Una película llena de “peros”
Más allá de los libros de historia, la educación cinéfila enseña que la de Gallipoli –península del territorio turco– fue una cruenta batalla de la Primera Guerra, vista a través de los ojos de dos atletas australianos enlistados en el Australian and New Zealand Army Corps, uno de ellos interpretado por Mel Gibson. Porque resulta casi imposible no pensar en Gallipoli, film del australiano Peter Weir de los ‘80, ante la sinopsis de Camino a Estambul, primera ficción de la superestrella neocelandesa Russell Crowe, realizada de manera independiente con aportes australianos, turcos y estadounidenses. Las diferencias entre una y otra película son, sin embargo, muchísimas, comenzando por el hecho de que la mirada en primera persona no es aquí la de un soldado, sino un padre que deja el desierto australiano para embarcarse en un viaje a Turquía para encontrar los restos de sus tres hijos, muertos en una de las escaramuzas de esa batalla.El hecho es que Connor (Crowe, por supuesto, quien ya en el minuto cinco se reserva una escena para mostrar su aún firme musculatura) es un zahorí, o practicante de la radiestesia (de allí el original The Water Diviner), lo cual le permite encontrar corrientes de agua subterráneas y también, por qué no, restos humanos enterrados. Precisamente los ejércitos turco y británico andan tratando de cicatrizar heridas, recuperando cuerpos de uno y otro bando en un intento de reconciliación sitiado por las tensiones de una violencia demasiado reciente. Y ahí cae Connor, recio pero frágil, aterrizado en una cultura que desconoce por completo, viviendo temporalmente en un pequeño hotel de Estambul regenteado por una bellísima y joven viuda, la ucraniana (¡ay, el physique du rôle!) y ex chica Bond Olga Kurylenko, quien como turca da bastante eslava. El choque cultural será inevitable pero el interés amoroso es siempre más fuerte.El encuentro con un Mayor del ejército otomano (Yilmaz Erdogan) y la aparición de algunas sorpresivas pistas sobre uno de sus hijos hará que Connor decida quedarse en el país un poco más. Camino a Estambul está llena de peros. Tiene un sincero hálito humanista, pero la ejecución de sus temas es tan torpe y melosa que el intento por construir un relato enmarcado en el clasicismo queda a mitad de camino. El reparto resulta consistente, pero la narración está marcada por feísimos fundidos y un pringosamente cursi uso de la cámara lenta. El rodaje en locaciones es acertado, pero esas imágenes son atravesadas por flashbacks bélicos que, en ocasiones, dejan de lado la pertinencia narrativa para revelarse como trucos para inyectar acción. Sobre el final surge la posibilidad de la aventura, pero las capacidades de Connor comienzan a desmadrarse, rozando lo sobrenatural, y las subtramas comienzan a cerrar como en un telefilm.