Reflexiones éticas de un gran film Con un particular concepto de realismo, que se sostiene en el concepto de honestidad, los directores trazan una topografía de nuestro tiempo a partir de diferentes voces, que nos acercan a lo más profundo de una gran crisis. Cuando mencionamos a los hermanos Dardenne, nacidos en una ciudad de Bélgica, pensamos inmediatamente en tantos otros hermanos que llevaron a cabo, juntos, la vocacional labor de escribir y dirigir para el cine. Asoman en nuestra memoria los tan reconocidos hermanos Paolo y Vittorio Taviani, quienes desde los años 60 redefinieron la poética del Neorrealismo desde una mirada mosaico antropológica de notable acento crítico en el orden socio?cultural. Y, en Estados Unidos, los hermanos Coen, quienes han logrado un consenso ciertamente muy generalizado en las plateas de los públicos de mediana edad; que los vienen siguiendo desde aquel primer film, de género pero independiente, Simplemente sangre, de mediados de los años ochenta. Los hermanos Dardenne, Jean Pierre y Luc, que cuentan en la actualidad con una filmografía de dieciocho films entre cortos y largometrajes, ofrecen a lo largo de todo su itinerario una inusual coherencia, en cuanto a la perspectiva ideológica que parte de quebrar todo enfoque maniqueo, otorgando una voz propia a cada personaje, presentando a cada uno de ellos frente a situaciones que a veces rozan los límites, sin prejuzgar. En el orden de lo inmediatamente visible, pareciera que están improvisando constantemente; sin embargo, como la actriz principal del film que hoy comentamos, Marion Cotillard, desde su sublime profesionalismo, ha expresado a la prensa que "cada instante se va planteando de manera calibrada, milimétrica, no dejando al descubierto las costuras del mismo". El principio de economía del film y de la obra de estos directores ya parte desde el mismo título. Nombres que apelan a un concepto, que apuntan a centrar un sustantivo o a establecer un rasgo de pertenencia. En esta filmografía que despierta continuos interrogantes, que apela a un espectador reflexivo, títulos como La promesa, El hijo, El Niño, El silencio de Lorna, Rosetta o El niño de la bicicleta revelan esa fuerte capacidad de síntesis que está presente en cada uno de los films. En ellos se plantea una cierta inmediatez en esa manera de acercamiento a pequeños hechos de la vida cotidiana, que se expanden, como ahora en este último, desde una acotada unidad temporal; que tensan un movimiento que adquiere sus tonos más graves sin apuntar a una resolución. Y en la mayor parte de sus obras, la cámara en mano nos lleva a acompañar de cerca a sus personajes, detenernos, observarlos, abrirnos a sus gestos, a sus palabras. Si hay un festival que siempre espera esa nueva obra de los Dardenne es el de Cannes. Y Cannes en numerosas oportunidades ha considerado su obra a la hora de las premiaciones: guión, actores, films en sí. Alejados de todo tipo de concesiones, sus obras se modelan sobre esa categoría un tanto olvidada, la del cine de compromiso; expresión un tanto ausente en el cine de hoy; lejos, por otra parte, en lo que respecta a ellos, de todo enfoque panfletario. Son pequeñas historias, historias mínimas, las que elevan sus siluetas por encima de una actitud indiferente. En esos recortes de vida, retazos, se ponen en juego toda una serie de conductas que tienen su propio lugar. La horizontalidad atraviesa toda una filmografía que lleva a que el espectador, desde una mirada profunda, pueda ser partícipe de sus propios dilemas ante situaciones de dolorosa crisis. Y la reflexión ética que proponen, lejos de plantearse como moraleja, queda suspendida en la mirada de cada uno de nosotros. Sus personajes se mueven casi anónimamente en ese mundo que los ignora. Muchos de ellos viven en los márgenes, desde su condición de inmigrantes, desocupados, sosteniendo el día a día de manera precaria. Los hermanos Dardenne colocan a sus personajes en situaciones límites frente a determinadas opciones, dejando al descubierto el dolor, la fragilidad, la desesperación en ese intento por sobrevivir. Pero no clausuran el relato, por el contrario, esos puntos suspensivos nos seguirán acompañando mucho más allá de la salida de la sala. Presentada en la selección Oficial del 2014 en Cannes, Dos días, una noche, sin embargo, no fue reconocida a la hora final. Sí, en cambio fue elegido como mejor film extranjero en otros festivales y su actriz, Marion Cotillard, fue nominada para los premios Oscars y en la noche de los premios César. Pero, igualmente, la mayor parte de la crítica internacional destacó sus méritos. Podríamos decir que en la hora y media de duración del film --y desde un relato que da cuenta, temporalmente hablando, de lo que se anuncia en su título-- pasamos a ser testigos y protagonistas de los diferentes tipos de reacciones ante una determinante decisión de la voz empresarial, que empuja a una direccionalizada votación. Quedan así aquí, al descubierto, desde una actitud manipuladora, los miedos y alarmas de un grupo de empleados que debieron elegir para poder recibir ellos ese plus que les permitirá sentirse más seguros. En ese acto de elegir, en esa votación, lo que ha imperado es el miedo: miedo a quedar fuera del campo laboral, miedo a no poder subsistir, miedo a quedar atrapado en las redes de la desconfianza tendidas por el propio sistema. Y todo este planteo, que se escenifica aquí en un barrio de humildes empleados, obreros, de la ciudad de Lieja, coloca de inmediato a la figura de una joven mujer, casada, con un compañero que sirve en un lugar de comida al paso, que ha pasado a ser, de manera directa, tras su licencia por depresión, la figura elegida para reestructurar ese orden económico, que pretende de manera ilusoria hacer ver que cada uno de ellos, cada empleado, puede obtener un mayor beneficio ("la prima", se da en llamar) a cambio de sacrificar a uno de los que allí trabajan. Feroz dilema, perversa votación, en la que ya está dado de antemano el fallo final. Un tiempo que se estrecha, una posible nueva elección, un incierto continuará. Al igual que uno de los hermanos Kaurismaki --Aki, director del sublime film Le Havre-El puerto, definido por su director como "un utópico sueño"--, los hermanos Dardenne dibujan aquí un horizonte esperanzador respecto del conflicto señalado. Y en tal caso, no ya porque se ha restablecido un orden consolador, sino porque algunos de ellos, a lo largo del relato, han podido decidir teniendo en cuenta sus razones más sinceras, escapando de la tensión angustiante que los oprime, pensando en su prójimo. Admirable es el trabajo de construcción que realizan estos directores, en ese periplo que atraviesa la protagonista, Sandra, a los fines de escuchar las razones de los otros, pidiendo se comprendan sus urgencias, poniendo en escena el vocablo "decidir" desde quien pronuncia el mismo, desde quien lo actúa, a partir de quién obliga a hacerlo de acuerdo con ciertos intereses. Respuestas solidarias, mezquinas, celosas; respuestas que crean todo un espectro que va delineando los alcances y pausas de una amenazante fractura. Una nueva votación se anuncia para esa primera hora de la mañana de ese tan inmediato, más que cercano, día lunes. Y a lo largo de esos días y una noche, en los que caben todos los matices, las reacciones nos llevan a una escucha diferente, a la captación del gesto no ya naturalizado. Los matices impregnan la atmósfera en los pasajes de los estados de ánimo, a partir de diferentes respuestas, de nuevos replanteos en algunos de sus compañeros de fábrica. Y allí, en medio de ese debate a puerta cerrada, otro inesperado dilema tendrá lugar. Los Dardenne exploran aquí, en este admirable film, un particular concepto de realismo, que se sostiene en el concepto de honestidad. Una caracterización de un grupo de perdedores que orillan una férrea línea de incomprensión, de ajenidad. Y el drama de la protagonista, apenas emergiendo de un estado de crisis, la va a llevar a golpear puerta a puerta, pidiendo disculpas, sintiendo vergüenza, tratando de que pueda ser comprendida. Tal vez, cabe pensar que los Dardenne a través de sus propuestas fílmicas, del drama que sufren sus personajes, se interrogan sobre los grandes temas de nuestro tiempo. Cada uno de esos empleados, obreros, inmigrantes, desposeídos, habita un mundo precario que busca naturalmente la mano del otro. Y los espacios que habitan denuncian el celo y el despojo de todo un sistema que ha capturado --usurpando, domesticado para sí-- los vocablos que fundaron un tiempo de esperanzas.
