamentos sutiles de su narrativa, que va desmadejando en cada película hasta darnos la impresión de que no hay inicio ni final en la zona donde él encuentra sus historias de no-principio y no-final. David Lynch se queja de que la gente no entiende la vida pero que aún así no busca explicaciones y que cuando no entienden su cine quieren que se lo expliquen. Tiene razón. Lynch podría comer una hamburguesa con Perrone y hablar el mismo idioma, al menos en relación a sus postulados frente al espectador. Los cuadros no se explican, como dijo otro, ¿por qué tenemos que explicar las películas? Analizar, no explicar. Perrone es un habitante de Ituzaingó químicamente puro, retroalimentado por su urbe, ubre que colma su sed de hacer. Filmada con una cámara estenopeica (de la Química pasamos a la Tecnología de tiempos aristotélicos), artefacto sin lente que juega con la luz bajo otras reglas, Corsario es una de las mejores películas de este autor (lo siento, Perro) porque además consigue abstraer la fisicidad del relato gracias a una banda de sonido con vista al mar de la locura, de la locura de la que brotan poetas como Pasolini. De la locura de la que hablan aquellos guardianes cancerberos del relato en actos. El acto en cuestión aquí es sobrellevar a cuestas esta animosidad contra la linealidad narrativa o seguir fiel a un camino sobre cornisas. Y estamos seguros de que sabemos de antemano la respuesta que puede darnos este pro-autor de lo anti. En el cine de Perrone hay un “anti” y un después. El “después” se revela con cada película nueva, de las que pare sin parar.