Duelos que hacen agua
Russel Crowe demuestra en este proyecto las mismas falencias detrás de las cámaras que delante de ellas. Camino a Estambul nace de la idea de un hecho verídico, con todos los condimentos para transformarse en película, que sigue las peripecias de un padre para recuperar los cadáveres de sus tres hijos, caídos en el combate de Gallipolli, al enfrentarse a los turcos como parte del ejército aliado compuesto por australianos y neozelandeses.
La emblemática batalla acaecida en 1915 es el marco y el trasfondo del debut en la dirección del actor neozelandés, film que al tratarse de un relato antibélico –más allá de su condicionante del hecho real- busca desde su primera intención homenajear a los millones de caídos sin nombre ni tumba en la primera guerra mundial. De la historia de este australiano, con un don particular para encontrar agua en lugares desérticos, se desprende la mirada global sobre las heridas sin cicatrizar que todo conflicto bélico genera en aquellos que lo sobreviven, por supuesto los padres, quienes deben reponerse a las pérdidas de sus hijos soldados y la culpa que esto acarrea en ellos.
En ese sentido, la travesía espiritual choca con la personal y el protagonista encara –llamado por su intuición- el viaje primero al lugar de los hechos, donde tomará contacto con los británicos, quienes finalmente derrotaron a los turcos, reacios a acompañarlo en su intento de repatriación cual Antígona de Sófocles.
Trascurrida la guerra, el contacto con el enemigo cara a cara se verá disipado al recibir la colaboración de un oficial turco, quien antes que soldado refleja su costado humano y su necesidad de salvar el honor de la derrota.
Camino a Estambul no logra escapar de ningún lugar común y presenta enormes fallas estructurales, como por ejemplo, la torpeza de integrar a la trama el pasado mediante flashbacks sin un sentido narrativo inteligente.
La actuación en piloto automático de Russel Crowe, en consonancia con su dirección –también en piloto automático- ni siquiera es equiparable a cualquier film bélico mediocre que ande pululando en formatos no cinematográficos, lo único destacable es la fotografía del recientemente fallecido Andrew Lesnie (responsable de la trilogía El señor de los anillos, por ejemplo), y no mucho más.