En busca de las palabras retaceadas El film protagonizado por Hugh Grant no fue estrenado en cines pese al éxito del actor británico. La comedia transita terrenos conocidos: un guionista exitoso que enfrenta un bloqueo creativo. El amor se abrirá como esperanza. Al igual que en tantos otros países de habla hispana, el último film del realizador Marc Lawrence, que se titula Escribiendo de amor, no se dió a conocer en salas como estreno. Del director, nacido en octubre del 59 en Brooklyn, hemos conocido algunas ligeras comedias tales como Amor y palabras y la recientemente estrenada, Y... dónde están los Morgan, ambas con Hugh Grant, no se ha dado a conocer en salas en carácter de estreno. Y la película no llegó a los cines pese al éxito que ha obtenido a lo largo de los años por este actor, que desde mediados de los años 80 pasó a ser uno de los más reconocidos y esperados, en tanto llegó a redefinir la figura de galán, tras los pasos de toda una galería de figuras que hicieron suspirar a las espectadoras de generaciones pasadas. Podríamos decir que con su casi eterno rostro de adolescente, rubio de ojos claros y siempre a flor de labio su gesto de picardía, Hugh Grant pasó a ser ese nuevo seductor que comienza a surgir en forma inmediata, cuando Richard Gere, luego de su American Gigoló, Reto al destino y Mujer bonita, ya inauguraba otro capítulo en su tan extensa filmografía. El film que hoy comentamos en otros países se ha dado en llamar ¿Cómo se escribe amor? O bien Reescribiendo mi vida (un poco más cercano al original: The rewrite). El personaje que encarna Hugh Grant, Keith Michaels, con un Oscar al mejor guión hace ya veinticinco años, comienza a experimentar tras su separación (tópico muy recurrente) un bloqueo en la escritura, que se manifiesta en ese desgano y en esa ausencia de iniciativas y de creatividad. Al deambular por los mismos pasillos de quienes antes lo felicitaban, ahora sólo recibirá negativas ante la presentación de cada nuevo proyecto. Estamos sí en el plano de la comedia. Una comedia que ciertamente no pasará a la historia pero que tampoco se comienza a olvidar tan pronto uno sale de la sala de cine. Grant aquí nos ofrece un rol a mitad de camino entre sus típicas comedias y cierto perfil dramático que conocíamos de otras realizaciones tales como Maurice y Lo que queda del día, ambas de James Ivory, Perversa luna de hiel, de Roman Polanski; Remando al viento, de Gonzalo Suárez, en la que interpreta a Lord Byron. ¿Y cómo olvidar en el renglón de las comedias su rol en el film de Woody Allen, Ladrones de medio pelo y posteriormente como ese Primer Ministro que se enamora de una joven de una clase social ajena a él, en la navideña comedia de Simon Curtis, Realmente amor, junto a Colin Firth, Emma Thompson, Liam Neeson y Keira Knightley, entre otros. Uno de sus film menos conocido es Improptu. En el film que hoy presentamos, y ante un sorpresivo corte de luz que le señala definitivamente que él, Keith Michaels, ya no debe esperar respuestas afirmativas al presentar esas nuevas tramas argumentales, nuestro personaje va a tener que aceptar una nueva propuesta laboral, que de aquí en más, lo tendrá lejos del mundo de Hollywood, cuyos luminosos y emblemáticos carteles ahora le dan la despedida. Su nuevo destino es una pequeña ciudad que se encuentra a tantos kilómetros de Los Angeles y en la zona limítrofe entre Nueva York y Pensylkvania. Y su nombre, poco conocido, es el de Bimghamton. Y ahora ya en la Universidad de esta alejada localidad, en la que ya no hay oficina de productores de cine, nuestro personaje pasará a sentarse frente a una clase a impartir lecciones de guión. Las referencias fílmicas van saliendo al cruce, entre el escepticismo de él y las inesperadas respuestas de sus alumnos, que poco a poco le comenzarán a manifestar sus sentimientos. Y en tanto estamos ante una "romantic comedy", ahí entre sus alumnos está una madre soltera que le despertará nuevamente sonrisas, personaje que intepreta una soñadora Marisa Tomei. Entre otros momentos, en una atmósfera nocturna, llegarán a aquel carrousel que formaba parte de la puesta en escena de uno de los episodios de The twilight zone. Y de labios de ella, Holly Carpenter, nos llegará la trama de aquel capítulo. Actriz reconocida hoy a sus cincuenta años, Marisa Tomei, de familia italiana, ha asumido diferentes roles en variados géneros desde fines de los años ochenta. Y entre ellos, además del film Mi primo Vinny de Jonathan Lynn, que la llevó a obtener el Oscar a la "mejor actriz de reparto", por su labor junto a Joe Pesci y Ralph Macchio, la tenemos presente por su trabajo actoral en films tales como Sólo tú de Norman Jewison, Chaplin de Richard Attenborough, en el que compone a la estrella Mabel Normand; Bienvenido a Sarajevo de Michael Winterbotton, In the bedroom de Todd Field, al lado de Sissy Spacek y Tom Wilkinson, protagonizando un admirable rol dramático y el que asume, entre otras, en la nueva versión de Alfie, junto a Jude Law. Aún sin fecha de estreno en nuestro país, El amor es extraño de Ira Sachs le ha permitido componer a un personaje rico en matices, en esta historia en la que dos hombres, ya veteranos, a partir de haberse casado, luego de treinta y nueve años de convivencia, según la esperada legislación del 2011, comienzan a experimentar el rechazo, la hostilidad, de quienes lo rodean. En este aplaudido film en el que actúan John Lithghow y Alfred Molina, se plantean situaciones muy conflictivas que dejan al descubierto la hipocresía de un amplio sector de la sociedad. En Escribiendo de amor o Reescribiendo mi vida encontramos a un tercer actor, J.K. Simmons, que mereció en la entrega de los Oscars de este año el premio al "mejor actor principal" por su labor en "Whisplash" de Damien Chazelle. En Reescribiendo mi vida, el actor interpreta a ese tal Doctor Lerner, que compon a ese personaje rector de este espacio universitario. Al igual que Hugh Grant, él también estuvo en el cast de un film de Woody Allen, el tan olvidado Celebrity del 98. Si bien Escribiendo de amor no es un film que se pueda comparar con la no estrenada Palabras e imágenes de Fred Schepisi, en el que dos profesores en una universidad rivalizan sobre el poder y alcance de los conceptos que dan título al film, igualmente esta comedia nos lleva preguntarnos: ¿por qué sólo en formato de DVD? Ninguno de los dos films encontró sala de estreno y ambos finalmente llegaron a las estanterías sin haberse dado a conocer de la manera más esperada. En Palabras e imágenes, él profesor de Literatura y ella de Bellas Artes, ambos con sus historias y pesares a cuestas, se van acercando y alejando según las circunstancias. Y en ambos films es la escritura y todo acto creativo el que pasa a la escena, lo que permite que la historia de amor sea posible. Sí, tal vez estamos en presencia de los llamados "finales felices". Y ¿por qué debemos temerles? ¿Es que acaso la historia de cada uno se borra porque un film cierra con un beso, un abrazo, una llamada? Y hay finales felices de tantas felices comedias y tensionantes dramas que pasan a ser los esperados, cuando los consideramos sinceros; momentos en los que podemos reconocer el resplandor de un estado de felicidad. Y aún en las situaciones de angustia, como le escuchamos decir a Paul Henreid y a Bette Davis, estando ambos en un hotel a orillas del mar, en el film del 42, La extraña pasajera de Irving Rapper, siempre podemos reconocer en las pequeñas cosas ese manifestarse de lo diferente, de lo que nos lleva a soñar y creer, a asombrarnos.
