Un padre y una tierra
El neozelandés Russell Crowe eligió para su debut como director en el largometraje de ficción una historia contenida en sus emociones, con un explícito aire romántico y una impronta clásica que en ocasiones se ve subvertida por unos flashbacks que imponen otras texturas discursivas. De todos modos, la elección de Camino a Estambul por parte del actor no suena antojadiza: es la historia de un padre que perdió tres hijos durante la guerra, y esa guerra es precisamente la de Gallipoli, donde neozelandeses y australianos lucharon junto a los británicos y contra los turcos. Es, evidentemente, una historia que tiene un núcleo emotivo entre el actor y su tierra, tal vez un elemento que a nosotros -argentinos como somos- nos pueda sonar distante pero que nos evidencia las intenciones nobles del director debutante. Una película sobre la tierra y con mucha tierra volando.
El personaje de Crowe es un buscador de agua en territorio árido. Pero así como busca aquella sustancia, no puede dejar de buscar en su memoria a sus hijos. El suicidio de su depresiva mujer es motivo fundamental para que salga a buscarlos literalmente, al menos quiere sus cadáveres, herencia triste de aquella guerra de la cual pasaron cuatro años. Su viaje a Turquía (o al Imperio Otomano, para ser precisos históricamente) se da en el marco de una instancia histórica donde turcos y británicos intentaban consolidar un vínculo luego de la guerra. En ese contexto, el protagonista avanza con la clara intención de recuperar los cuerpos de sus hijos y sirve para el relato -si se perdona el barbarismo- como aquel equino de Caballo de guerra: es alguien sin un centro político o ideológico dentro de la historia, básicamente un elemento simbólico que sirve para poner el episodio bélico en abismo. Y permitir cierta dignidad en ambos lados de la trinchera.
La película de Crowe carga con un humanismo amable, tratando de hallar puntos de contacto entre dos culturas disímiles. Y lo hace con acierto, llamativamente, cuando se impone en la historia la línea política más marcada. Sin embargo, allí cuando alguna subtrama da paso al romanticismo y al punto de vista del hombre asimilando una cultura diferente, no puede salir de ciertos esquematismos salvados un poco por el explícito tono clásico que adquiere el film. Camino a Estambul es un film decididamente a la vieja escuela, con un personaje protagónico que termina de definirse a partir de sus acciones.
Película que también puede ser definida por sus buenas intenciones y por cómo ellas no terminan por redondear un producto mejor, algunas resoluciones lucen apresuradas (otras son bastante arbitrarias), la aventura se ve recortada constantemente por lo discursivo y las imágenes buscan profundizar demasiado el aire melodramático del asunto cayendo en cierto trazo grueso. Igualmente es un film que permite vislumbrar en Crowe a un realizador que sabe lo que quiere contar y cómo hacerlo, además de ofrecer un uso muy criterioso del montaje y la fotografía: su film, visualmente, logra pasajes imponentes. Y si bien se extraña la exuberancia y locura habitual del cine australiano, hacer una película demodé tal vez sea otra forma de locura poco vendible en el presente.