El señor Russell Crowe no es simpático pero nos cae simpático. No hay contradicción: una cosa es el cine y otra cosa es la vida real. Aquí es simpático como actor y no demasiado como director: la historia de un hombre que, tras el desastre de Gallipolli en la Primera Guerra Mundial viaja a Turquía en busca de sus tres hijos desaparecidos tiene algo de bélico y algo de melodrama y mucho de clacisismo, de película hecha a la antigua con la tecnología de ayer nomás. Como él nos cae simpático, muchas de sus debilidades narrativas pasan a veces inadvertidas, pero están allí. Hay también interés romántico, y quizás el mayor problema -es decir, lo que nos causa una mayor antipatía- es que en ciertos momentos se parece todo a un show de egocentrismo del actor. A pesar de eso, y aunque le sobran unos cuantos minutos, la película funciona y entretiene. Incluso, y esto gracias al actor Crowe, logra arrancar una emoción sincera.