Un acto de resistencia ante la ausencia Una de las grandes temáticas dominantes de nuestros últimos tiempos, que se plantea como tema de debate en muestras y paneles, en festivales no comerciales, es el de la representación de la violencia. Desde su expresión más paradigmática, la que remite al Holocausto y otros tantos genocidios, hasta la que emerge en los hechos cotidianos, ha merecido y sigue siendo motivo de atención por teóricos, críticos, guionistas y realizadores. Sin embargo la industria del cine, ha dado las espaldas a estos planteos y sigue forzando hasta más allá del límite, de manera abusiva, el filoso costado que despierta en toda una franja del gran público una fuerte seducción, particularmente en los films policiales, bélicos y del llamado género de terror; que a su vez encuentra en el llamado "gore" el punto máximo de explosión del potencial violento. Podemos sí en cambio afirmar que es en el cine europeo, en sus propias cinematografías, donde podemos reconocer interrogantes al respecto. Igualmente en films de otras latitudes de Medio Oriente o en algunos realizadores chinos y en contados latinoamericanos nos salen al cruce algunas reflexiones al respecto. No es que haya perdido el curso de la escritura, necesitaba enmarcar algunas cuestines que considero pertinentes para el film que se ha estrenado en estos días, "La maestra de jardín", del un tanto desconocido para nosotros director israelí, Nadav Lapid, nacido en Tel Aviv en 1975. Sus films anteriores fueron, al igual que este, presentados en el Festival de Cine de Buenos Aires, tras su paso por Cannes, Berlín y Sevilla. La trama del film se va articulando sobre el recitado de poesías, compuestas por este niño, ante el oído atento de esta particular maestra. Poesías y canciones infantiles, que dejan al descubierto rivalidades y odios, enfrentamientos heredados, van estructurando un relato en el que asoman diferentes formas de violencia, asordinadas, subterráneas, casi veladas. Nosotros como espectadores asistimos al desocultamiento de diferentes comportamientos, que se van entrecruzando en una línea de descenso que nos lleva a transitar múltiples reacciones, marcadas por la incomprensión, el desapego, una casi nula comunicación. La poesía que parte de la voz de este niño, al anunciar con su casi escondida voz "Ya la tengo", irá acercando y enfrentando lo que estaba latente. Y en el centro de las escuchas, la poesía. Una poesía que se recita, que se lee, que es usurpada. Versos que se intentan, equívocamente proteger; como a su pequeño creador, de la indiferencia del mundo. Palabras y ritmos que van, igualmente, abriendo ventanas, pero que al mismo tiempo empujan a lo insospechado. Una red de contrastes, de contradicciones, de ilusiones ópticas, de crueles manipulaciones, plasmadas en la planificación de un montaje que desequilibra nuestra mirada. Estamos ante un film que explora la violencia desde diferentes ángulos y personajes. Una violencia que asoma y no se vislumbra como tal, que se enmascara, que confunde. Un taller de escritura marca un puente entre los oficios del poeta y los planteos éticos. Y una voz de un tío casi borrado se proyecta en los versos del niño. Una escritura robada, dicha en voz alta, una identidad fraguada, van diseñando una fuga hacia el punto neurálgico del thriller; burlando las fronteras. Y las preguntas nos siguen surgiendo más allá del final del film.
Travesía desafiante de dos creadores Con la mediación del hijo del fotógrafo brasileño, el director alemán de "Las alas del deseo" relata los recorridos del cazador de imágenes como el diálogo entre dos personas que han hecho de una mirada personal la razón de sus vidas. Presentada en la Sección Oficial de Cannes 2014, junto a obras de Mike Leigh, Olivier Assayas, David Cronenberg, Ken Loach, los Hermanos Dardenne, entre otros, La sal de la tierra lleva a problematizar el concepto, la categoría, del llamado género documental, que en una primera acepción, tal como leemos en los diccionarios, se nos señala: "registro de la realidad, en sus diferentes aspectos, a partir de una elección de tiempo y espacio determinados, que puede construirse desde una mirada 'sin mediaciones' o bien a partir de una actitud crítica". Formato que está en permanente curso de problematización, el documental o bien responde a parte de lo señalado o también se identifica como un cierto recorrido de mirada en el espacio del llamado cine de la ficción. Pero hay momentos en que, desde estas apreciaciones, se torna complejo establecer categorías de separación; lejos de esto, a veces se suelen imbricar. A simple vista, el film de Wim Wenders La sal de la tierra, premiado en Cannes en la sección Una cierta mirada y por el público en San Sebastián, entre otras menciones en festivales del año pasado, puede llegar a ubicarse en el registro del documental; de hecho, así lo presentan los programas. Pero el particular tratamiento que le ofrecen sus realizadores va mucho más allá de lo que marcan las definiciones. Y en tal caso, lo que creo tenemos ahora frente a nosotros, es un diálogo entre un cineasta y un fotógrafo: dos artistas. Es un encuentro entre el realizador y creador de Las alas del deseo y el cazador de imágenes Sebastián Salgado; mediando, sí, la presencia y la labor del hijo de éste, en la reconstrucción, a través de los viajes, de toda una Poética de la Mirada. Desde una orilla europea, Wim Wenders traza a un puente a otras realidades. A sus setenta años, cumplidos hace unos días, podemos ver este notable film que recupera la voz, las vivencias de este artista, Sebastián Salgado, nacido en el estado de Mina Gerais en febrero del 44; quien, a partir de los años setenta y tras alejarse de su profesión de economista, se lanza a cruzar fronteras, junto a su compañera y madre de sus dos hijos, Juliano y Rodrigo. De esta manera, el film de Wenders reconstruye una suerte de biografía, pero lo hace a través de los itinerarios que recorrieron, de los espacios que habitaron, de los acontecimientos que eligieron testimoniar. En blanco y negro, sí, así son estas imágenes fotográficas que van articulando una gran narración en capítulos, cada uno de ellos con sus significativos nombres. En blanco y negro, como tantos films de Wim Wenders, apelando a ese efecto por momentos surreal; otras veces, develando su composición expresionista. En la extensa filmografía de Wim Wenders, que ha elegido el viaje y el camino como motivos constructores de toda su obra, me vienen a la memoria (siempre en blanco y negro), Alicia en las ciudades, En el curso del tiempo, El estado de las cosas. Cineasta, pintor y fotógrafo e investigador de la obra fílmica del olvidado realizador japonés, Yasujiro Ozu, Wim Wenders ha logrado construir toda una obra que se interroga constantemente sobre cuestiones estéticas que alcanzan a todos los campos de la representación. Desde su oficio de fotógrafo y cineasta, tomando como referencias las pinturas del admirado Edward Hooper y las de la escuela flamenca, (particularmente a Vermeer), en sus trabajos sobre el plano, Wim Wenders ahora nos deja en el espacio de un soñado claroscuro con el rostro del fotógrafo Sebastián Salgado. Y el relato se inicia sereno, con pausas, con la impronta de vivencias que nos invitan a recorrer tierras lejanas; a enfrentarnos con hechos atroces provocados por la ambición de los poderosos, devastando la dignidad humana. Y luego, para revelarnos la armonía de la naturaleza. Casi treinta países visitó Sebastián Salgado y retrató en cada uno de ellos lo que consideraba que debía testimoniar. Las tierras del Amazonas (nombre de la casa productora de Salgado), de Indonesia, del Congo, de Nueva Guinea. Un utópico viaje como los mismos viajes en el cine de Wenders, de filiación romántica, se va abriendo ante nosotros, llevándonos a las heladas tierras de la Antártida y a los áridos desiertos de Medio Oriente. Un sentimiento épico, una mirada humanista, nos entrega Salgado, desde la cámara de su hijo y de Wim Wenders. Una fuerza lírica que nos lleva a vibrar ante los sucesos trágicos de Rwanda y la guerra de los Balcanes, los territorios asolados por el hambre y la miseria. Los seres olvidados. El film nos llega como una travesía desafiante, sí; pero, desde la voz de un creador en diálogo con otro. No encontramos aquí la omnipotencia mesiánica de algunos films de Werner Herzog. No participamos de la brutal empresa de Fitzcarraldo; pero igualmente recorremos estos espacios desde una mano que se extiende en busca de otra mano, desde la manera en que ambos, fotógrafo y cineasta, plasman el dolor. De esta manera, diferentes comunidades van asomando en la pantalla a partir de sus historias, narradas con la luz, en los ámbitos de la exclusión, indiferencia, avasallamientos. En su texto Cuento de invierno, publicado en agosto de 1991, Wim Wenders nos recibe con estos interrogantes: "Cuando fotografiamos o filmamos un lugar ¿establecemos con él una relación distinta de la que teníamos antes, cuando habíamos pasado frente a él y simplemente nos habíamos quedado mirándolo? .