Sin aliento
En 1991, un oficial de la policía de Nueva York está disfrutando un día de franco cuando no le queda otra que liquidar a tres chicanos, además de una pequeña, víctima de una bala perdida. Retirado, recuperado de su adicción al alcohol, ocho años después el ex oficial Scudder (Liam Neeson) recibe un encargo al que acepta no por la recompensa, sino por una cuestión moral. La víctima es la novia de un narcotraficante que fue secuestrada y, tras el pago de su rescate, fue devuelta trozada en paquetes, meticulosamente acomodados en el baúl de un auto. En una biblioteca, revisando periódicos de la época en microfilms (es 1999, tiempo pre-Google), Scudder descubre una serie de casos similares que apuntan a dos personas vinculadas a la DEA, o con acceso a su información, que recorren Manhattan a bordo de una camioneta. En la biblioteca, Scudder se hace amigo de un ingenioso chico llamado TJ. Será su único afecto en la película.
Más conocido como escritor de Hollywood (La intérprete, Malice y Minority Report son algunas de sus creaciones), en su segundo largometraje Scott Frank da prueba de su background y realiza un thriller sólido, enérgico, sin fisuras, sustentado en el confiable Neeson. Todo funciona: el clima ominoso pre 11 de septiembre, que encapsula la aberración de los crímenes (nada se muestra, pero lo que se sugiere es terrible); el aislamiento de Scudder, a quien la cámara sigue de un modo original, cual compañera al hombro. Como La sospecha de Denis Villeneuve, Caminando entre tumbas reclama de vuelta para el thriller la sed de venganza; como Zoodíaco de David Fincher (con la que además comparte un tema de Donovan en una escena fundamental), recurre al clima de época para enrarecer la trama. Las tres son un modelo del cine noir contemporáneo.