Un viaje que vale la pena acompañar
Tal como ocurrió hace 25 años con Kevin Costner, otro actor de renombre habituado a personajes recios debuta detrás de las cámaras con un drama que apela menos a la rigurosidad histórica que a la búsqueda de la emoción del espectador. Y, al igual que Danza con lobos, la ópera prima del Russell Crowe está centrada en uno de los episodios fundamentales de la identidad cultural y social de su país de origen como fue la batalla de Galípoli.
La historia es conocida, al menos para quienes hayan visto el film homónimo de Peter Weir: soldados neozelandeses y australianos batallaron junto a sus pares británicos y franceses contra el Imperio Otomano en una pequeña península de lo que hoy es Turquía. El resultado fue una de las batallas más cruentas de la Primera Guerra Mundial, con alrededor de 250.000 muertos por bando.
Basada en la historia real del padre ya no de una sino de tres víctimas, Camino a Estambul contiene en el título local una imprecisión. Al fin y al cabo, el epopéyico viaje del héroe desde el desierto australiano natal hasta lo que en ese momento era Constantinopla, realizado cuatro años después de aquella batalla, es prácticamente un trámite que preludia el verdadero conflicto de su recorrido: la llegada hasta la península para encontrar los cadáveres de sus hijos y enterrarlos junto a su esposa recientemente suicidada.
A partir de esa anécdota, el protagonista de Gladiador construye un film deliberada y orgullosamente antiguo, que se aleja del realismo no sólo desde su narración, sino también desde el retrato maravillado de la geografía costera y urbana y la presencia de personajes estereotipados. Sin embargo, y aun con sus baches y atropellos narrativos ilustrados sobre todo en un desenlace precipitado, Camino a Estambul se mueve con seguridad en el marco de sus ambiciones emotivas, emanando un aire de sinceridad y nobleza que ameniza su visión y mostrando que Crowe sabe qué quiere contar y cómo hacerlo.