¿Se crea una especie de "relación de propiedad"? ¿QuÉ permanece en esa persona que ha hecho una fotografía de un lugar? ¿Qué queda ahora del lugar de la imagen? Ante estas preguntas, lejos de escuchar respuestas, los puntos suspensivos siguen sobrevolando este film que explora las vías de cómo pensar un llamado cine documental, en relación con el espacio y tiempo, con el trazo de la luz; compartiéndolo con nosotros, espectadores, los prójimos. En esta nota que sólo intenta ofrecer un perfil de ambos creadores, la concepción de Wenders sobre el cine nos lleva a otras tantas preguntas que se cifran en el texto mismo de su autoría El acto de ver. Y en él, publicado a principios de los 90 en Alemania y en el 2002 en su traducción al castellano, ya los nombres de sus capítulos se van acercando a la obra de Sebastián Salgado: "Percibir un movimiento", La verdad de las imágenes", "Sobre pintores, montaje y cubos de basura", "Hacer la revolución sin exigir la verdad", "For the City that Dreams", "Muros y espacios libres", entre tantos otros. Si bien en nuestro país el cine de Wim Wenders ha tenido y tiene una destacada recepción, (como aconteció con París-Texas y Las alas del deseo) su obra nos ha llegado de manera discontinua. Y algunas de ellas, sólo se han podido conocer en ediciones limitadas y en proyecciones alternativas al circuito habitual. Ahora en La sal de la tierra, expresión que para Sebastián Salgado equivale a "la gente", Wenders parece dialogar no sólo con este recorrido del fotógrafo: sino además con su propia obra fílmica. Y pienso al respecto desde este proyecto de búsquedas en su admirable film, Lisboa Story, del 95, realizado a posteriori de haber colaborado con el maestro Michelangelo Antonioni en Más allá de las nubes, estrenado en el centenario de la primera proyección pública cinematográfica, en París, a cargo de los Hermanos Lumiere. Si bien Sebastián Salgado nos va conduciendo hacia ese capítulo llamado "Génesis", en el cual la Naturaleza se presenta de manera celebratoria y descubre los gestos amables, no olvida reinstalarnos, desde sus imágenes, en los escenarios del horror. Y ese horror nos es captado con una luz dramática, que ahonda en una personal estética, que modela el acto de captura de los hechos. Y que ha llevado a fuertes polémicas, particularmente, con la eximia ensayista, ya fallecida, Susan Sontag, tal como lo va formulando en su libro "Ante el dolor de los demás", dado a conocer en el 2003. Y en relación con el nombre dado a este film, me veo motivado a recordar que allá en el año 1954, realizado por Hebert Biberman, con guión de Michael Wilson y música de Sol Kaplan, (todos ellos figuraban en las listas negras del período maccarthista) se dio a conocer en formato "documental" o bien en el de "docu-ficción", un film homónimo, que da cuenta de una huelga de mineros del estado de Nuevo México, protestas que hicieron junto a sus compañeras. Se puede localizar en versión integral y en castellano en la red de Internet.
Un escenario de ambición y decadencia En su último film, premiado con siete David de Donatello, el director de La Prima Cosa Bella ofrece una visión desoladora y escéptica sobre las marionetas de los grupos de poder. El capital humano, último film de Paolo Virzí --nacido en Livorno en marzo del 64, de quien hemos conocido hace aproximadamente cuatro años La prima cosa bella (que permaneció, contra todos los pronósticos, meses en cartelera)-- sale al encuentro de temáticas que ya están presentes en gran parte de su filmografía, tales como Tutti i santi giorni, Caterina va a Roma y otros que se han dado a conocer en salas alternativas al circuito comercial que, en algunos casos, han pasado al formato DVD. Al respecto, recordamos Tutta la vita davanti, Baci e abracci y La bella vita, entre los más conocidos. Mirar a la sociedad de nuestro tiempo parece ya ser una temática propia de las cinematografías europeas, de algunos escasos realizadores estadounidenses ligados al cine independiente, como de ciertas obras de las cinematografías latinoamericanas que no llegan, por lo general, a nuestras salas. Acercarse a ciertos comportamientos sociales y económicos a partir de las perversas directrices que imponen los personeros del poder (no sólo a los grandes funcionarios de sistemas políticos, sino también a los directivos de los grupos empresariales) es algo que reconocemos en la base de esas problemáticas argumentales. Ver cómo la vida humana se mide en términos de beneficios para terceros, o bien valuada a partir de una póliza de seguro, en caso de accidente y fallecimiento. Y es que desde principios de los años noventa, en estas políticas económicas de exclusión y descarte el vocablo "humano" sólo parece pensarse en función de un rédito económico; desde las consignas de eficiencia, alienación, a partir de lo que se ha dado en llamar racionalización y reestructuración del ámbito laboral, con imperativos de descarte. Acuden a mi memoria en este momento dos films de Laurent Cantet: Recursos humanos y El empleo del tiempo, y uno que no ha trascendido, particularmente olvidado, La cuestión humana de Nicolas Klotz. Ahora, lo que acontece en El capital humano de Paolo Virzí es análogo, en cierta medida, a lo planteado en el párrafo anterior, ya que estas temáticas se juegan en el cruce de intereses de dos figuras que se ubican en un mismo espacio: un agente inmobiliario y un inversor en el mundo de las finanzas, ambos movidos por una desbordada y cruel ambición, que los transforma en seres patéticos, en grotescas marionetas de una desaforada maquinaria. La acción se abre en una noche de invierno, antes de la Navidad. En ese momento, un empleado de un restaurant, regresando en su bicicleta por la autopista, es atropellado. El cómo ocurrió y quién fue el responsable son los disparadores de lo que se irá construyendo como una imbricada trama que se teje desde diferentes puntos de vista, cercano al admirable film rumano La mirada del hijo, de Calín Peter Netzer, que seguía de cerca el recorrido de una mirada. Aquí basculan sospechas, coartadas, contradicciones, desde decires diferentes, desde una disparada investigación. Y en torno a esto la reconstrucción de un artificio, de una operatoria de engaños, en función de ese orden material, de esos bienestares de un mundo de apariencias que por mandato de clase se deben preservar. Dos hombres, cabezas de familia, los Bernaschi y los Ossola, corroídos por la ausencia de todo sentimiento solidario, que miran con desprecio el vocablo "humano", son presentados aquí en su depredador accionar. De esta manera, Virzí nos acerca un retrato gélido escenificado en los espacios de la Lombardía, que desoculta los intereses más mezquinos, empujados por el desprecio hacia los otros, a partir de la novela homónima de Stephen Amidon, publicada en el 2004 y que cuenta con un guión construido por tres voluntades, tres nombres que enarbolan el concepto de compromiso: Francesco Piccolo, escritor italiano, Francesco Bruni y el mismo realizador. De construcción poliédrica, cada uno de los puntos de vista apunta a dar una visón refractaria de lo que el orden de las apariencias presenta. Nada escapa a la farsa y a la mentira, de ahí que al film se lo haya calificado de "nihilista", en algunas páginas periodísticas. En este film que reúne un conjunto de simuladas voces, de maquillados sentimientos, lo que irrita e incomoda es el patético diagnóstico sobre la sociedad actual que sus autores logran plasmar de manera hierática, a través de una fría