Una página legendaria como escenario
Anteponiendo la épica del género y del cine de fórmulas el actor de Gladiador debuta como director pero no alcanza a dimensionar una tragedia humana como lo fue la Primera Guerra. Se queda en el intento, desde una historia familiar
Presentada en Turquía, Nueva Zelanda y Australia en el día de Navidad del año pasado, un 2014 que tuvo muestras, jornadas, ciclos, en torno a los cien años de la Primera Guerra Mundial, el primer largometraje de Russell Crowe, a quien la Academia lo glorificó con el Oscar al "mejor actor" por su rol en la tan polémica Gladiador, de Ridley Scott, se puede pensar como una historia que intenta transitar por los carriles de la Historia, desde la perspectiva de una historia familiar.
A pesar de sus cincuenta años, Russell Crowe no puede dejar de lado ese aura de heroicidad juvenil; aún en tiempos difíciles, dolorosos, como el que intenta asumir aquí. Por momentos, revitaliza al veloz justiciero del Far West y repite sus simpáticos mohines. Desde su rol de realizador y primer actor, y aquí con ciertos dones visionarios y de percepciones diferentes, su personaje, caído en el dolor por la pérdida de sus hijos y posteriormente por el suicidio de su mujer, decide, aparentemente agobiado, desolado, emprender un viaje.
La acción nos lleva a 1915, en aquellos días en que tuvo lugar el enfrentamiento bélico en la península turca de Gallipoli, en el estrecho de los Dardanelos; momento en el que bajo el imperialismo inglés, los jóvenes de Nueva Zelandia y Australia (los Anzac) se enfrentaron desde la manipulación colonial a una temprana y despiadada muerte, decisión tomada por el mismo Winston Churchill. También los franceses participaron de esta ofensiva, que marcó la derrota de estos grupos aliados que apuntaban a conquistar Constantinopla (hoy Estambul). De esta tragedia para el Imperio cobró más fuerza la toma de conciencia de la idea de independencia y liberación en estos pueblos, sometidos a la voluntad de la corona.
Pero en el film de Russell Crowe, el film se abre en años posteriores, cuando ya los tres hijos de ese matrimonio no están, no han regresado. Y ambos, marido y mujer, son presentados en una atmósfera de dolorosa espera. Merece aquí sí subrayarse en ese primer tiempo del film, ese ritual en el que el padre recrea el acto de la lectura de pasajes Arabian Nights frente a cada uno de ellos; ahora ausentes. Ese clima de intimismo familiar, se va a ver golpeado, sacudido, de manera repetida y hasta el hartazgo, con cámara lenta, ralentí y con el ritmo propio de rápidos y furiosos cortes violentos que se hacen presentes para remarcar su pertenencia al cine de las majors en numerosos momentos del film.
Si bien el escenario de Gallipoli comienza en febrero del 1915, y en tanto este film es una co producción con Turquía, aquí no se hace la mínima mención al genocidio armenio. Desde hace algunos semanas, el recordatorio del mismo dio lugar a toda una serie de programas para no olvidar, para tener presente, lo que significó este primer genocidio del siglo pasado, que se mantiene vivo en la memoria de los descendientes y que hoy sigue siendo negado por el gobierno de Turquía. No hay un solo instante en el film en el que ni de manera tangencial la masacre de Ararat se escuche de la boca de algunos de los disidentes. Más aún, este silenciamiento abre a una interesada versión: pasados los feroces y cruentos días de la batalla de Gallipoli, ya sobre el final de la década, ahora son las fuerzas griegas las que ponen en peligro al pacífico imperio otomano.
Frente a esta sobreactuación por defender a los productores del film, desde esta perversión en la mirada histórica, el mítico y reparador tema de tratar de reconstruir la memoria familiar, a partir de la búsqueda del cuerpo de los hijos asesinados en la guerra, pasa aun segundo plano. Y lo que sí está presente, de manera continuada, es el primer plano del actor.
Avanzado el relato, lo que comienza a operar es un resistido acercamiento del padre de los caídos hacia un máximo representante de la oficialidad turca, uno de los máximos responsables de esa masacre. Gestos de reconciliación entre ellos, a medida que la historia de ese padre, ya viudo, comienza a endulzarse literalmente al pasar la puerta de un hotel de Estambul, atendido por una joven viuda inglesa, madre de un travieso niño, momentos que se sostienen desde una mirada pulcra e impecable, declaradamente artificiales, asépticas y con guiños al "happy end".
Con su particular visión exótica de tantos films que lo tuvieron como trofeo estelar, el actor Russell Crowe, en su rol de Joshua Connor, amalgamó en este su primer film en carácter de director, todo lo aprendido en el cine industrial. Echó mano del exotismo, alternó su rol de cowboy de las praderas, de aquí y de allá, con el de algún personaje sufriente. Y no por ello deja a un lado su deseo de seguir siendo pícaro y simpático. Mezcló, más que operar por montaje, escenas de las estratificadas situaciones idílicas con fogonazos bélicos. Y lo hizo a partir de dejar abierta la caja de Pandora de todas las posibilidades que una cámara ofrece.
Pero, igualmente, por momentos retoma ese hilo perdido, que había comenzado, cuando decidió llevar adelante el pedido de su mujer, antes de morir: recuperar el cuerpo de sus hijos y otorgarles una digna sepultura junto al cuerpo de ella. Esto en el film se irá licuando a partir de una banda sonora que destila en nuestros oídos un despliegue ensordecedor que, en sus momentos de intervalo, y en el año de la serie televisiva Las mil y una noches, nos permite reconocer esa marca for export con que los grandes productores y empresarios alientan las escapadas turísticas.
Si en algo me motivó este film fue en la necesidad de ver de manera inminente el de Peter Weir, de principios de los '80, Gallipoli, cuando aún director y actores principales estaban en tierras australianas. Filmada a continuación de esas grandes obras que son Picnic at Hanging Rock y La última ola, ahora con la presencia de Mel Gibson, en un destacado rol, junto a Mark Lee, Robert Grubb y Scott McKenzie, Gallipoli nos relata la historia de dos amigos australianos, atletas, que deberán enfrentarse al horror y a la muerte, al ser alistados para esa batalla: Merece recordarse, tenerse presente, su secuencia final, a partir ahora sí, de un montaje alternado, que cierra con una imagen trascendente, que ya tiene un lugar en el museo de la memoria colectiva.