Monstruo grande no pisa fuerte
Dos décadas después de la resucitación ejecutada por ese Midas de Hollywood que es Steven Spielberg, los dinosaurios hiperrealistas vuelven a pisar fuerte en las pantallas globales. Hiperrealistas al menos en su aspecto físico, ya que el resto es radicalmente opuesto a Jurassic Park: si allí los gigantones eran una amenaza latente y simbolizaban la ambición del hombre por jugar a ser Dios burlando los designios naturales de una de las pocas cosas que aún no pudo dominar (el tiempo), aquí son pura pasteurización, didactismo, puerilidad y, por si no fuera suficiente, antropomorfismo. Es cierto que esperar aquí el gramaje político, social y antropológico de Spielberg sería un error del espectador, sobre todo si se tiene en cuenta que se trata de una producción deliberadamente apuntada a menores de diez años. Pero esto no implica luz verde para que Barry Cook (co-director de Mulan y habitué del departamento visual de Disney hasta la primera mitad de los ’90) y Neil Nightingale (realizador de La familia suricata) hagan algo más cercano a un institucional del Museo de Ciencias Naturales del Parque Centenario que a una película infantil.
Producido por la división Earth de la BBC, el film está disparado por una anécdota inicial que es, como en nueve de cada diez películas de este tipo, pura excusa: un pibe va a ver a su tío geólogo a Alaska, encuentra un diente fosilizado y se acerca un pájaro (¡!) para decirle que ese hallazgo es, palabras más, palabras menos, producto de una gran aventura. Un par de truquitos digitales y ya se estará 70 millones de años atrás siguiendo a un cachorro llamado Patch. Como Simba, verá morir a su padre y deberá hacerse hombre –o dinosaurio macho– sobreviviendo no con Timón y Pumba, sino junto a un hermano que lo desprecia por ser chiquito y tan inocente que raya lo nabo.
Habrá, además, una emigración, un interés amoroso –porque parece que estos bichos se enamoraban al ritmo de Barry White– y un desfile de recreaciones computarizadas de las distintas especies, todas con sus respectivos intertítulos explicativos narrados por el pájaro, cuestión de que jamás se olvide que el objetivo primario no es contar una historia más o menos tradicional, sino educar. Objetivo que tampoco se logra, ya que ni siquiera se lanza de cabeza a lo explicativo, basculando entre la acepción más televisiva del documental y la construcción de una narración. El resultado es, entonces, una película que subestima la inteligencia infantil decorándola con una historia menos lúdica que absurda, como si los chicos fueran iguales a esos reptiles enormes que, según explicita la voz en off, pululaban por la Tierra con el cerebro del tamaño de una cereza y pensando únicamente en comer y tomar.