luz que los congela en sus despreciables conductas, que nos hacen llegar sus voces desde las ruinas de un viejo teatro, que lejos de reabrise, pasa a ser el escenario de especulaciones inmobiliarias y de un denigrante acuerdo. Elijo del guión del film una de las expresiones que escuchamos de boca de la siempre notable Valeria Bruni Tedeschi, de quien hemos visto hace algunas semanas, en carácter de directora y actriz, Un castillo en Italia. En un pasaje del mismo, ella, Carla Bernaschi, expresa, dirigiéndose a quien está a su lado: "Bravo, ustedes apostaron a la ruina de este país y lo lograron". Y en otro momento, la escuchamos decir, a su hijo: "Dentro de veinte años quizás comprenderás porqué suceden estas cosas. Me encontrarás patética, pero al menos comprenderás". Cómplices conscientes de una maraña de mentiras, de una mascarada de burdas respuestas, los personajes de este film no contemplan en ningún momento (salvo uno) el dolor y la situación del joven ciclista, empleado de un famoso restaurant cinco tenedores. A partir de este hecho, tres puntos de vista y un cuarto capítulo, de tres personajes de diferentes edades de esta clase de la alta burguesía. Tres puntos de vista que parten del mismo lugar geográfico, del mismo espacio, lindante con una desbocada cancha de tenis. En declaraciones a la prensa, cuando su estreno, Paolo Virzí comentaba sobre este film (ambientado en la Lombardía, región que ha pasado a ser el símbolo de los cambios y de la alarmante metamorfosis de la Italia de hoy): "Me acerqué a estos lugares como lo hizo Ang Lee, director de Secreto en la montaña, respecto de Estados Unidos en Tormenta de hielo; lo hice con el espíritu de un explorador en un lugar exótico. Pensé en Fargo de los hermanos Coen, en La hoguera de las vanidades de Brian de Palma y en el film de Pietro Germi, Señoras y Señores. Y elegí filmar en esta región porque allí el peso de la economía está por encima de la vida de las personas". Y en relación con este más que recomendable y necesario film, premiado con siete David de Donatello, incluyendo mejor realización, trato de volver sobre otra de las obras de este director, ya señalado en el primer tramo de esta nota: Tutta la vita davanti, del 2008, en el que una joven graduada de Filosofía debe comenzar a trabajar en un call?center; espacio que nos es mostrado en todos sus aspectos, desde diferentes miradas y en el que las protestas gremiales van emergiendo ante los silencios y atropellos patronales. Film a destacar, con un notable cartel actoral, en el que encontramos a Valerio Mastandrea, Isabelle Ragonese, Elio Germano, Massimo Ghini y Sabrina Ferilli, entre otros. Y es precisamente ella, Sabrina Ferilli (igualmente actriz de Tu ríes de Paolo y Vittorio Taviani y La grande belleza, entre otras de una extensa filmografía), quien protagonizó aquella ópera prima de Paolo Virzí del 94, La bella vita, film en el que asume el rol de Mirella, una joven mujer casada con Bruno, quien de manera inmediata será despedido de su trabajo. Ante ello ocurren una serie de incidentes que marcarán un giro en la vida cotidiana de esta pareja, que habita un pequeño espacio en la ciudad de Piombino. Crisis y dolor, pero también la posibilidad del diálogo y la esperanza. En este nuevo film de Virzí no hay esperanzas respecto de los se mueven de esta manera. Y traigo a los lectores, con gran pesar, uno de los parlamentos que nos llega con una gravitante y desoladora fuerza, desde la cínica voz de un padre a sus hijos: "Los queremos ganadores a ustedes. Queremos verlos felices. Todo lo que hicimos lo hicimos por el bien de ustedes. Y por eso somos los mejores padres del mundo. Por ustedes nos hemos jugado todo. Incluso el futuro de ustedes".
El horror con la impronta del padre La película de Pablo Trapero subraya con un alto sentido del suspense la protección que recibía Arquímedes Puccio, integrante de la Side, y cómo esa familia se configuraba alrededor del patriarca que imponía el miedo. Quienes lo conocieron, quienes lo veían todas las mañanas en la puerta de esa rotisería familiar que escondía un pasadizo que conducía al mismo infierno, lo llamaban "El loco de la escoba". Siempre a la misma hora, se entregaba de manera serena a esa labor, cuando aún las persianas no estaban totalmente levantadas. Su actitud mesurada, su perfil distante y un tanto ajeno, despertaban en sus vecinos un sentimiento respetable y al mismo tiempo cierto recelo. Todos conocían su antigua profesión: contador. Una primer máscara de identidad, que ocultaba sus relaciones con el Servicio de Inteligencia del Estado, en los años de la dictadura. Y es en un pasaje del film, cuando él, Arquímedes Puccio, se va abriendo paso de manera altanera entre quienes esperan; mostrando de forma desafiante su credencial. El caso de la familia Puccio hoy forma parte de los anales del crimen en la historia de nuestro país, de esos hechos delictivos amparados por funcionarios que ocupaban cargos en delegaciones institucionales. Atento a todo un seguimiento de comportamientos sociales, Pablo Trapero, nacido en San Justo, partido de La Matanza, en octubre de 1971, nos hace llegar un film que partiendo de la crónica policial se interna, como su filmografía así lo acredita, en los pasillos laberínticos de ciertos sectores que se manejan de manera especulativa y cómplice, ligados a espacios del poder. Es notable ver cómo Trapero modela esta historia en ese espacio de transición entre la declinación de los años de la dictadura y la recuperación de los tan esperados tiempos democráticos. Al respecto, su realizador no olvida ni el patético y beligerante discurso de Galtieri en la hora final de la guerra de Malvinas; ni los que escuchamos de boca del siempre admirado Raúl Alfonsín, saludando aquel celebratorio momento de aquel diez de diciembre de mil novecientos ochenta y tres. Si Arquímedes Puccio pudo actuar de manera directa, con impunidad, en el secuestro y extorsión de personas de gran nivel económico, allegadas particularmente a su hijo Alejandro, fue precisamente, como algunos momentos lo subrayan, porque se podía apoyar en la protección que le brindaban ciertos nombres que aún se movían y circulaban en los ámbitos oficiales. Por eso, a manera de crónica, el film revisa esa proyección de esos hechos delictivos en el marco de esas articulaciones, que revelan una maraña de intereses superpuestos y que parece no cesar. Sobre la biografía de cada uno de los miembros de esta familia, de apariencia honorable, que reza sus oraciones antes de la hora de la comida, agradeciendo "el pan nuestro de cada día", que se mueve en la cotidianeidad como si allá abajo nada ocurriera, el film nos ofrece un perfil y una semblanza que, igualmente motiva a los espectadores sobre ese querer conocer más. Si en el espacio de la cocina, la madre, hacendosa y obediente, prepara un nuevo plato, todos saben que una de esas porciones no quedará allí sobre la mesa; sino que la recibirá con solemne atención el nuevo prisionero, el cautivo con el rostro cubierto, quien será sometido al tormento de escribir con sus manos heridas y sangrantes una carta a sus familiares, dictadas por el jefe de esa familia, vigilado por los guardaespaldas de ese siniestro clan. Y ante estos hechos, que ocupan un lugar central en este electrizante film, necesito detenerme en un elemento central, que aún permanece en mis oídos. Una carta que comienza a ser escrita por ese prisionero que fue víctima de una emboscada, por ese personaje que estaba a pocos metros del tan querido hijo mayor, Alejandro, integrante de un club de rugbiers, motivo de admiración de todos sus compañeros. Sí, esa carta que cada uno de los secuestrados escribe, tal como la va dictando el mismo jefe del clan. Y es una voz, una calibrada y penetrante voz; es esa voz que se escucha en ese medio tono el que oficia como un motivo dominante. Es la voz que escucha el prisionero, es la voz que escucha algún familiar de la víctima; es esa voz que despierta un temor paralizante, la que también nos alcanza a nosotros. Al caracterizar esta voz, que pasa a un primer plano, que se corresponde con los ojos vidriosos y salientes de su personaje principal, amo, patriarca y señor, debemos apuntar que es ella misma la que va pautando los momentos de mayor suspense. Y es la que identifica al actor Guillermo Francella, quien cumple en este film, tal vez, el rol más logrado en su trayectoria cinematográfica, tras su paso por Los Marziano de Ana Katz y en el tan controvertido, polémico y rechazado por mí El secreto de sus ojos; brindándonos ahora un más que relevante trabajo de composición, lejos de tantos otros personajes que llegaron a asimilarlo a un cierto estereotipo. Su inicio en el espectáculo data de principios de los años 70 en producciones de uno de los magnates, Sofovich, pasando a interpretar repetidos personajes en series fílmicas de bañeros, tiburones, pilotos, caballeros de camas redondas y exterminators. Era muy difícil pensar entonces que algún día este actor de la comedia fácil y de la burda picaresca pudiese llegar a componer otro tipo de roles. Y mucho menos, actuar junto a uno de los grandes de todos los tiempos, Alfredo Alcón, en esa notable comedia de Neil Simon, Los reyes de la risa. Sin olvidar, claro está, su rol en la comedia dramática de Daniel Burman, El secreto de la felicidad, en la que comparte cartel con Fabián Arenillas, Inés Estevez y Alejandro Awada. Pablo Trapero, admirado por el director de programación del Festival de Cannes por considerar que su filmografía goza de una inusual coherencia, por el modo en que puede presentar un diálogo entre el registro documental y los hechos que se narran, logra en El Clan ofrecernos un retrato en negro de un accionar siniestro. En una atmósfera de aparente calma, este grupo familiar que habitaba en una modesta vivienda de San Isidro, integrado por padre, madre y cinco hijos, asoma entre nosotros en un espacio de sordidez, de cinismo, de mandatos y silencios. Particularmente, la progresión de este film se va marcando entre el severo padre y ese hijo mayor, quien nos es mostrado en sus permanentes contradicciones, rol que interpreta Peter Lanzani. Y llega a su punto más alto de confrontación en un espacio clausurado, en uno de los momentos cercanos al desenlace del film, cuando la tensión estalla ante nuestros ojos, frente a otro engranaje manipulador. Entre los productores de este recomendable film del director de Mundo Grúa (su opera prima), El bonaerense, Elefante blanco, encontramos los nombres de Telefé y la de los hermanos Agustín y Pedro Almodóvar. Y en el mes de septiembre, El Clan se presentará en el Festival de Venecia en la Sección Oficial e igualmente en Toronto y en San Sebastián. La crítica en nuestro país, en su conjunto, tal como venimos leyendo le ha sido muy favorable y el nombre del primer actor es garantía en la taquilla. A lo largo de sus casi dos horas, El Clan va delineando un thriller que se mueve en diferentes ámbitos tomando como centro radial el mismo espacio que habita esta familia. Una familia que nos es mostrada en el transitar de los días, un clan que prefiere silenciar lo que el jefe de la misma ha dictaminado. Una familia cómplice y presa de un creciente temor. Un grupo que acepta esos actos y que se mueve sin ofrecer resistencia; casi todos ellos, menos uno. En el film de Trapero, el pasaje de los diferentes momentos, el mismo transcurrir temporal se reconoce en las tapas de los diarios y revistas, en la emisión por tevé de una entrevista a los miembros de la Conadep en relación con los hechos criminales de los años de la dictadura hasta la visión de algunos films, tales como En Retirada de Juan Carlos Desanzo y Darse cuenta de Alejandro Doria, ambos estrenados en 1984; un año antes de que el clan de la familia Puccio fuera localizado, encarcelado y sometido a juicio. Film que abre a debates en relación con la revisión de los hechos del pasado desde una perspectiva múltiple, El Clan reviste, no obstante, en ciertas secuencias, su formato de cine ligado a un perfil de taquilla. Y entre las observaciones que puedo señalar ahora es la de una sobreactuación en el campo de la banda sonora, que lo acerca sobre todo a un film de género, particularmente, al de aventuras, de terror. Y en algunos momentos, un golpeante y estridente montaje por corte, en situaciones que se juegan de manera paralela, vuelve obvio aquello que se pudo haber sugerido, para evitar así un efecto de repetición y de literalidad.
Conmovedora mirada a la existencia Ignorado a la hora de la premiación en Cannes 2015, llega este sensible film que lleva a reflexionar, entre notas de humor y huellas de dolor, sobre el tiempo y la ausencia a partir de una directora de cine que pierde a su madre. Hace alguna semanas en esta misma sala, otro film de origen italiano de destacada composición, Un castillo en Italia, planteaba en clave semi-autobiográfica un retrato, un perfil, del ocaso de una familia aristocrática, que se debatía entre los viejos recuerdos, la enfermedad de uno de sus miembros y un declarado sentimiento de transgresión y búsqueda, encarnado en su figura femenina, rol que asumía la misma realizadora y guionista, Valeria Bruni Tedeschi; junto a su madre, Marisa Borini, no sólo en este retrato de un grupo familiar, sino en su propia vida cotidiana. Con referencias a El jardín de los cerezos, de Anton Chejov, Un castillo en Italia abre a planteos de posibles modos de poder transfigurar artísticamente los numerosos aspectos que construyen una semblanza biográfica. Si pensamos en el cine de Nanni Moretti, asoma de manera inmediata la primera persona. A través de sus ya doce films en carácter de director, su autor coloca esa mirada en primer plano, haciendo escuchar su voz desde su lugar de realizador y al mismo tiempo desde ese personaje que compone. Y en sus films, su "yo", que no se eleva de manera jerárquica sino autoral, va abriéndose paso hacia la mirada y las voces de los otros. Particularmente en Caro Diario y Aprile vemos cómo el relato se inaugura a partir de la manera en que escuchamos su voz, ya tan identificable y al mismo tiempo, por su particular manera de concebir las situaciones humorísticas y de acercarnos sus reflexiones; esa voz, esas reacciones, esas conductas, nos llevan al mismo universo de Woody Allen, en algunos de sus films; tanto a Allen, como a esos otros personajes que se presentan como su "alter-ego". Nanni Moretti nuevamente presente en el Festival de Cannes de este año. La referencia nos lleva a otros momentos, cuando en el 93 recibe la Palma de Oro por Caro Diario y en el 2001, por la misma distinción que se otorgó a su entrañable film, La habitación del hijo. En la edición de este año, Mia Madre debió competir en la Sección Oficial con otros dos films italianos, Youth de Paolo Sorrentino, con las actuaciones de Michael Caine, Jane Fonda, Harvey Keitel y Rachel Weiz y Il racconto dei racconti de Matteo Garrone, con Salma Hayek, Vincent Cassel, Toby Jones. En este festival, que tuvo lugar en mayo de este año, en el que su cartel emblemático nos ofrece el rostro de Ingrid Bergman, el Jurado Oficial estuvo integrado por los hermanos Coen, Sophie Marceau, Rossy De Palma, Xavier Dolan, Guillermo Del Toro y ninguno de los films italianos fue considerado a la hora de la elección final, en ninguna de sus categorías. El máximo galardón, como comentaban los diarios franceses, una vez más "quedaba en casa". Al volver sobre La habitación del hijo, film en el que Nanni Moretti compone a Giovanni, un psicoanalista que vive con su mujer, Paola (Laura Morante) y su hijo, Andrea, (Giuseppe San Felice), observamos que lo que va a marcar un quiebre en esta historia familiar, nos remite a una irreparable situación de pérdida, de ausencia, ante un hecho trágico. Desde ese punto de ruptura, el film despertará numerosas reflexiones sobre la existencia, la fragilidad humana, la imposibilidad de modificar lo acontecido, la irrefutable prueba de nuestra condición de mortales. Lejos de provocar un efecto de banalización ante la muerte de un ser querido, el film de Nanni Moretti apela a un distanciamiento y un tratamiento ético, digno de toda su filmografía. Ahora, a casi quince años de aquel film, mediando El Caimán y Habemus Papam, Moretti nos presenta un relato que, como en tantos otros de sus films, parte de una situación muy personal. Y en este caso, de una profunda crisis; la que debió afrontar mientras estaba realizando, llevando adelante, el montaje de su tan polémico film, el segundo de los recién nombrados, el que provocó, cuando su estreno, la ira de los sectores religiosos más ortodoxos. Es en este film, en el que tal como en La habitación del hijo cumple el rol de psicoanalista, entonces, contratado para intentar desbloquear y revertir ese No tan contundente de la primera figura del orden eclesiástico recientemente elegida en esta historia. Pero si en los films señalados Moretti se presenta a sí mismo y asume el primer lugar para ir abriéndose paso entre los otros, ahora, en este conmovedor y al mismo tiempo ágil y zigzagueante relato, es su hermana en la ficción, de oficio realizadora, quien pasa a ese primer plano. En tal caso, podemos decir que desde su lugar, Moretti, en su personaje de Giovanni, ingeniero, ha cedido ese relevante lugar a Margherita, mujer de severo porte, un tanto sumida en su soledad, separada, madre de una hija que asiste a un liceo de formación clásica, presa de sus incertidumbres. Una vez en este destacado film, Nanni Moretti vuelve a actuar con la sensible y admirable actriz Margherita Buy, con quien él ya había compartido en carácter de realizador otros films. Como en sus películas anteriores, Moretti (cumplirá 65 años el próximo 19 de agosto) mira hacia las problemáticas sociales de su propio tiempo. Recordemos que ha sido un declarado opositor de las políticas del tan camaleónico y perverso Berlusconi, de esos programas de gobierno que en nombre y defensa del neoliberalismo siguen asolando a los más empobrecidos sectores de este tiempo. Y no es menor el hecho, en Mia Madre, que el film que está rodando el personaje de Margherita sea sobre la desocupación y los intereses de capitales extranjeros. Lejos él, Moretti, de colocarse en el lugar de ese personaje que despierta irónicas ocurrencias, los sorprendentes gags; aquí, los momentos de humor, están focalizados en ese personaje que interpreta tan admirablemente John Turturro, en su rol de Barry Huggins, ahora empresario estadounidense. La elección de este actor, de trayectoria admirable, reafirma esa ida y vuelta tan presente en los directores y actores de tradición italo-norteamericana. Y aún no hemos hablado de este personaje, que da el nombre al film. En su primer gran protagónico para el cine esta actriz dramática, Giulia Lazzarini, de filiación con directores como Giorgio Strehler y Luca Ronconi, el personaje de esta madre, Ada, reconocida docente de lenguas clásicas, tales como el griego y el latín, se mueve en este relato como una figura que marca su presencia aún en los momentos en que está ausente. Es su dolencia, su silenciado dolor, el que opera como un estar constante, en la medida en que algo ya en ese medio familiar se ha descolocado. Atento a las necesidades de ella, el hijo trata de sostener lo que se ya se viene descompensando. Celosa del lenguaje, en sus momentos de vigilia, el personaje de Ada proyecta esa media luz en el rincón en el que ahora estos dos hermanos encuentran un familiar diálogo. Y Margherita dejará cada vez más al descubierto su dolor más íntimo, su asordinado malestar, su propia tristeza. En su tan esperado film, en este relato intimista y por ello, tal vez, tan universal Nanni Moretti no elige narrar ni la agonía ni la muerte; sino los mismos ecos de tales circunstancias que resuenan pudorosamente en nuestra historia. En ese vínculo de cruces generacionales que se reafirman en ese diálogo entre la abuela y la nieta, fluye una noción de comprensión y de deber hacia los otros, en la misma transmisión de un legado. Y Moretti, quizá, así lo siento, ofrece uno de los momentos más conmovedores del cine de los últimos años, cuando nos acerca, en el silencio de una habitación a una mano que acaricia libros tan queridos, que han acompañado a toda una vida. Cuando nos permite escuchar sólo a nosotros, en ese estado de una suspendida ensoñación, una palabra tan añorada y hacernos igualmente partícipes de esos recuerdos que nos son confiados.
Una exótica poética de lo cotidiano En este galardonado film, su realizadora retrata pequeñas historias captadas en sus gestos más íntimos. Enfoques singulares para poner en discusión el concepto de la estética del documental con movimientos circulares en progresión. Merecedora del premio al "mejor guión" en el Festival de Venecia del año pasado, la realización de esta directora nacida en abril de 1954, en Teherán, presentada luego de haber dado a conocer más de quince films, nos permite acercarnos a toda una serie de microhistorias conectadas entre sí, que colocan el ojo de la cámara, la noción de encuadre y la proyección crítica y social del quehacer cinematográfico en un plano muy relevante, que pone en discusión el concepto de la estética del documental tal como el cine occidental lo ha establecido. A la manera de breves relatos que se van presentando mediante enlaces de manera continua, tal como lo tenemos presente en el film de Max Ophuls de 1950, La ronda, el film que hoy comentamos se posiciona como un registro de hechos cotidianos que van formando una particular trama, un amplio retazo de variadas temáticas, que se articulan desde ciertos personajes que van cediendo lugar a otros. Un movimiento circular en progresión es el diseño que el film parece ofrecernos, que desde la dinámica orquesta diferentes ritmos. Su directora elige un juego de alternancias, lo que le otorga al film un marcado verosímil naturalista. Así, estos relatos si bien tienen la marca de una cultura, los rasgos identificables de una comunidad, en ese pendular entre la tradición y los nuevos tiempos, igualmente las problemáticas que se abordan no son privativas de ellas. Por el contrario, estas pequeñas capturas en la cotidianeidad anclan en el espacio de lo universal: sin dejar de lado lo singular de su realizadora y de otros rasgos que reconocemos a partir de tener presentes otros films de origen iraní. Al hablar de cine iraní recordemos que en nuestro país, un primer gran capítulo se abre a fines de los años noventa con el estreno de El sabor de la cereza, de Abbas Kiarostami, de quien ya se habían dado a conocer algunos de sus films en espacios alternativos, de cineclubismo. Y posteriormente, en diferentes momentos no sólo se estrenaron en salas comerciales obras de este director (las últimas en conocerse fueron Copia certificada y Like someone in love); sino, además, entre tantas otras, Niños del cielo, La manzana, El espejo, El color del paraíso, El globo blanco y recientemente, en estos dos últimos años, dos memorables films de Ashgar Farhadi, Una separación y El pasado. Pero, estimo, que es con Jafer Panahi con quien esta realizadora, Rakhshan Bani-Etemad, comparte sus elecciones estéticas, su modo de abordar el concepto y llevarlo a la pantalla. Y de este director traemos a la memoria films que asumen una mirada crítica sobre la censura en el campo del arte y sobre la opresión femenina. Particularmente, considero que tanto El círculo como Esto no es un film, ambas de Panahi, abordan en formato largometraje lo que aquí se presenta de manera episódica. Y entre otros temas de estas identificables historias, están ahora aquí presentes la cuestión de la droga, la desocupación y la burocracia, la violencia de género, la sumisión y los reclamos. Destacado film que nos pide a nosotros, espectadores, una mirada atenta y sostenida para estos relatos que llevan nuestra mirada a los expresivos rostros de sus personajes, quienes en parte nos recuerdan a cortometrajes del mismo Abbas Kiarostami. Su modo de narrar abre espacio a lo sugerido, a lo que se debe reconstruir, al llamado fuera de campo. De esta manera, se nos pide en tanto espectadores participar desde lo ausente, corrernos del lugar de un mero observador apoltronado en su butaca y tomar parte, involucrarse en lo que el film propone. Presentada en numerosas muestras y festivales internacionales, el reconocimiento a este film en Venecia, cuyo jurado estaba integrado por el actor Tim Roth, los directores Elia Suleiman y Carlo Verdone, el compositor Alexandre Desplat, entre otros, ha permitido que el mismo haya podido ingresar en la cartelera de numerosos países. De esta manera, podemos verificar que la suerte y el probable periplo de un nuevo film, de una cinematografía alejada de la esfera del cine industrial, en la mayoría de las veces, depende de su aceptación o no en el espacio de los más reconocidos festivales.
El amor y las identidades culturales La película dirigida por Emilio Martínez Lázero alcanzó tal éxito en su país que se anuncia una segunda parte. Un hombre se enamora de una chica que pertenece a otra región de España, y deberá pasar ciertas pruebas para ser aceptado. Tal ha sido el éxito, la respuesta del público, respecto de Ocho apellidos vascos, que para noviembre de este año ya se anuncia lo que podría ser una segunda parte, con la presencia del mismo equipo y bajo la dirección de su consagrado director, Emilio Martínez Lázaro; de quien hemos podido ver, en el canal Europa?Europa, algunos de sus films más destacados, tales como Las trece rosas y Carreteras secundarias. Y esta segunda parte, que se anuncia como la continuación de una saga que tiene como tema central el de revisar ciertas conductas tradicionales de diferentes regiones de España, que se mueven en el pendular de seguir perteneciendo o reclamar por sus autonomías, se dará a conocer con el nombre de Ocho apellidos catalanes, lo que ya viene despertando grandes expectativas; ya que ha dado lugar, desde hace algunas semanas, a programadas conferencias de prensa. En nuestro país, el film se presentó en el Festival de Pinamar de este año; en ese momento los aplausos se hicieron escuchar con algarabía. Y es que el film, que transita por la comedia de caracteres, que se mueve entre ciudades de Andalucía, Navarra y el País Vasco, invita a revisar los lugares comunes, los estereotipos, desde una mirada que confronta dos identidades culturales en el forcejeo de una historia de amor. En declaraciones a la prensa, su director, en fecha previa al estreno, comentaba que, desde la perspectiva de sus guionistas, ambos de origen vasco, "el film apunta a satirizar los provincianismos y nacionalismos estrechos". De cualquier manera, lejos de una actitud que pueda herir, el film que hoy finalmente se ha estrenado marca un punto de inflexión en la manera en que podemos abordar, de manera sensible, los clisés de una cultura. Algo que experimenta de manera particular su protagonista principal, Rafa, rol que asume Dany Rovira, al enamorarse de Amaia, interpretada por Clara Lago, quien en ese intento de continuar un vínculo deberá pasar una serie de pruebas esgrimidas por el padre de ella; un riguroso y atento hombre que se sostiene en los principios ortodoxos de su propia comunidad, personaje que compone el notable actor Karra Elejalde. Lo que sigue es una sucesión de situaciones marcadas por el equívoco, el despiste, el cambio de identidades, tal como lo lograban en aquellos años cuarenta los festivos realizadores Howard Hawks, Ernst Lubitsch, George Cukor, poniendo en escena el famoso tema de "la batalla de los sexos". Y en este periplo que recorren sus personajes, a través de un contagiante ritmo, encontramos ciertas notas de melancolía, que se enmarcan, por momentos, en los años felices del género; que nos llevan a evocar a actores de la talla de Cary Grant, Katherine Hepburn, Spencer Tracy, James Stewart, Carole Lombard, Don Ameche, Rosalind Russell, entre otros. Recupero para este film el epíteto de "chispeante", en función de la manera en que se manifiestan tantos los gags visuales como, particularmente, los verbales. De composición y factura cercana al naturalismo, pero igualmente tocadas por la pluma de lo inverosímil en algunos de sus pasajes, Ocho apellidos vascos permite entrever no ya las afiladas e irónicas comedias de Luis García Berlanga, sino aquellas otras en las que a través de un leve toque de humor ocurrente, en el campo de un cine costumbrista, numerosos realizadores españoles pudieron burlar a la censura en los nefastos años del franquismo. Poder verse en el espejo de la propia cultura, aprender a aceptar la actitud crítica con notas de humor, reconocerse en la repetición de los estereotipos, son algunos de las posibilidades que nos ofrece la obra de arte. Y considero que el cine europeo en principio, el español y el italiano, como asimismo el llamado "humor negro" inglés o bien el mexicano y brasileño han logrado pasar por encima de toda retórica, en la captación de las conductas cotidianas. Al decir esto, podemos pensar que en nuestro cine y tevé, Niní Marshall, Los Cinco Grandes, programas como "La Tuerca" o "Telecataplum", algunas actuaciones de Olmedo en solitario, Juan Verdaguer y no muchos más, permitieron sin caer en la ofensiva grosería, subrayar nuestros propios prejuicios y vernos en movimiento a través de una amplificada lente satírica. Si Ocho apellidos vascos fue la comedia más taquillera del 2014, en el año anterior ese lugar lo ocupó el film de Daniel Sanchez Arévalo, La gran familia española, un film que aún mirando a la taquilla no se olvida de destilar una querible cinefilia. Y es que la historia de esta familia, que funciona de manera coral, se asienta en la matriz del felicísimo musical de la Metro, de Stanley Donen, de mediados de los años cincuenta, Siete novias para siete hermanos, cuyo guión es una recreación de la legendaria historia de El rapto de las Sabinas, ahora ambientada en el Lejano Oeste. Comedia con toques y ocurrentes saltos, La gran familia española va dibujado lentamente, a través de los variados y particulares comportamientos de un padre con cinco hijos, el camino que lleva a una boda que se celebra el mismo día en que tuvo lugar el Mundial de Fútbol del 2010, cuando España debió enfrentarse a Holanda.
El derrumbe de las falsas promesas El personaje que compone la directora sorprende por sus conductas confusas y de insatisfacción. De ahí en más, el film apela a desenmascarar lo que resta de ese mundo de apariencias y decadencia desde las memorias del personaje. Presentada en la Sección Oficial en Cannes 2013, este tercer largometraje en carácter de directora de la actriz y guionista Valeria Bruni Tedeschi, nacida en Turín en noviembre del 64, vuelve a poner en escena, con amplia conciencia de ello, lo que en las nuevas categorías de la dramaturgia tanto teatral como cinematográfica se denomina "Autoficción"; vocablo que se puede homologar, no igualar, a lo que se conoce como relato autobiográfico. Y en esto caso lo hace no sólo atendiendo a apuntes y recuerdos de su propia historia; sino también a lo que, lateralmente, le van aportando los profesionales que trabajan a su lado. Moviéndose el personaje entre su tierra natal y París. Igualmente, si observamos la ficha técnica, vemos que el equipo está formado en su casi total mayoría por mujeres, lo que podría llegar a suponer en el lector que estamos ante un film de neto rango feminista. Lejos de ello, Un castillo en Italia mira al interior de una historia familiar que está planteada en lo que hace a hombres y mujeres desde sus propias contradicciones. A corazón abierto, Valeria Bruni Tedeschi indaga en los pliegues más riesgosos de una aristocrática familia de la burguesía industrial de la zona del Piamonte, en su momento de irreversible ocaso. Ese aire de cierre de un ciclo, esa atmósfera de un mundo que se apaga, se respira en el interior de ese castillo, ubicado en Castagneto Po, en el cual sólo se observan las paredes descascaradas y la opacada esfumatura de un modo ilusorio de vida. Entre sus paredes, tratando de mantener su marcada elegancia, su hermano, rol que cumple admirable y sensiblemente Filippo Timi (a quien recordamos entre otros films, en Vincere, de Marco Bellocchio, en su doble rol de Mussolini padre e hijo), trata de sobrevivir a una cruel enfermedad, el Sida, aferrándose a los días del pasado; cifrando este sentimiento en la renovada y esperada presencia de su árbol. De formación teatral, tanto la actriz y directora como otros de los que forman parte de este elenco, Un castillo en Italia nos lleva a otro de los clásicos de Anton Chejov, El jardín de los cerezos; pieza estrenada en Moscú en enero de 1904. De esta manera, la figura de ese árbol va a marcar en el film la perdida estación de la infancia y la decadencia de todo un grupo familiar. Un grupo de familia, que sin llegar a ser un retrato firmado por Luchino Visconti, descubre y roza desde una mirada aguda, incisiva, no exenta de desenfado, los espacios difusos de los vínculos sentimentales, del auto engaño, del incesto. Ya desde el inicio, el personaje que compone Valeria Bruni Tedeschi nos sorprende por sus conductas confusas y de insatisfacción. Su crisis existencial, su deseo de ser madre a los cuarenta y tres años, su relación con un joven actor y modelo, nos la presentan en situación de desamparo y de ira. La actriz, de aquí en más, apela desde su personaje, a desenmascarar lo que resta de ese mundo de apariencias. Y se mueve este relato entre lo agónico y lo desaforado, sin tratar de ocultar cierto tono de sarcasmo. En su situación de mujer que espera ser madre, aparece la figura de la religión, que estimo destacar tanto desde su punto de vista como el de su madre; no sólo en la ficción, sino en su propia vida, rol que interpreta Marisa Borini, sentada al piano, desde su vocación de compositora e intérprete. En ese espacio que poco a poco perderá su fisonomía y ese clima de antaño, la pintura de un Brueghel, dos canciones de época, los comentarios de los criados, los secretos de familia, ese piano que ya no se escuchará más y la desplazada figura de un amigo de aquellos días, irán marcando, sin concesiones, el derrumbe de un castillo de falsas promesas e ilusiones, en el que ha quedado, voluntariamente, fuera de la escena, su hermana y cantante, Carla Bruni; esposa del ex presidente de Francia, Nicolás Sarkozy.